Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla

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Las cosechas son ajenas - Juan Manuel Villulla Tierra indómita

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la reducción del área sembrada, en los años ‘60 emprendió la misma lucha pero contra los efectos de la automatización del trabajo. La completa mecanización agrícola ofrecía la posibilidad de reducir hasta tal punto las cantidades de hombres y costos laborales, que grandes propietarios de tierras de antigua tradición ganadera pasaron a encontrar rentable el negocio de cultivar los suelos (Mascali, 1986; Flichman, 1977). El problema era que la actividad agrícola en la que incursionaban aún los obligaba a toparse con muchos miles de estibadores, bolseros, costureros, ayudantes generales de cosecha, acarreadores, sileros, carrileros, cocineros y otros tantos miembros de una masa indefinida de personajes secundarios, con poca importancia individual, pero que fruto de su actividad en las Bolsas, imponían su contratación para levantar la cosecha. Ciertamente, por algunos años las Bolsas de Trabajo lograron mantener en pie tareas o puestos laborales ya inexistentes en los nuevos procesos productivos; consiguieron retribuciones elevadas por faenas periféricas; o simplemente impusieron el pago por “servicios no realizados”, todo lo cual compensó para las patronales los gastos que pretendían evitar con las maquinarias. A mediados de los ‘60, por ejemplo, cuando se abandonó el sistema de las bolsas por el granel, los trabajadores exigieron el cobro de una compensación al sindicato equivalente a la cantidad de bolsas que “hubiesen tenido que cargar” de mantenerse el viejo sistema. Exigencias como estas adoptaban el nombre de “plus” por trabajo a granel, “salida de zona”, “sacada”, “carga directa”, “derecho a balanza” o “parada de bolsas”, entre otros, y resultaban intolerables para los grandes propietarios que se volcaban a la producción de granos por esos años18. En una palabra, la cuestión técnica estaba resuelta. De lo que se trataba para las patronales era de barrer el obstáculo político de los sindicatos.

      Mientras todo esto sucedía a la plebe de estibadores y ayudantes de todo tipo nucleada en los sindicatos rurales, no se conoce actividad sindical alguna de los obreros que sí manejaban las máquinas por las cuales eran reemplazados aquellos. Sucede que a lo largo de la década de 1960 y alimentada por la mecanización, también se profundizó la división de los trabajadores agrícolas entre la masa proletaria en retroceso que realizaba las tareas periféricas y de manipuleo de granos, y la capa mejor calificada de los asalariados agrícolas que —en tanto las unidades familiares se autoabastecían de mano de obra— tendieron a concentrarse en las explotaciones medianas y grandes. Allí operaban los nuevos tractores, sembradoras y cosechadoras mecánicas y automotrices, y cumplían un ciclo anual completo de tareas, haciéndose más sedentarios y desarrollando relaciones laborales más regulares, cercanas y personales. Y en ese tránsito, aunque mantuvieran sus especializaciones, necesariamente se hacían peones menos exclusivamente agrícolas y más “generales”, combinando su trabajo sobre el suelo con otras tareas en los grandes campos. De esta manera, este sector de trabajadores transmutaba a un tipo de obrero rural permanente similar al peón individualizado más típicamente asociado a las estancias ganaderas. Lo cual incluía menores niveles de politización y sindicalización, y una vida personal entremezclada con los ritmos de trabajo de su establecimiento y las relaciones de autoridad allí reinantes. Además, su separación de las capas mejor organizadas del movimiento obrero rural, contribuía al desdibujamiento de los antagonismos de clase que fomentaban la negociación personal y la convivencia diaria con patrones y capataces.

      Esta capa de obreros calificados en el manejo de la mecánica y las maquinarias, exigía mayores remuneraciones que las de los braceros de la Bolsa (Bocco, 1991; Fienup et al, 1972). Sin embargo, lo hacían de forma más individual y discreta que ellos, a través de negociaciones bilaterales que apenas mantenían las tablas oficiales como referencia no vinculante. Su único instrumento de presión era la escasez de fuerza de trabajo especializada y el valor que los empleadores reconocieran a sus pericias. Sólo que muchas veces, entre las aptitudes bien ponderadas por los patrones, contaba justamente la incondicionalidad a un establecimiento. En la medida en que el mercado de trabajo de los conductores de máquinas y tractores iba estrechándose, los peones desleales podían ser más claramente identificados, y arrastrar cierto estigma social que podía complicar su reinserción en el único trabajo en que hacían pesar alguna calificación especial. Se tornaron así peones hábiles y conocedores de su oficio, pero también personajes solitarios y cautos, muy distintos a sus audaces antepasados que trabajaban y se movilizaban en masa por las llanuras, apelando a todo tipo de métodos para defender sus intereses.

      Las décadas de la gran expansión agrícola, entre 1890 y 1940, fueron también las de la formación de una clase trabajadora encargada de llevarla adelante. Se trató de peones, braceros, estibadores y carreros que formaron parte activa del movimiento obrero de su tiempo a través de distintos tipos de prácticas de lucha política y sindical. Es decir, que no se limitaban sólo a las formas de resistencia individual o acotadas al lugar de trabajo, aunque éstas fueran acaso las modalidades más extendidas y cotidianas de manifestar su antagonismo con los patrones. La masividad, la aglomeración y la cooperación funcional de un número importante de ellos en el proceso de trabajo, así como el ida y vuelta rural-urbano, la ausencia de vínculos personales o regulares con los patrones, y la acción persistente de organizadores político-sindicales, facilitaron la expresión colectiva de sus necesidades comunes por encima de las diferencias que atravesaban a esa multitud tan heterogénea, y más allá de las dificultades para coagular organizaciones más constantes. Es más, el propio vacío en la legislación laboral y una intervención estatal que actuó muy abiertamente como gendarme de la rentabilidad patronal, forzaron también a los trabajadores a elaborar respuestas autónomas de distinta índole para defender sus intereses. En definitiva, los itinerarios de la condición obrera en la agricultura de la época, determinaron un conjunto de experiencias que alimentaban cierta conciencia política de su antagonismo de clase frente a los empleadores.

      Entre los años ‘30 y los ‘40 se fue conformando una nueva generación de obreros rurales que, ante todo, se diferenció de la anterior por el carácter más conciliador de sus líderes, así como por la índole defensiva de sus demandas dado el aumento de la desocupación. Sintomáticamente, por la caída de su peso estructural y el predominio de idearios menos radicalizados, sus dirigentes mostraron una mayor dependencia respecto a una intervención estatal arbitral o benévola para contener la ofensiva patronal, en desmedro del tipo de acción disruptiva y autónoma de antaño. No obstante, los trabajadores organizados en las Bolsas de Trabajo apelaron a esos métodos siempre que lo consideraron necesario. Sólo que, por un lado —ya sin la perspectiva revolucionaria de muchos de los líderes de antaño— se trató de medidas tendientes a lograr un acuerdo en el corto plazo, o para hacer cumplir disposiciones en las que el Estado jugaba un rol más mediador. Por otro lado, los sectores sindicalizados fueron reduciéndose a una minoría cada vez más pequeña entre los trabajadores rurales, lo que expresaba la mayor separación de unos y otros grupos de peones en el proceso de trabajo mismo. En ese sentido, la mecanización —que no interrumpió su marcha desde los años ‘20—, disminuyó el peso numérico y la importancia económico-social de los asalariados respecto a la

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