El segundo nacimiento. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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El segundo nacimiento - Omraam Mikhaël Aïvanhov

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como ideal el amor divino; el intelecto tiene como ideal la sabiduría divina; la voluntad tiene como ideal el poder divino. La libertad sólo nos viene a través de la verdad, que es la fusión del amor y de la sabiduría. Jesús lo dijo: “La verdad os hará libres...”

      Si queréis aún profundizar en esta cuestión, os diré que el amor, la sabiduría y la libertad no son otra cosa que el elixir de la vida inmortal, la piedra filosofal y la varita mágica que buscaban los sabios. Sí, el elixir de vida inmortal nos lo dará el amor. Hasta ahora se le ha buscado siempre en vano porque sin el amor no puede encontrarse. Únicamente el amor nos da la vida verdadera, la vida inmortal. El que busca reclama la sabiduría, la luz, porque no se buscan las cosas en la oscuridad sino en plena claridad. He ahí por qué la palabra “buscar” está ligada a la luz, a la sabiduría. Y el que busca la luz encontrará la piedra filosofal, el mercurio de los sabios, la clave que permite comprender los lazos que existen entre las cosas, y todos los secretos de la naturaleza. El que tiene una voluntad justa y recta hará que la puerta se abra; se le dará la libertad y encontrará la varita mágica.

      El elixir de vida inmortal, es el amor divino.

      La piedra filosofal, es la sabiduría divina.

      La varita mágica verdadera, es la verdad que nos trae la libertad absoluta.

      Así pues, cuando Jesús decía: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”, sobreentendía que para que una oración sea eficaz, es necesario que se haga con la participación de los tres principios: el intelecto, el corazón y la voluntad. Entonces sí, sois escuchados, porque vuestro ser está enteramente conectado con el mundo invisible. Si no obtenéis resultados, no debéis por ello concluir que Dios no existe, sino que rezáis mecánicamente, sin que vuestro corazón y vuestra voluntad participen en la oración.

      Os contaré ahora un par de anécdotas que os aleccionarán más que todos los discursos sobre la oración. En un convento vivía un monje muy sencillo y hasta cierto punto muy ignorante; pero cada día, lavando los platos y barriendo – lo que era su ocupación cotidiana – decía con todo fervor: “Dios mío, lava mi alma como yo lavo estos platos... Limpia mi corazón de sus impurezas como yo limpio este suelo...” Rezando de esta manera durante años llegó a ser tan puro, tan iluminado, tan santo, que todos los obispos y los cardenales vinieron a verle para consultarle, porque le visitaba el Espíritu Santo.

      Y he ahí la segunda anécdota. Un obispo quiso un día pasearse en barca en un gran lago de montaña. Al otro lado del lago, descubrió, a la orilla del agua, a un pastor que apacentaba su ganado, con un rostro iluminado por la paz y la alegría. El obispo le llama, le pregunta si cree en Dios y cómo reza. El pastor, muy contento por este honor, responde muy humildemente: “Es muy sencillo, para dar gracias a Dios, coloco mi bastón sobre la hierba y salto por encima de un lado a otro...” El obispo indignado, exclama: “¡Pero esto es insensato! No se reza así. Te voy a enseñar cómo hay que hacerlo...” Y le explica extensamente al pastor cómo debe arrodillarse y qué frases debe pronunciar para expresar su gratitud al Señor. El pastor escuchaba con mucha humildad y se sentía muy contento de aprender a rezar mejor. El obispo se marcha y sube de nuevo a la barca que se aleja de la orilla... Estaba ya lejos cuando vio correr hacia él al pastor gritando: “Padre mío, volvedme a decir las palabras de la oración, que las he olvidado...” Viéndole caminar sobre el agua, el obispo, asustado, respondió: “Hijo mío, reza como quieras, pues sabes de eso más que yo...”

      En la vida sucede que nos encontramos con personas simples que no tienen ningún saber filosófico o científico, pero que viven verdaderamente. ¿Por qué Cristo no se presentó como un sabio?... Comprendedlo bien, no tengo nada contra los sabios, yo mismo procuro saber el máximo posible de cosas; pero quiero haceros comprender que, a menudo, olvidamos lo que es más importante en la vida: la gratitud hacia el Señor. Tenemos conocimientos inútiles y, por otra parte, pensamos que el mundo está mal construido, que nosotros podríamos diseñarlo mejor, naturalmente, y corregimos el plan de Dios según nuestro juicio.

      Objetaréis que la ciencia está por encima de todo, pero no es así. Debemos aprender la gratitud. Si cada día damos gracias al Señor, si estamos contentos de todo lo que nos ha dado, poseemos el secreto mágico que puede transformar toda nuestra vida. El que da gracias aumenta el amor y la luz que lleva en sí, y mejora sus acciones. Mira el mundo con otros ojos, y un día se da cuenta de que los hombres se le abren porque esparce la luz y el gozo a su alrededor. Los que se topan con él dicen: “Debemos hacer algo por este hombre, ¡es tan simpático!” Y Dios entra en su corazón, a fin de ayudar a través suyo a quien Le da las gracias.

      Si los bancos de arriba están cerrados, por más que llaméis por todas partes, nadie os dará nada, porque en realidad no son los hombres los que dan. Si los bancos celestiales están cerrados, nadie os escuchará y desde arriba se impedirá que los hombres os den cualquier cosa.

      Cuando os digo que sois muy ricos, no me creéis, y sin embargo, puedo probaros que sois millonarios sin saberlo. Diré: “Te quejas de ser pobre... Pues bien, dame tus manos por 10 millones...” Os negáis a dármelas por este precio. “Entonces, dame tus ojos por 100 millones...” También os negáis, y si os pido vuestra lengua o vuestra nariz por sumas fantásticas, os continuáis negando. Entonces, ¡es que sois multimillonarios! ¿Acaso es considerado como pobre el que posee propiedades y palacios, aún cuando no tenga dinero líquido en las manos? Pensáis que sois pobres porque no poseéis monedas de oro o billetes de banco, pero este dinero, en realidad, no es de ninguna utilidad real para nosotros.

      No sabéis lo que es más importante para vosotros. Vuestra tranquilidad, por ejemplo, la dais frecuentemente por nada, y cuando queréis presentaros ante Dios, no tenéis el rostro interior adecuado. Con frecuencia, dais también vuestro intelecto por nada. Debéis saber que en la naturaleza existe una jerarquía de valores, y hay que distinguir, en adelante, aquello que es más importante de lo que no lo es tanto.

      Consideremos de nuevo la imagen del prisma. Si el vértice del prisma está abajo, el abanico de colores se extiende desde el violeta (arriba), hasta el rojo (abajo).

      Los colores nos enseñan cómo entrar en relación con los mundos superiores y con todas las fraternidades blancas de la tierra.

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      El color rojo es el que posee las vibraciones. de más baja frecuencia; está ligado a las necesidades vitales del hombre. En el triángulo corazón-intelecto-voluntad, del que os hablé la última vez, representa la voluntad. El amarillo representa la inteligencia, la sabiduría; y el azul representa los sentimientos religiosos, la dulzura, la música, el corazón.

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      Todos los colores tienen una relación con nuestro cerebro, cuyos centros son como antenas que captan cada una de las ondas particulares. Si tenéis una serie de diapasones que dan notas diferentes y hacéis vibrar uno, todos los demás se quedan mudos. Por el contrario, si tenéis un diapasón idéntico al que hacéis vibrar, lo oiréis resonar al mismo tiempo que éste. Nuestro cerebro está construido según las leyes de la naturaleza. Todos sus centros son como diapasones diferentes, construidos para que vibren en resonancia solamente con ciertas ondas. Supongamos que las vibraciones del color rojo alcanzan al cerebro; únicamente los centros situados en la parte posterior del cráneo se ponen a resonar. El rojo excita el amor sexual (centro situado en la parte de atrás de la cabeza), y los centros que se encuentran por encima y por detrás de las orejas, que corresponden a la destrucción y a la crueldad.

      Podéis verificar que todos los animales salvajes tienen una cabeza muy ancha al nivel de las orejas. Todos los seres que tienen esta parte

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