Las cosechas son ajenas. Juan Manuel Villulla

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Las cosechas son ajenas - Juan Manuel Villulla Tierra indómita

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(Volkind, 2009a). Lamentablemente no hay datos exactos sobre el poder adquisitivo de estas remuneraciones, es decir, sobre el salario real (Sartelli, 1997). Con todo, para una masa importante de trabajadores, la zafra era la única fuente de ingresos, lo que los obligaba a atravesar condiciones laborales muy adversas para obtener un sustento para el resto del año. El pago a destajo, además, alentaba el estiramiento del tiempo diario de labor, acicateado por las necesidades que muchos braceros debían satisfacer todo el año con el dinero reunido en las cosechas. Para colmo, su paga estaba sujeta a los “registros” de producción de los empleadores, lo cual era objeto de durísimas controversias informales.

      No obstante, existía una minoría de obreros de oficio que podía conseguir mejores remuneraciones que el resto. Entre ellos, naturalmente, estaban los maquinistas de trilladora y desgranadora. Pero no muy lejos estaban los foguistas, sus ayudantes y los engrasadores, así como los conductores de segadoras y atadoras. Por debajo, estaban los peones de siega, trilla y desgranada en general, así como los juntadores de maíz y los hombreadores de la estiba. Es decir, los trabajadores eminentemente manuales (Sartelli, 1997). Todos ellos, a su vez, recibían un trato personal muy distinto que el de los peones permanentes que participaban de la siembra y los cuidados previos a la cosecha, los cuales hacían “una vida casi común con el pequeño colono, [que] come mejor y hace el trabajo más a gusto” (Bialet-Massé, 1985: 92).

      En relación a la jornada —igual para todos— un día de labor en las cosechas era muy prolongado, probablemente mucho más que en la ciudad (Volkind, 2010a). Bialet-Massé señalaba que “todos los trabajos son duros, tanto por las altas temperaturas en que se opera como por lo excesivo de la jornada, y aunque se dice que se hacen de sol a sol, es falso, porque se aprovecha la luna, al alba, o después de puesto el sol, para alargar la jornada” (1985:97). Veinte años después, un artículo del periódico anarquista La Protesta del 3 de enero de 1928, reclamaba que se trabajaba “[…] desde las 4 de la mañana hasta las 8 de la noche en la engavilladora, emparvadora y máquinas trilladoras, un matadero donde el individuo sano muere por el esfuerzo físico que hace, sale completamente aniquilado e inutilizado por un largo tiempo” (Sartelli, 1993a: 245). Además de larga, la jornada era físicamente extenuante, el ritmo de trabajo muy intenso y las tareas muy peligrosas. No sólo para los braceros, sino también para los estibadores, que en los galpones “solían recibir la bolsa de 70 kg, arrojada desde lo alto de la estiva, a 4 m, aprisionándola en el aire contra la pila y cargándola luego a lo largo de más de 30 m” (Ascolani, 2009:31). Encima, el alojamiento y alimentación durante las temporadas de zafra eran pésimos, y hasta el “lodo” que recibían los obreros por agua era motivo de quejas (Volkind, 2010a; Sartelli, 1993a). A tal punto la alimentación era de mala calidad que constituía por sí sola una demanda frecuente en las reivindicaciones gremiales (Craviotti, 1993).

      Este conjunto de trabajadores iba siendo uniformado y asimilado por su destino proletario. Pero hacía allí eran arrastrados por la corriente campesinos, ex-campesinos, semiproletarios, artesanos, cuentapropistas, pasados o futuros comerciantes, y todo tipo de variantes de tránsito y mixturas que condensaban diferentes clases sociales (Pianetto, 1984; Azcuy Ameghino, 2011). Sin ir más lejos, gran parte de los carreros eran propietarios de sus caballos y carros (Ansaldi et al 1993). Este espectro de situaciones pudo delinear diferentes habilidades y segmentos de remuneraciones, pero también diversas expectativas o demandas, y aún posibilidades de autosubsistencia que trazaran una disparidad de actitudes con quienes “no tenían otra mercancía que ofrecer más que su fuerza de trabajo”. En otras palabras, es probable que las familias que dispusieran de alguna parcela en el viejo continente o en el norte de nuestro país, capearan mejor las situaciones adversas del mercado de trabajo rural que sus compañeros ya totalmente desposeídos. Acaso eso también haya marcado identificaciones o apatías tanto hacia el gremialismo acabadamente proletario, como hacia los patrones agrícolas, que en la figura de los chacareros representaban un polo no menos difuso que el de muchos de estos obreros asalariados, ya que en la mayoría de los casos también participaban del trabajo físico (Balsa, 2006). En definitiva, la multitud trabajadora que hacía girar una de las ruedas maestras de la Argentina agroexportadora estaba atravesada por infinidad de diferencias significativas: de clase, de nacionalidad, de lenguaje o de índole cultural. También se encontraba fragmentada por diversos oficios; ciclos y lugares de trabajo; tipo de empleador —chacarero, contratista, transportista, acopiador o estanciero—; su ubicación en el proceso de producción; y hasta la segmentación jerárquica de sus remuneraciones. Sin embargo, llamativamente, eso no fue obstáculo para que pudieran unificar algunos de sus reclamos y articular ciclos de huelgas como las que relataba La Vanguardia ya en 1904.

      Así, si bien la heterogeneidad de esta masa de trabajadores, junto a la estacionalidad de las tareas, coartó en parte la constitución de organizaciones sindicales duraderas (Ansaldi et al, 1993), la mixtura de todos estos elementos no impidió la formación de una subcultura y formas de conciencia política específicas de este original proletariado agrícola, ni su participación en la mayoría de los ciclos de conflictos obreros del período. En situaciones extraordinarias, estas luchas adoptaron la forma de ciclos de huelgas proletarias lideradas por sindicatos y agrupamientos políticos, como las de 1902-1904, y sobre todo las de 1918-1921 (Marotta, 1975; Ansaldi et al, 1993). Estas últimas fueron las más fuertes, teñidas por la crisis bélica, por el entusiasmo revolucionario de 1917 en el movimiento obrero criollo, y por el terror patronal a la posible generalización del ejemplo bolchevique (Godio, 1973; Belloni, 1975; Bilsky, 1984). Movilizaciones de cientos y aún miles de trabajadores, huelgas, piquetes para impedir el trabajo de rompehuelgas (“crumiros”), tomas de comisarías para liberar detenidos, o quema de parvas de trigo en casos extremos, fueron parte de los métodos que braceros, carreros y estibadores pusieron en práctica en el sur santafesino, sudeste cordobés y todas las zonas agrícolas de Buenos Aires para recomponer sus jornales luego de la crisis de 1914-1919. La intransigencia patronal y los métodos represivos empleados por el Estado —intervención directa del ejército, la gendarmería y desde luego la policía—así como por agrupaciones paraestatales—Liga Patriótica, Asociación Nacional del Trabajo, etc.—, no se quedaron atrás: tiroteos con huelguistas muertos y heridos, enfrentamientos fraguados, fusilamientos y detenciones, razzias, clausuras violentas de locales, golpizas, emboscadas, traslados forzosos en masa, deportaciones, etc. (Ansaldi et al, 1993).

      La mayor parte del tiempo, sin embargo, las batallas de los trabajadores agrícolas consistieron en pujas cotidianas e informales, aisladas entre sí, acotadas a determinadas zonas, pueblos, campos o centros de acopio. La suma y eventual articulación de estas reyertas independientes la una de la otra, era el terreno en el que se expresaban, se dirimían y se operaban cambios en las correlaciones de fuerzas a escala social entre el capital y el trabajo. Así, entre el primer y el segundo gran ciclo de huelgas, Bialet-Massé (1985: 95) relataba que:

      “[Los patrones] se valen de todas las tretas posibles; hacen circular y publicar en los diarios que hay suma escasez de brazos, que se va a perder la cosecha, y los peones acuden; resultante: que hay sobra de brazos, y el peón, para no perder el pasaje o porque no tiene con qué volverse, acepta lo que le ofrecen hasta que tiene con qué marcharse u otro contratista lo sonsaca, ofreciéndole mayor precio, porque entre sí no se tienen consideración alguna. [El bracero] espía la ocasión y cuando llega, cuando el movimiento es general y los brazos escasean pone al patrón el dogal al cuello y se hace pagar hasta 8 y hemos visto, hasta 10 pesos por día; es una lucha, un pugilato, y hace bien en vencer.”

      Las “mañas”, “avivadas” y artilugios informales constituyeron desde entonces una esfera cotidiana en la que se procesaron las luchas entre patrones y empleados. Es más, el repertorio de formas de confrontación también abarcó juicios emprendidos por los peones contra sus empleadores. En Coronel Dorrego, en el sudoeste bonaerense, llegaron a representar por lo menos el 25% de los procesos abiertos entre 1900 y 1909 (Palacio, 2004). Esta modalidad —de resultados frustrantes dada la falta de legislación en general y menos aún de una favorable a los trabajadores— estuvo extendida en casi toda la zona pampeana, aunque asociada a los

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