¿Quién escupió el asado?. Diego Pérez

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¿Quién escupió el asado? - Diego Pérez

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ubicar dentro de la contracultura uruguaya de la transición democrática al canto popular, con su binarismo ideológico, sus símbolos, sus mártires y su memoria histórica. Su teleología filosófica y su herramienta política: la izquierda en la partidocracia. Sin embargo, cuando nos referimos a la subcultura, ahondamos en un espacio subterráneo que escapa a la dualidad bueno-malo, fascistas-revolucionarios, conservadores-progresistas, avance-retroceso.

      Las expresiones artísticas que he analizado en esta investigación emergen desde espacios políticos que no intentan ser aceptados por la cultura oficial y, por tanto, no se plantean como su antítesis. Habría que recordar el artículo que Jorge Abbondanza escribió sobre el rechazo al premio Florencio Sánchez por los integrantes del Encuentro de Teatro Barrial, en 1982: «Piden a los críticos que no fabriquen un mundo sin bases, donde tan solo se trabaja en pos de una estatua y no por el hombre de nuestras calles, de nuestros barrios» (Ganduglia: 1996).

      Aquí «no hay contracultura porque no hay cultura», se oía por aquellos días de los años ochenta. Lo que se comprendió luego como subcultura dionisíaca significaba una subversión contra el orden cultural dominante, además de un ajuste ideológico con la contracultura del insilio. Sin embargo, aún existen interpretaciones que continúan vinculando la escena punk rock de fines de los ochenta y todo el espectro de la subcultura como un movimiento apolítico, implantado por el imperialismo cultural y sin raíces, anti transformación social y participante de la cultura posmoderna. Esta interpretación, creada e impuesta desde una visión académica y adultocéntrica, no ha sabido reconocer la importancia de estas expresiones políticas, de enorme relevancia en la actualidad.

      Debemos ser conscientes de que la historia es un campo de batalla y que, en esta lucha por recuperar la capacidad de recordar, corremos serios riesgos de terminar restaurando una particular memoria democrática, con sus héroes y sus malditos, sus fechas, sus hechos, sus explicaciones y sus intencionales olvidos. Este trabajo tiene como propósito desenterrar esa lista de «muertos e ignorados» (Baltar: 2017) que la cultura uruguaya posterga: esa generación poética, punk y neodadaísta que vino a escupirle el asado a la fiesta democrática Medina-Sanguinetti. Manifestaciones culturales y políticas que fueron repudiadas con dureza, rechazadas, luego disciplinadas y moduladas, para terminar estigmatizadas y pretendidamente olvidadas. Gabriel Peluffo, en una mesa sobre rock realizada por la revista Relaciones, en setiembre de 1987, decía: «No creo que sepan mucho quiénes somos. Sabemos más nosotros de ustedes que ustedes de nosotros […] Para mí no quedó nada claro. Me quedo con ganas de que ustedes sepan, sinceramente» (Forlán Lamarque y Couto, 1987; «Rompiendo estructuras con rock», semanario Jaque n.º 197, p. 25).

003

      La democradura y la cultura de la impunidad

       —Si usted fuera joven de nuevo, ¿qué haría? —Mirá, iría otra vez de nuevo a tocar el timbre en la calle Garibaldi 2313.4

      LÍBER SEREGNI, recién liberado, 19845

       Jugamos a ser vencedores. Surcamos los días con gesto triunfante. Engañamos a nuestros cerebros con frases hechas, creemos distinguir el bien del mal cuando todo es palabrerío amarillento. Saludamos a los ganadores como colegas.

      BÉRGAMO BEREDA, 19876

      En los años de la primera presidencia de Julio María Sanguinetti, el silencio y la complicidad con los asesinos plasmaron una cultura civil marcada por la impunidad en una democracia tutelada, como gustó llamarle a la generación del 85.

      A partir de este año, y como continuidad de las políticas represiva del Estado, comienza a desarrollarse, fundamentalmente en Montevideo, un accionar policial conocido como razzia, amparado en el decreto 680/980, vigente desde el período dictatorial y derogado recién en el primer gobierno del Frente Amplio. Entrada la democracia, Carlos Manini Ríos, ministro del Interior —y otrora embajador de Julio María Bordaberry, Aparicio Méndez y Gregorio Goyo Álvarez—, manifestaba que «la mano más suave significa una pérdida de eficacia represiva» (Caula: 1986).

      Esta ley, y el accionar de los comisarios guiados por las directrices emanadas desde la Dirección de Seguridad de la Jefatura de Policía, permitió que el dieciséis por ciento de la población —las juventudes—resultase «un chivo emisario» sujeto de castigo progresivo (Bayce: 1988). Así, cientos de jóvenes fueron abusados física y psicológicamente en dependencias policiales, donde la humillación y las torturas sistemáticas dieron paso a asesinatos. Hacia fines de los años ochenta, los menores de edad eran seriamente violentados al ser sometidos a confinamiento por varios días en las comisarías, porque el Iname (Instituto Nacional del Menor, antes llamado Consejo del Niño), creado en 1988, no contaba con dependencias (Cardozo: 1992). En ese mismo año, para alojar a los menores infractores, se reabre la cárcel de La Tablada, antiguo centro de detención y tortura de la dictadura.7

      Estos gurises posan en la vitrina marginal de torturados, violados, suicidas, muertos por crímenes, por sobredosis, en accidentes fatales o ejecutados, y su memoria está ausente en las crónicas que construyen la mesiánica mitología del mártir. La humillación social y la represión del Estado contra las juventudes desbordó las comisarias, llenó las cárceles y los borró del curso de la historia, y de los cursos de Historia. No hemos sido capaces de significar las secuelas de la represión posdictadura y hemos olvidado los crímenes perpetuados por una configuración política mezcla de civismo con claros tintes de doctrina militar.

      Para aquellos que le escupieron el asado al proceso democrático posdictadura, el dualismo antes o después, democracia o dictadura, se tornaba relativo y perdía su antagonismo en un presente que continuaba marcado por la violencia estatal. El objeto de la acción policial no era solo moderar a aquellos jóvenes díscolos cuyos comportamientos signados por el consumo de drogas hacían daño a la moral ciudadana y corrompían la vida social. La nueva organización de la represión tenía por objeto perpetuar el miedo paralizador que continuaría legitimando el orden moral conservador, la política de la partidocracia y la economía neoliberal.

      En contraposición con el grito juvenil, Esteban Valenti sostenía en 1988 que el claro ejemplo de una democracia tutelada significaba «lo que quiere hacer Pinochet en Chile» o el régimen que quería instaurar la Constitución de 1980 en Uruguay. Para este publicista comunista, el concepto era parte de una estrategia de los partidos que votaron la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (también llamada Ley de Caducidad, a secas, o Ley de Impunidad) para eludir responsabilidades. Valenti afirmaba que en todo caso se asistía a una democracia con imperfecciones, pero no tutelada, argumentando que los militares no irrumpían en la política ni daban visto bueno sobre decisiones esenciales de la vida del país.

      En agosto de 1986, las presiones militares intentaron cambiar magistrados de la Suprema Corte de Justicia, infiltrando adeptos respecto a «las contiendas de competencias», recurso que pretendía habilitar la acción de la justicia militar como único órgano que revisara los hechos sucedidos en dictadura. Problema que se solucionó con la amnistía parlamentaria a través de la Ley de Caducidad, sancionada el 22 de diciembre de 1986. Es necesario recordar que las fuerzas armadas, a través de sucesivos pactos y presiones, asentaron un régimen de carácter cívico-militar en el que aún continuaban sosteniendo cuotas importantes de poder. Cuando el curso de los acontecimientos escapaba o sobrepasaba la conducción y el control del gobierno, los militares presionaban ampliamente sobre las instituciones en diferentes ámbitos de la vida política nacional. Sancionada la Ley de Impunidad, mientras se publicaba el Informe Sambucetti,8 e iniciado el proceso de referéndum, Matilde Rodríguez Larreta (1988) sostenía: «Tenemos conciencia de altos mandos que han visitado a ministros de la Corte [Electoral] directamente, ni siquiera

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