La sorpresa del millonario. Kat Cantrell
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«Recuérdale lo que hiciste por ella. Recuérdale lo bien que estuvo».
La voz que oía en la cabeza era, probablemente, la de la conciencia. Pero a veces creía que era Nicolas quien lo guiaba, que su hermano mayor lo aconsejaba cuando lo necesitaba y le hacía vivir la vida plenamente, ya que él, Nicolas, no podía.
Esa filosofía siempre le había parecido acertada. Y no iba ahora a desoír el consejo, sobre todo cuando encajaba con lo que deseaba. Era evidente que Cass necesitaba que le recordara lo unidos que habían estado; tanto que él conocía cada centímetro de su cuerpo.
«La mejor estrategia es utilizar el placer para influir en los negocios». Nicolas había hablado. Y sus palabras confirmaban a Gage cuáles serían los siguientes pasos que debía dar.
Deseaba a Cass y quería la fórmula. Si lo hacía bien, una cosa llevaría a la otra.
Le dio cinco minutos y fue tras ella.
Cobrar una deuda era juego limpio en el amor y la cosmética.
Con manos temblorosas, Cass entró en el despacho y se contuvo para no dar un portazo. No sabía por qué se le había disparado la adrenalina… y otras cosas que prefería no analizar.
Era mentira que no lo supiera. Gage Branson era la respuesta, pero lo que no se explicaba era por qué volver a verlo la había afectado tan profundamente, después de tanto tiempo.
Su sonrisa la seguía estremeciendo, a pesar de los años transcurridos. Y su cuerpo, que seguía siendo increíble, estaba oculto por la ropa, cuando debería exhibirse en un calendario de hombres atractivos. Continuaba siendo tan sexy y carismático como siempre, por mucho que le costara reconocerlo. Y odiaba que aún la hiciera temblar, sobre todo después de lo que le había hecho.
«Respira», se dijo.
Gage solo era un tipo al que conocía. Si se lo repetía mil veces, acabaría por creérselo. El problema era que Gage Branson la había destrozado.
No solo el corazón, sino toda entera: mente, cuerpo y alma. Se había enamorado de Gage hasta tal punto que no se dio cuenta del estallido hasta que él le dijo despreocupadamente que la relación había terminado y que si quería la ropa que había dejado en su casa.
Nueve años después, seguía sin poder avanzar, sin ser capaz de volver a enamorarse, de olvidar y de perdonar.
Por eso le temblaban las manos.
Lo único positivo era que Gage no se había percatado de su consternación. No había lugar para las emociones ni en su trabajo ni en su vida. Era la lección más importante que había aprendido de su antiguo tutor. Por suerte, él había aceptado su consejo de que pidiera cita sin protestar mucho.
Le pitó el teléfono para recordarle que quedaban cinco minutos para la reunión que había convocado; cinco minutos para volver a pensar en qué debía hacer Fyra con la filtración. Alguien había hablado del descubrimiento revolucionario de Harper incluso antes de que la FDA lo aprobara o hubiera una patente.
Cinco minutos, cuando necesitaba una hora. Había aparecido por sorpresa el hombre que llevaba casi una década poblando sus pesadillas. Y algunos sueños húmedos.
Debía controlar las emociones que sentía. La filtración la había enfurecido y estaba dispuesta a hallar al culpable. La empresa no solo había perdido una posible ventaja frente a la competencia, sino que no había garantía alguna de que esa persona no filtrara la fórmula secreta o la robara.
Cinco minutos no eran suficientes para que se le tranquilizara el corazón antes de ir al encuentro de sus mejores amigas, que se darían cuenta inmediatamente de que le pasaba algo y de que ese «algo» tenía nombre masculino.
Se retocó el maquillaje. Presentar tu mejor rostro no solo era el lema de la compañía, sino el suyo personal. La filosofía fruto de la ruptura con Gage había dado origen a una empresa multimillonaria. Ningún hombre volvería a estropearle el maquillaje.
Fortalecida, ensayó una fría sonrisa, salió del cuarto de baño y se topó con Melinda, la recepcionista.
–Hay un hombre en recepción que insiste en que tienes una cita con él.
Era Gage. Se puso aún más nerviosa.
–No tengo cita con nadie. Voy a una reunión.
–Se lo he dicho, pero insiste en que habías programado la cita y en que ha venido desde Austin para verte –Melinda bajó la voz–. Se ha disculpado e incluso ha sugerido la posibilidad de que hayas citado a dos personas a la misma hora.
¿No había límite a su descaro?
–¿Lo he hecho alguna vez?
–Nunca. Pero yo… Bueno, me ha preguntado si no me importaba consultártelo y parecía tan sinceramente…
–¿Qué hace Gage Branson en recepción? – preguntó bruscamente Trinity Forrester, la directora de mercadotecnia, . Puesto que había sido el hombro sobre el que Cass había llorado en la universidad, en la pregunta había un trasfondo del tipo: «Sujetadme o le corto los dedos».
Cass reprimió un suspiro. Ya era tarde para que Melinda lo echara antes de que alguien lo viera.
–Ha venido a hacerme una propuesta de negocios. Ya me ocupo yo de él.
Aquello era estrictamente un asunto de negocios, y antes muerta que reconocer que no podía manejar a un competidor en su territorio.
–Muy bien –Trinity se cruzó de brazos–. Tú te ocupas. Lo echas a la calle de una patada en su bien formado trasero. Es una pena que ese hombre tenga tantos problemas de salud.
Melinda miró a las dos alternativamente.
–¿Qué le pasa? –susurró.
–Tiene una terrible alergia al compromiso y a la decencia –dijo Trinity–. Y Cass lo va a echar con clase. ¿Puedo ser testigo?
Cass negó con la cabeza mientras ahogaba un gemido. Aquello era asunto suyo y no quería espectadores.
–Será mejor que hable con él en mi despacho. Trinity, ¿les dices a Alex y Harper que tardaré unos minutos?
–Muy bien. Pero si nos vas a privar del espectáculo, más vale que nos cuentes los detalles.
Seguida de Melinda, que evidentemente, llegados a ese punto, no quería perderse nada, Cass se dirigió a recepción.
Gage, de brazos cruzados y con la cadera apoyada en el mostrador como si fuera suyo, la miró y sus ojos castaños se iluminaron al tiempo que le dedicaba una sonrisa que a ella le produjo un cosquilleo en el vientre. Empezaban mal.
Ella le indicó el pasillo con la cabeza.
–Cinco minutos, señor Branson. Llego tarde a una reunión.
–Señor Branson, me gusta cómo suena –dijo él guiñándole el ojo–. Con el debido respeto.
Flirteaba