Breve historia de la Economía. Niall Kishtainy
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Fourier esperaba al mediodía de todos los días a que alguien lo visitara y le diera el dinero para establecer sus falansterios. Jamás llegó nadie. Su nuevo mundo nunca dejó de ser solo una imagen extraordinaria en su mente. Escribió que después del establecimiento de los falansterios, las personas desarrollarían colas con ojos en sus extremos, aparecerían seis lunas y los mares se convertirían en limonada. Los animales salvajes se volverían amigos de los humanos: amistosos «antitigres» nos llevarían de un lugar a otro sobre sus espaldas. Todo esto es un material increíble para quienes dicen que Fourier estaba loco. Aun así, planteaba preguntas en torno al trabajo que la economía tradicional rara vez ha abordado. Por ejemplo, una vez que tenemos comida y cobijo, ¿cómo podemos encontrar un trabajo que utilice todas las partes de nuestras personalidades? Quizá la tendencia actual de los consejeros profesionales que ayudan a los estudiantes a elegir trabajos correlacionados a sus habilidades e intereses sea un intento por responder a esta pregunta.
Como Fourier, el galés Robert Owen (1771-1858) pensaba que la creación de nuevas comunidades salvaría a la humanidad. Sin embargo, Owen no podría haber sido más diferente a Fourier. Tuvo suerte durante la incipiente economía industrial de Gran Bretaña usando el moderno motor de vapor para alimentar la maquinaria de sus fábricas de hilado de algodón. Había pasado de ser un asistente en una tienda a convertirse en un industrial famoso, y había tratado con todo tipo de personas, desde obreros en fábricas hasta duques. Estaba orgulloso de relacionarse con todos. Esto inspiró la idea principal de su ensayo, El nuevo mundo industrial y societario (Le nouveau monde industriel et sociétaire). Owen creía que los caracteres de las personas eran resultado de su entorno. Las personas eran malas porque venían de condiciones malas. Si se deseaba una buena sociedad era necesario establecer las condiciones adecuadas. En un ambiente libre de la competencia desalmada del capitalismo, los pobres podrían convertirse en personas buenas y felices. Owen tenía un plan para crear las circustancias perfectas.
Había reunido suficiente dinero para establecer un pueblo «modelo», un experimento en la creación de una alternativa a las peligrosas e insalubres fábricas de las grandes ciudades. Lo asentó en una fábrica de algodón que compró en New Lanark, Escocia. Owen imaginó un mundo lleno de lugares como ese. Finalmente esto no ocurrió, pero aun así Owen hizo cosas notables para su época y un flujo de personas importantes llegó a observar esta pequeña comunidad. Abrió una guardería, una de las primeras de Gran Bretaña, y la llamó Instituto para la Formación del Carácter. Disminuyó las horas laborales y alentó a sus empleados a mantenerse ellos mismos y a sus casas limpios y a no beber demasiado. Con el fin de promover buenos hábitos laborales, Owen colgó frente a cada trabajador un «monitor silencioso», un cubo de madera con cada lado pintado de un color diferente. Cada color representaba el comportamiento del obrero: blanco para excelente, amarillo para bueno, azul para regular, negro para malo. Un supervisor giraba el cubo de acuerdo con lo bien que lo estaba haciendo el trabajador ese día y los colores de cada uno se registraban en un «libro de carácter». Cuando los trabajadores eran vagos, en vez de gritarles, el supervisor simplemente ponía el cubo en negro. Al principio los cubos mostraban negro y azul. Con el tiempo hubo menos negros y más amarillos y blancos.
Posteriormente, Owen fundó una comunidad en New Harmony, Indiana. Era aún más ambiciosa que la de New Lanark, un pueblo de granjas, talleres y escuelas que, según creía Owen, ofrecería una alternativa completa al capitalismo. Científicos, maestros y artistas que codiciaban una mejor vida llegaron en manada de todas partes de Estados Unidos y Europa (varios granujas y excéntricos también acudieron). Desafortunadamente, los escritores y los pensadores que llegaron, si bien eran buenos para escribir y pensar, no lo eran tanto para cavar zanjas y cortar madera. Los granujas evitaron el trabajo por completo. Pronto las personas comenzaron a discutir y el experimento fracasó. De viejo, Owen se interesó por el espiritismo, la moda victoriana de comunicarse con los muertos. Habló con William Shakespeare y con el duque de Wellington, y pensó que la nueva sociedad surgiría con la ayuda de los fantasmas de los grandes hombres del pasado. En última instancia, hombres como Owen y Fourier deseaban una economía que elevara la condición espiritual de las personas —y no solo la material—, aun si no sabían exactamente cómo hacer que ocurriera.
Un ambicioso aristócrata francés, de nombre Henri de Saint-Simon, sintió esta añoranza con una intensidad particular. Saint-Simon (1760-1825) tenía grandes ambiciones desde joven y creía ser la reencarnación del mismísimo Sócrates. De niño, cada mañana lo despertaba un sirviente diciéndole: «¡Levántese, monsieur le comte, tiene grandes cosas que hacer hoy!». Su primera obra estuvo dirigida «a la humanidad». Luchó en la Guerra de Independencia de Estados Unidos y pasó un año en la cárcel durante la Revolución Francesa. Tras su liberación logró enriquecerse comprando tierras de la Iglesia, pero en unos cuantos años acabó con todo su dinero. Más tarde intentó suicidarse, profundamente molesto ante lo que percibía como una falta de reconocimiento de sus ideas.
Saint-Simon creía que los seres humanos talentosos, no los príncipes y los duques, debían gobernar la sociedad. Todos debían permitir que los demás humanos florecieran y se desarrollaran lo mejor que pudieran. Habría diferencias entre ellos, pero debido a sus distintas habilidades, no por nacimiento. Ya no se explotarían entre sí, sino que en su lugar explotarían juntos la naturaleza, utilizando principios científicos para enriquecer a la sociedad. En la cima estarían los científicos y empresarios industriales que dirigirían la economía como un solo taller nacional. Bajo ellos, los obreros actuarían en conjunto con espíritu de cooperación. El Estado crearía una sociedad industrial que sería compasiva y estaría libre de pobreza.
Al final de su vida, Saint-Simon publicó Nuevo cristianismo (The New Christianity), que convirtió su visión en una religión para la era industrial. Después de su muerte, sus seguidores establecieron iglesias. Usaban pantalones blancos, una camiseta roja y una túnica azul: blanco para el amor, rojo para el trabajo y azul para la fe. Pensaron en un chaleco hecho de tal manera que solo se pudiera poner con la ayuda de alguien más, que simbolizaría los vínculos de hermandad entre los humanos. No resulta sorprendente que los parisinos curiosos visitaran los retiros de los sansimonianos para observarlos boquiabiertos.
Fourier, Owen y Saint-Simon consideraban que los mercados y la competencia no eran el camino a una buena sociedad. Es por esto por lo que en ocasiones se los considera como los inventores del socialismo, una alternativa al capitalismo que probaron algunos países durante los siglos posteriores. En el socialismo, los individuos no son dueños de recursos en la forma de propiedad privada, sino que en su lugar son compartidos de tal modo que todo el mundo tiene un estándar de vida similar. No obstante, estos pensadores tenían una amalgama de ideas, y no todas ellas eran compatibles con lo que actualmente consideramos parte del socialismo. Por ejemplo, algunos defendían que la propiedad privada estaba bien mientras no provocara grandes diferencias sociales.
Sin embargo, todos ellos creían que un mundo perfecto (una utopía) podía crearse si se apelaba a la razón y la buena voluntad de las personas. Estaban en contra de la revolución y el conflicto entre ricos y pobres. Su esperanza de un cambio pacífico desapareció a causa de una serie de revoluciones que estallaron en toda Europa a mediados del siglo XIX. No solo eso, sino que sus planes parecían ingenuos después de los escritos revolucionarios de Karl Marx, de quien hablaremos en el décimo capítulo y quien fue el crítico más famoso del capitalismo. Si bien lo influyeron, Marx consideraba a Fourier, Owen y Saint-Simon soñadores que imaginaron nuevos mundos pero