Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla
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En ese marco, la Sociedad Rural Argentina (SRA) pasó a enfrentar directamente al movimiento obrero-rural organizado como no había sucedido ni siquiera en los ciclos huelguísticos de principios del siglo XX, cuando chacareros, propietarios de trilladoras, transportistas o casas cerealeras eran las figuras patronales que lidiaban con las demandas de los asalariados de la agricultura. A tal punto fue así, que encabezando un movimiento empresario más amplio, en 1965 logró que el gobierno de Illia quitara el manejo de las Bolsas de Trabajo a los obreros, pasando estas a “control estatal con participación patronal”. Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) y CONINAGRO respaldaron la medida, aunque la Federación Agraria Argentina (FAA) —que protestaba por lo “elevado” de los salarios—, apoyó los reclamos de los trabajadores sobre este punto19. Luego, el control de las Bolsas de Trabajo se devolvió formalmente a FATRE en 1967. Pero entonces, lo que estaba intervenido era el propio sindicato. Y además, el tiempo ganado por las patronales con este tipo de medidas permitió desplegar plenamente la mecanización, creando una situación sin vuelta atrás para la peonada periférica de las cosechas, que con las Bolsas debilitadas y sin apoyo estatal, ya no encontró forma de reinsertarse en sus viejas ocupaciones rurales.
Mientras todo esto sucedía a la plebe de estibadores y ayudantes de todo tipo nucleada en los sindicatos rurales, no se conoce actividad sindical alguna de los obreros que sí manejaban las máquinas por las cuales eran reemplazados aquellos. Sucede que a lo largo de la década de 1960 y alimentada por la mecanización, también se profundizó la división de los trabajadores agrícolas entre la masa proletaria en retroceso que realizaba las tareas periféricas y de manipuleo de granos, y la capa mejor calificada de los asalariados agrícolas que —en tanto las unidades familiares se autoabastecían de mano de obra— tendieron a concentrarse en las explotaciones medianas y grandes. Allí operaban los nuevos tractores, sembradoras y cosechadoras mecánicas y automotrices, y cumplían un ciclo anual completo de tareas, haciéndose más sedentarios y desarrollando relaciones laborales más regulares, cercanas y personales. Y en ese tránsito, aunque mantuvieran sus especializaciones, necesariamente se hacían peones menos exclusivamente agrícolas y más “generales”, combinando su trabajo sobre el suelo con otras tareas en los grandes campos. De esta manera, este sector de trabajadores transmutaba a un tipo de obrero rural permanente similar al peón individualizado más típicamente asociado a las estancias ganaderas. Lo cual incluía menores niveles de politización y sindicalización, y una vida personal entremezclada con los ritmos de trabajo de su establecimiento y las relaciones de autoridad allí reinantes. Además, su separación de las capas mejor organizadas del movimiento obrero rural, contribuía al desdibujamiento de los antagonismos de clase que fomentaban la negociación personal y la convivencia diaria con patrones y capataces.
Esta capa de obreros calificados en el manejo de la mecánica y las maquinarias, exigía mayores remuneraciones que las de los braceros de la Bolsa (Bocco, 1991; Fienup et al, 1972). Sin embargo, lo hacían de forma más individual y discreta que ellos, a través de negociaciones bilaterales que apenas mantenían las tablas oficiales como referencia no vinculante. Su único instrumento de presión era la escasez de fuerza de trabajo especializada y el valor que los empleadores reconocieran a sus pericias. Sólo que muchas veces, entre las aptitudes bien ponderadas por los patrones, contaba justamente la incondicionalidad a un establecimiento. En la medida en que el mercado de trabajo de los conductores de máquinas y tractores iba estrechándose, los peones desleales podían ser más claramente identificados, y arrastrar cierto estigma social que podía complicar su reinserción en el único trabajo en que hacían pesar alguna calificación especial. Se tornaron así peones hábiles y conocedores de su oficio, pero también personajes solitarios y cautos, muy distintos a sus audaces antepasados que trabajaban y se movilizaban en masa por las llanuras, apelando a todo tipo de métodos para defender sus intereses.
Conclusiones
Las décadas de la gran expansión agrícola, entre 1890 y 1940, fueron también las de la formación de una clase trabajadora encargada de llevarla adelante. Se trató de peones, braceros, estibadores y carreros que formaron parte activa del movimiento obrero de su tiempo a través de distintos tipos de prácticas de lucha política y sindical. Es decir, que no se limitaban sólo a las formas de resistencia individual o acotadas al lugar de trabajo, aunque éstas fueran acaso las modalidades más extendidas y cotidianas de manifestar su antagonismo con los patrones. La masividad, la aglomeración y la cooperación funcional de un número importante de ellos en el proceso de trabajo, así como el ida y vuelta rural-urbano, la ausencia de vínculos personales o regulares con los patrones, y la acción persistente de organizadores político-sindicales, facilitaron la expresión colectiva de sus necesidades comunes por encima de las diferencias que atravesaban a esa multitud tan heterogénea, y más allá de las dificultades para coagular organizaciones más constantes. Es más, el propio vacío en la legislación laboral y una intervención estatal que actuó muy abiertamente como gendarme de la rentabilidad patronal, forzaron también a los trabajadores a elaborar respuestas autónomas de distinta índole para defender sus intereses. En definitiva, los itinerarios de la condición obrera en la agricultura de la época, determinaron un conjunto de experiencias que alimentaban cierta conciencia política de su antagonismo de clase frente a los empleadores.
Entre los años ‘30 y los ‘40 se fue conformando una nueva generación de obreros rurales que, ante todo, se diferenció de la anterior por el carácter más conciliador de sus líderes, así como por la índole defensiva de sus demandas dado el aumento de la desocupación. Sintomáticamente, por la caída de su peso estructural y el predominio de idearios menos radicalizados, sus dirigentes mostraron una mayor dependencia respecto a una intervención estatal arbitral o benévola para contener la ofensiva patronal, en desmedro del tipo de acción disruptiva y autónoma de antaño. No obstante, los trabajadores organizados en las Bolsas de Trabajo apelaron a esos métodos siempre que lo consideraron necesario. Sólo que, por un lado —ya sin la perspectiva revolucionaria de muchos de los líderes de antaño— se trató de medidas tendientes a lograr un acuerdo en el corto plazo, o para hacer cumplir disposiciones en las que el Estado jugaba un rol más mediador. Por otro lado, los sectores sindicalizados fueron reduciéndose a una minoría cada vez más pequeña entre los trabajadores rurales, lo que expresaba la mayor separación de unos y otros grupos de peones en el proceso de trabajo mismo. En ese sentido, la mecanización —que no interrumpió su marcha desde los años ‘20—, disminuyó el peso numérico y la importancia económico-social de los asalariados respecto a la