Escultura Barroca Española. Escultura Barroca Andaluza. Antonio Rafael Fernández Paradas

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Ceán Bermúdez alentó la opinión de que la base de su fama se cimentaba en su obra escultórica. Quizás las funciones encomendadas a las imágenes devocionales le permitieran una mayor proyección social que en el terreno de la pintura, pero lo que sí parece cierto es que la obsesión de Cano por la forma y el volumen aparece inexcusablemente también en sus obras pictóricas, al igual que obligadamente lo reflejan sus esculturas.

      La integración de las artes en las obras de Alonso Cano supera de modo nítido su evidente condición de escultor que policroma —la mayoría de las veces— sus obras. Más que dibujar con la gubia y tallar con el pincel, como se ha archirrepetido, se trata de concebir la figura como un todo indisoluble de dibujo, volumen y color, en el que cada uno de esos componentes debe ser debidamente ponderado y reconocible. Esto es lo que proporciona esa impresionante cualidad plástico-pictórica a las obras de Cano. De hecho, concibe esculturas que no se comprenderían sin la policromía que él mismo aplica, porque determinados efectos o matices se confían a la íntima comunión de intereses de ambas artes hermanadas.

      Esta praxis integrada que funde los distintos lenguajes artísticos en los que es perito no agota la versatilidad de nuestro artista. Aun en tan corto elenco de obras, magistralmente concilia la tendencia hacia lo colosal con el intimismo casi miniaturístico del pequeño formato, resuelto en cualquiera de los casos sin poner en riesgo la organicidad ni la monumentalidad del resultado, incluso en las piezas de menor tamaño. Igual versatilidad demuestra en la reflexión y comprensión de la forma, resuelta según concepto, intención y función de la obra con un abanico de posibilidades que comprende volúmenes casi abstractos (valorados en sí mismos) en ocasiones; la sinuosidad manierista en otras; la dinámica compositiva tanto en figuras sedentes como erguidas, generalmente definidas por la vertical; la economía gestual, el interés por el desnudo sacro, etc. No es, ni mucho menos, el único en emplear estos recursos pero sí es un caso único de conjunción de tantos de ellos.

      Cabe preguntarse, entonces, ¿qué sentido tiene esta especulación acerca de la forma? Creo que la explicación también es múltiple y debe buscarse en el clima intelectual en el que se educa y crece su personalidad artística. Pero, a lo menos, me atrevería a señalar un par de motivos razonables: por un lado, la búsqueda de la forma lógica, funcional y útil en cada caso, y por otro, el desbordar el estrecho límite físico de la obra para trascenderse a sí misma, para proyectarse en el espacio circundante, para implicar al espectador. Una sabia elección formal es un medio útil para romper los límites entre representación y realidad, entre obra de arte y entorno, entre materia y percepción. Sus opciones lingüísticas, especulando sobre un patrón de belleza idealizado pero posible, naturalista pero elevado, operan en el mismo sentido.

      4.1.Nacimiento y etapa sevillana (1601-1638)

      Alonso Cano nace en Granada en 1601, hijo de un ensamblador de retablos manchego, Miguel Cano, bien imbricado en el medio artístico granadino, abasteciendo fundamentalmente los encargos diocesanos. Por tanto, el ambiente artístico familiar proporcionaría al niño Alonso la predisposición e inquietud necesaria para dedicarse a una praxis diversificada de las artes y le haría más receptivo a la producción artística que conoce. Recuérdese la interesante escultura que el Renacimiento produce en Granada, vestigio de sus tiempos dorados como ciudad imperial.

      Aunque se ha querido ver otras razones, lo cierto es que se observa un progresivo estancamiento en la producción de Miguel Cano, que probablemente le impulsaría a trasladarse con su familia a Sevilla a la búsqueda de un mercado artístico más desahogado. Esto tiene lugar a comienzos de 1615, cuando Alonso contaba con apenas catorce años, pero ya Ceán Bermúdez lo señalaba como diestro dibujante. La llegada a la mitra hispalense del arzobispo de Granada don Pedro de Castro en 1610 no sería un aliciente menor.

      Será Sevilla la que cimente la personalidad artística plural de Alonso Cano. En 1616 entra como discípulo en el taller del pintor Francisco Pacheco, que era tenido como el más célebre en la Sevilla del momento y conocido también por su erudición humanista y su prestigio social como veedor del gremio y censor de la Inquisición. El contacto con este taller resulta fundamental para entender la vocación clásica de Cano, su sentido reflexivo y filosófico de la praxis artística, sus criterios iconográficos y el conocimiento de las técnicas no solo de la pintura de caballete, sino también de la policromía sobre la madera. Le permitirá también conocer al joven Velázquez, que le servirá de puente en su posterior etapa madrileña.

      Su formación escultórica no nos es conocida documentalmente, pero la evidencia estilística argumenta suficientemente su filiación con Martínez Montañés. Pese a ello, lo que las obras de Cano demuestran exige entender una formación más diversificada aún. Su reconocida afición a la estampa y a los tratados serviría de estímulo e inspiración del proceso artístico, al tiempo que la lección clásica que pudo conocer en su infancia granadina encontraría en Sevilla un vasto campo de estudio, sobre todo en la colección de escultura de la Antigüedad del palacio de los Enríquez de Ribera, la Casa de Pilatos, que para un crítico de gusto neoclásico como Ceán fue la verdadera maestra de Cano. Sin poderse concretar más acerca de esa formación escultórica, el hecho cierto es que en 1629 ya firma como maestro escultor.

      La etapa sevillana de Cano en lo escultórico representa claramente la búsqueda de caminos propios sobre la reflexión de ciertos problemas artísticos ya mencionados, lo que le lleva a irse distanciando paulatinamente de los modelos montañesinos a la búsqueda de soluciones distintas y originales. Lo ejemplifican varias imágenes de uno de los grandes temas iconográficos del momento, el de la Inmaculada, que no gozan de unanimidad por parte de la crítica. La de la iglesia sevillana de San Julián (hacia 1633-1634), por ejemplo, podría considerarse una revisión cercana del tipo montañesino, revisión que atenúa la ampulosidad y complejidad de los pliegues, al tiempo que busca ya la torsión de planos mediante el descentramiento de las manos con respecto al eje del cuerpo o la grácil postura de estas con el mínimo contacto de yemas como ya hiciera Pablo de Rojas en Granada y también después Montañés. Además, comienza a modificar la composición y el perfil original de Montañés, acusando mayor flexión de la pierna derecha, la superación del concepto frontal y algo plano del modelo, y el estrechamiento de la base a la búsqueda del perfil ahusado tan característico de Cano.

      De hacia 1629 puede ser la santa Teresa de la iglesia sevillana del Buen Suceso. El esquema montañesino de base ancha, triangular, es optimizado por Cano para adecuarlo al tema del éxtasis, demostrando así su inteligencia compositiva. El ritmo de amplios pliegues en capa y hábito confluyen hacia el rostro visionario de la santa reformadora carmelita. Aunque idealizado, no elude ciertas concesiones realistas en aras a conseguir una vera effigies, como las verrugas, probablemente partiendo del retrato que le hizo fray Juan de la Miseria en 1576. Por otro lado, reinterpreta originalmente el vuelo montañesino de la capa en torno al brazo derecho para subrayar la dimensión doctrinal de la representación: la santa como doctora mística. Quizás a esto último se deba la pantalla visual que el hábito ejerce sobre la figura, que minimiza su contrapposto e impide la percepción de su estructura orgánica. Este problema, la organicidad de la figura y su correcta percepción, será objeto permanente de reflexión por Cano, con soluciones de enorme categoría en futuras obras.

      Esta fase inicial culmina rápidamente en la primera gran obra maestra de Cano, la Virgen de la Oliva (Fig. 8) de Lebrija (1631) y el conjunto de esculturas para su retablo, que el mismo Cano diseña. Claramente muestra rasgos de independencia de criterio, como la consolidación del esquema fusiforme, la economía gestual o la sencillez pero rotundidad de los volúmenes. Evoca claramente los modelos del Renacimiento italiano pero con una vocación inequívocamente contrarreformista en cuanto a la exposición dogmática del tema, la maternidad divina de María: las líneas de tensión de la imagen enfatizan el rostro de la Virgen y el cuerpo del Niño. El revoloteo del manto alrededor del brazo de la Virgen —reminiscencia montañesina— subraya la presentación del Niño (no está sostenido sino presentado), que encara frontalmente al espectador mientras que la Virgen

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