Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla
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Luego, en la década del ‘30, las luchas obrero-rurales profundizaron su institucionalización. Por un lado, porque se extendió el predominio de corrientes reformistas y los liderazgos anarquistas entraron en su decadencia final en el movimiento obrero argentino. Por otro, porque el contexto de desocupación se agravó a límites extremos con la crisis económica general, manteniendo los reclamos proletarios a la defensiva. Asimismo, el peso numérico de los peones agrícolas siguió disminuyendo por la mecanización de la cosecha triguera, mientras el ida y vuelta rural-urbano fue cada vez menos frecuente. A causa de ello, los asalariados del campo y los de la ciudad fueron coagulando como fracciones cada vez más separadas. No sólo porque la demanda de brazos del campo seguía decayendo, sino porque el desarrollo industrial de los años ‘30 reforzaba la atracción y fijación de los trabajadores en las grandes urbes del litoral (Ortiz, 1964; Murmis y Portantiero, 1971).
Como parte de los intentos por contener la conflictividad agraria y ganar apoyos populares, gobiernos conservadores como el de Fresco en la provincia de Buenos Aires, improvisaron instancias de negociación y acuerdos entre patrones y empleados rurales (Ascolani, 2009; Barandiarán, 2008). Desde ya, para que éstos funcionaran y pudieran legitimarse, debían dar lugar a ciertas demandas obreras, y en ese marco las Bolsas de Trabajo tomaron fuerza como intermediarias entre los braceros y su ocupación14. Naturalmente, los gobiernos pugnaban por instrumentarlas en pos de la estabilidad social entre los trabajadores, contribuyendo a la marginación de las expresiones más combativas personificadas por anarquistas y, ahora, también por comunistas. A partir de ello fue formándose cierto andamiaje legal que ofreció regularidad tanto a las relaciones obrero-patronales como a los mecanismos por los cuales procesar los conflictos, garantizando que no se interrumpiera la producción ni la comercialización de granos en medio de la crisis más resonante de la historia del capitalismo mundial.
Durante los primeros años del peronismo, la crisis agrícola y el giro ganadero de la zona pampeana hicieron que gran parte de las chacras familiares pudieran solucionar la cosecha de trigo y maíz casi sin requerir de obreros temporarios (Barsky, 1989; Lattuada, 1986). Las superficies destinadas a los cereales eran muy reducidas, y esto permitía que un agricultor pudiera recolectar el grano con su familia o con productores vecinos (Balsa, 2006). En lo que hace a la mecanización del trabajo, el boicot norteamericano a las importaciones de insumos y maquinarias, se encargó de retrasarla al menos unos años más (Rapoport, 2007). De todas formas, sin la demanda estacional de braceros como antaño, el epicentro del mundo obrero-rural pampeano se derrumbó. Como contracara, la industria de las ciudades se expandió mucho más firmemente que en la década anterior. En ella los trabajadores podían conseguir ocupación estable y bien paga, por lo que el flujo rural-urbano se transformó en un camino ya sin retorno, y cada temporada de cosecha que no ofrecía ocupación o ingresos suficientes a los peones alimentaba una nueva oleada del éxodo (Bocco, 1991; Canitrot y Sebess, 1974).
En ese contexto, los obreros postergados defendieron su ocupación rural apostando a la organización sindical y la acción directa. En esto no hubo demasiadas noticias, ya que ellas habían sido antes sus herramientas de lucha. Pero lo novedoso fue su resignificación en un nuevo contexto, y la reconfiguración del conjunto del movimiento obrero-rural. Por un lado, se consolidaron las Bolsas de Trabajo como representantes de los intereses obrero-rurales, aunque ya no exactamente de todos. Además, ellas profundizaron su apelación al Estado como entidad mediadora e incluso protectora. Y por último la capa decisiva de los obreros más calificados de la agricultura comenzó a quedar definitivamente afuera de la vida sindical. De hecho, en adelante los proletarios de la agricultura pampeana se dividieron fundamentalmente entre los que aprendieron a manejar las nuevas máquinas, y los que aprendieron a organizarse para combatirlas.
Un oportuno auxilio del Estado peronista
En los años ‘40, la legislación laboral-agraria del peronismo contuvo en algo la situación del proletariado agrícola. Aunque no resolvió el origen económico del problema —es decir, la caída en la superficie sembrada—, trajo novedades que ayudaron a paliar significativamente su situación. En principio, a partir del Estatuto del Peón Rural de 1944, pasó a regularse en todo el país un salario mínimo para los obreros rurales permanentes, su asistencia médica y farmacéutica, vacaciones pagas e indemnización por despido sin causa justificada, descanso dominical, alimentación en condiciones de abundancia e higiene adecuadas, y alojamiento con requerimientos mínimos de abrigo, aireación y luz natural (Sislián, 2000; Luparia, 1973). Así, Perón le dio un carácter nacional y estable a un tipo de acuerdos que hasta entonces habían sido eventuales y acotados a las provincias. Pero la gran diferencia con las experiencias previas —que habla del cambio en la naturaleza social y política del proceso abierto entonces— es que existió la voluntad política de hacerlos cumplir por mecanismos concretos y palpables: patrullajes por los campos, automóviles, financiamiento, oficinas, un aparato burocrático aceitado, y hasta comisarías dispuestas a apoyar denuncias y reclamos obreros (Ascolani, 2009; Palacio, 2009). Nada de esto logró resolver los problemas derivados de la crisis agrícola, pero los trabajadores encontraron en el gobierno un apoyo jamás visto a la mayoría de sus demandas, lo cual reforzó en su seno a las corrientes político-sindicales de tipo reformista que apelaron —ahora con más fundamento que antes— al auxilio de un Estado benefactor para resolver sus conflictos con el capital. Y por el contrario, los empleadores sintieron como nunca la intromisión efectiva del Estado en un terreno que hasta entonces había sido esencialmente de su dominio, lo que motivó un tipo y nivel de controversias inéditas entre obreros y patrones del campo (Palacio, 2009).
De todas formas, la normativa dejó afuera a los trabajadores agrícolas transitorios, que seguían siendo la mayoría numérica y la fracción más combativa de los obreros rurales. De hecho, si bien los peones permanentes se encontraban directamente beneficiados por las nuevas disposiciones, estaban más condicionados para ayudar a efectivizarlas dada su falta de organización sindical, y el tipo de relación personal que los vinculaba a los patrones. Por el contrario, los díscolos braceros temporarios tomaban las conquistas parciales de cada temporada y se sentían autorizados para hacer cumplir las disposiciones a través de la acción directa, con o sin el apoyo de las fuerzas de la ley y el orden, como graficó Mascali (1986:56):
“En el año 1946, nuevamente la cosecha fina sobrellevó un clima de violencia en el agro, aparentemente de mayor magnitud que el anterior. En uno de los telegramas que la Federación Agraria enviara al presidente Perón a fines de 1946 […] es posible advertir el clima extremo de violencia desatado […]. ‘Hoy en la localidad Casilda en chacra hermanos Castelli fue asaltada a mano armada destrozando máquina cosechadora y dejando varios heridos’.”
Luego de tres años de fuertes conflictos en el marco de la crisis agrícola, la situación específica de los obreros agrícolas temporarios se contempló en 1947 con la ley 13.020. Ella abrió instancias oficiales de negociación colectiva para absorber pacíficamente estos antagonismos a través de la Comisión Nacional de Trabajo Rural y las Comisiones Paritarias Locales (Mascali, 1986). La ley consagró la obligatoriedad de contratar a un mínimo de personal para cada tarea agrícola —incluyendo siembra, cosecha y transporte de granos—; estipuló horarios y pautas salariales; fijó el peso máximo de las bolsas que podían cargarse; y ciertas condiciones de salubridad en las chacras. Además, mantuvo la obligatoriedad para los agricultores de proveerse de gran parte de la mano de obra a través de las Bolsas de Trabajo (Ascolani, 2009). Como parte de la misma batería de medidas, el gobierno propició a través de sus influencias en la Confederación General del Trabajo (CGT), la constitución del sindicato nacional de los obreros rurales: la nueva Federación Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (FATRE), que tuvo como base político organizativa las Bolsas de Trabajo de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (García Lerena, 2006). Así, el guiño estatal que estimulaba la centralización del movimiento obrero por rama, la articulación ofrecida por la central sindical, y la necesidad de contar con representantes oficiales en las nuevas instancias de