Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla

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Las cosechas son ajenas - Juan Manuel Villulla Tierra indómita

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propios en la infancia del capitalismo criollo. En adelante, esa y futuras protestas darían cuenta del tipo de subjetividad que esa generación de peones, braceros, carreros y estibadores, fueron moldeando al calor de sus experiencias en el “granero del mundo”.

      Los hombres y mujeres que formaron esa clase trabajadora de la agricultura pampeana tuvieron orígenes sociales, nacionales y culturales muy diversos. No obstante, se reconocieron bastante rápidamente en los caminos compartidos que les deparó su condición obrera en el tormentoso parte aguas de los siglos XIX y XX. Para muchos de ellos, la desposesión y el trabajo asalariado ya era un lugar familiar. Pero para muchos otros, se trató de una situación novedosa, inesperada, y hasta traumática.

      Aún en 1904, para cuando La Vanguardia publicaba su crónica de la agitación de los obreros trilladores en Pergamino, el componente rural y autóctono de muchos de los trabajadores agrícolas seguía siendo importante, como señaló Bialet Massé (1985:97-99):

      “[…] caen también a la cosecha muchos santiagueños, cordobeses y correntinos, algunos catamarqueños y riojanos y uno que otro tucumano, y no son pocos los peones del Rosario, Santa Fe y Córdoba, y aún artesanos que abandonan las ciudades […] En la región noreste de Santa Fe se prefiere al indio mocoví a todo otro trabajador, por su energía, persistencia y agilidad. En la parte occidental dominan los cordobeses, riojanos y catamarqueños. En el centro y sur los correntinos y entrerrianos toman mucha parte en el trabajo.”

      La mano de obra que componían estos variados personajes nativos fue relativamente suficiente para la agricultura mientras esta se limitó a las experiencias de colonización del tercer cuarto del siglo XIX (Ortiz, 1964). En los inicios del siglo XX, en cambio, el cultivo de los suelos se expandió vertiginosamente mucho más allá de esas fronteras. Es así que para 1913 la agricultura ocupaba 58 veces más hectáreas que en 1870, y las exportaciones de granos habían pasado del 1% a casi el 50% del total (Ferrer, 2010). Este crecimiento formidable del cultivo de los suelos supuso grandes transformaciones sociales. De ahí que ya para la época en que escribía sus crónicas Bialet-Massé, aquellos difusos y escasos proletarios criollos de un principio se habían confundido junto a una masa de hombres y mujeres mucho más vasta y variada, fruto del aluvión inmigratorio sin el cual hubiera sido imposible resolver las tareas que demandaba una actividad agrícola de esa envergadura dadas las técnicas de la época (Volkind, 2009a).

      Convocados por las perspectivas que parecía ofrecer la Argentina de esos años, decenas de miles de proletarios europeos arribaron aquí a fines del siglo XIX, escapando a la miseria y la desocupación que creó entre ellos la gran industria capitalista, como también lo hicieron artesanos y cuentapropistas asediados por la larga depresión y los monopolios que pasaron a dominar los mercados (Beaud, 1984). Además, el desarrollo capitalista en las áreas rurales expulsaba cotidianamente a miles de campesinos, que resultaron componentes sustanciales de este flujo migratorio. Sin embargo, de este lado del mundo, la gran propiedad territorial frustró las expectativas de la mayoría de ellos de transformarse en prósperos propietarios independientes (Pianetto, 1984; Beyhaut et al, 1966), convirtiendo rápidamente a buena parte de los viejos artesanos y campesinos europeos en nuevos proletarios argentinos (Azcuy Ameghino, 2011). Asimismo, si el ámbito rural daba la espalda a sus expectativas, la vida urbana tampoco ofrecía grandes oportunidades (Panettieri, 1982). La debilidad extrema del desarrollo manufacturero allí, hizo que este original conglomerado de trabajadores desposeídos compuesto por viejos nativos y nuevos inmigrantes configurara una masa flotante, difusa, de ocupación variable, estacional y errante, convocada aquí y allá por diversos tipos de producciones y servicios de demanda laboral inconstante, y aun intentando con suerte dispar actividades por cuenta propia.

      Sin embargo, por lo menos hasta 1914, la agricultura pampeana no sólo no expulsaba obreros, sino que los atraía. Los jornaleros que levantaban las cosechas del “granero del mundo” formaban un numeroso ejército de braceros que hacia 1910 estaba compuesto por entre 300.000 y 500.000 hombres ocupados entre noviembre y mayo, sumado a otro medio millón de obreros rurales permanentes (Volkind, 2009a; Ascolani, 2005; Barsky y Gelman, 2001; Sartelli, 1997). Al filo de comenzar la primera guerra mundial —más allá de los matices regionales y del trabajo familiar— los campos basados en la explotación de estos asalariados dominaban el 60% de la superficie agrícola (Barsky y Gelman, 2001; Pucciarelli, 1986). De modo que esta vía de desarrollo agrario absorbió a buena parte de ese aluvión inmigratorio en la condición proletaria, mixturándolo con las masas desposeídas criollas, y ofreciéndoles como parte de sus medios de vida levantar la cosecha de otros.

      Eso era ciertamente una necesidad crucial del capitalismo agrario. El grueso de la cosecha de granos dependía del trabajo manual de esos miles de trabajadores asalariados (Frank, 1960; Coscia y Torchelli, 1968; Coscia y Cacciamani, 1978). A tal punto, que incluso chacareros de base familiar a cargo de unas 200 hectáreas de trigo o maíz, se veían obligados a convocar entre quince y veinte obreros para levantar su cosecha, empleados por ellos mismos o por un contratista a su servicio (Sartelli, 1994; Boglich, 1937). En los calurosos días de la recolección de trigo los campos eran un hervidero de gente trabajando en la siega y la trilla, mientras que las jornadas más frías de la juntada del maíz no se quedaban atrás. Sólo la etapa del desgrane del cultivo americano requería de alrededor de veinte hombres, además de los muchos otros que lo juntaban manualmente de los surcos con maletas de cuero y lo amontonaban en los trojes (Volkind, 2011; Ascolani, 2009). Una vez embolsados en el campo, los granos eran transportados por incontables carreros a caballo. Algunos de ellos eran propietarios cuentapropistas y otros hacían el trabajo por un sueldo. Luego, una numerosísima tropa de estibadores esperaba el cargamento en las casas cerealistas para descargar, secar, limpiar y clasificar los granos apilados en gigantescas cumbres de bolsas dentro de los galpones en que se depositaría la carga hasta su envío al puerto. Por último, otra división del mismo ejército de estibadores realizaba el manipuleo del cargamento final hasta su embarque a los confines del mundo.

      Semejante aglomeración proletaria supuso el abono de una considerable masa salarial de parte de los patrones. Eso no significaba que cada peón recibiera salarios “altos” —como señalaron Scobie (1968), Flichman (1978) o Laclau (1973), entre otros—, sino simplemente que chacareros y contratistas de trilla pagaban una gran cantidad de jornales, ya que las condiciones técnicas reinantes al menos hasta 1920 requirieron la contratación de muchos hombres. De hecho, este importante costo laboral explica dos cosas. En primer lugar, que los empleadores hayan intentado palmo a palmo pagar la menor cantidad posible de dinero a cada obrero, y prolongar durante la mayor cantidad de horas su jornada, como denunciaban los trabajadores de Pergamino en 1904. En segundo lugar, ello también explica que desde entonces hasta nuestros días —como veremos en los capítulos siguientes— los esfuerzos patronales estuvieran centrados en eliminar la mayor cantidad de hombres que se pudiera del proceso de producción agrícola, en función de achicar —justamente— esos costos laborales, a la vez que facilitar la disciplina de la mano de obra.

      Respecto

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