Breve historia de la Arqueología. Brian Fagan
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La selección natural genera cambios en las propiedades de los organismos de generación en generación. Los animales muestran variaciones individuales en su apariencia y comportamiento; por ejemplo, en el tamaño corporal y en el número de crías, entre otras. Otras características son heredadas —pasan de padre a cría. Otras están influidas fuertemente por las condiciones ambientales y es menos probable que se transfieran. Los especímenes que tienen las características mejor adaptadas para la competencia por los recursos locales —lo que Darwin llamó la «lucha por la existencia»— sobreviven. La selección natural conserva cambios pequeños y beneficiosos que los miembros de diferentes especies pasan a su descendencia. Los especímenes favorecidos sobreviven y se multiplican, mientras que los inferiores mueren. Esta es selección natural aplicada a todos los animales, incluidos los humanos.
Charles Darwin puso sobre la mesa el mecanismo de la selección natural. Sin embargo, no incorporó el asunto de la evolución humana en el libro, pues temía que no se leyera con seriedad. Se limitó a comentar que su teoría podría «arrojar algo de luz» sobre el desarrollo de los humanos. Doce años pasaron antes de que publicara El origen del hombre, en el que exploraba la relación entre la selección natural y la evolución humana.
Darwin también especuló acerca del origen de los humanos en África ecuatorial, donde muchos simios aparecieron. Actualmente, sabemos que tenía razón. Su excelente investigación fue una razón convincente para el estudio antropológico de los primeros humanos. La teoría de la evolución ofreció la certeza de que los humanos habían descendido de los simios. Las respetables familias victorianas se horrorizaron. Las madres cobijaron a sus hijos contra sus faldas y cuchichearon las unas con las otras esperando que los rumores no fueran ciertos. Revistas satíricas como Punch hicieron burla del pasado común entre los humanos y los simios: una de las caricaturas que publicaron mostraba a un chimpancé con corbata negra llorando a causa de la exposición que Darwin hacía de su teoría. Los pastores predicaban sermones en contra de la evolución.
Afortunadamente, Darwin tenía aliados poderosos, entre ellos, Thomas Henry Huxley (1825-1895), uno de los biólogos más grandiosos del siglo XIX. Huxley era un hombre imponente con rasgos leoninos, cabello y barba oscuros. Gran orador público, argumentó de manera tan enérgica a favor de la teoría de la evolución y la selección natural que lo apodaron el Bulldog de Darwin. Paulatinamente, la oposición a las ideas de Darwin se disipó, con la excepción de los cristianos más comprometidos.
Nadie tenía idea de cuál era el aspecto del humano primitivo. Tres años antes de la publicación de El origen de las especies de Darwin, un grupo de picapedreros que trabajaban en el valle de Neander, cerca de Düsseldorf, Alemania, había descubierto el conjunto completo de un esqueleto en una cueva. El cráneo de aspecto primitivo y forma desmesurada tenía un hueso orbital amplísimo y robusto, muy diferente a la cabeza de rasgos suaves y redondeada de las personas modernas. Los expertos indagaron en el descubrimiento. Hermann Schaffhausen, un famoso biólogo, proclamó que los restos pertenecían a un habitante antiguo y salvaje de Europa. Por su parte, Rudolf Virchow, colega de Schaffhausen y distinguido cirujano, desestimó los huesos por considerar que pertenecían a un individuo idiota y deforme.
Sin embargo, el Bulldog de Darwin tuvo una opinión diferente. Comprendió que el cráneo de Neander había pertenecido a un humano primitivo que había vivido antes que nosotros, los humanos modernos. Hizo un estudio detallado de los restos y los comparó hueso por hueso con los huesos del esqueleto de un chimpancé. Las semejanzas entre ambos eran sorprendentes. Huxley escribió un libro sobre sus hallazgos que se convirtió en un clásico de la evolución humana. En La posición del hombre en la naturaleza (Man´s Place in Nature), publicado en 1863, Huxley declara que el cráneo de Neandertal pertenecía al humano primitivo más antiguo del que se tuviera registro y el más cercano a nuestros ancestros homínidos. Esta era la prueba de que los humanos descendían de los primates, como lo indicaba la teoría darwiniana. Todos los estudios modernos sobre los fósiles de los primeros humanos tienen su origen en este breve libro de escritura bella y clara. Huxley estaba muy influido por los descubrimientos más recientes en geología y arqueología, así como por la teoría evolutiva.
Durante la década de los 60 y 70 del siglo XIX, se encontraron más huesos de Neandertal en cuevas y otros abrigos rocosos al sudoeste de Francia. La quijada prominente, el ceño fruncido, la frente oblicua y la complexión compacta del neandertal le daban un aspecto primitivo, casi simiesco. Los dibujantes de la época se encargaron de caricaturizar a los cavernícolas y armarlos con pesados garrotes. Se necesitaba encontrar más fósiles para establecer hasta los detalles más básicos de la evolución humana.
Poco a poco comenzó a hablarse de un «eslabón perdido» entre simios y humanos, entendiendo dicho eslabón como el último ancestro humano. Muchas personas creían que Darwin estaba en lo cierto cuando afirmaba que el eslabón se encontraría en África ecuatorial. Si la mayoría de los simios había aparecido ahí, era lógico suponer que los humanos también. Sin embargo, el descubrimiento de fósiles humanos más importante después de los neandertales surgiría en otro lugar.
Eugène Dubois (1858-1940) era un médico holandés obsesionado con los orígenes humanos. Él creía que nuestros ancestros provenían del sudeste de Asia, donde muchos simios se habían encontrado. Dubois estaba tan obsesionado en encontrar una prueba de ello que buscó un empleo como oficial médico del gobierno en Java, en 1887. Durante los siguientes dos años exploró pacientemente las canteras del río Solo, cerca del pequeño pueblo de Trinil. Ahí desenterró la bóveda craneal, el fémur y el diente molar de un humano simiesco. Nombró a su descubrimiento Pithecanthropus erectus, que significa «hombre-mono erguido»; no obstante, se le conoció popularmente como el «Hombre de Java». Era, afirmó, el eslabón perdido entre simios y humanos. Hoy se le conoce como Homo erectus.
La comunidad científica europea se burló de las declaraciones de Dubois, en parte porque todos los fósiles de humanos primitivos que se habían descubierto hasta la fecha provenían de Europa. Los científicos se mofaron de él. Estaban hipnotizados por los neandertales y su «aspecto» primitivo. Dubois estaba desolado. Regresó a Europa y, se dice, escondió los fósiles debajo de su cama.
A finales del siglo XIX, para la mayoría de las personas, los neandertales se habían convertido en los cavernícolas encorvados y salvajes de las caricaturas de los periódicos. Por otra parte, los científicos se obsesionaron con el importante «descubrimiento» de Charles Dawson, abogado y buscador de fósiles, hallado en una cantera en Piltdown, al sur de Inglaterra, en 1912.
Dawson también proclamaba haber encontrado el «eslabón perdido»; sin embargo, se trataba de una falsificación realizada con una calavera medieval y una quijada de un humano de quinientos años a la que le habían añadido cuidadosamente dientes fosilizados de chimpancé y barnizado todos los huesos con una solución de hierro para darle un aspecto antiguo. Es muy probable que Dawson, desesperado por lograr el reconocimiento por parte de la comunidad científica, cometiera este indignante fraude.
Sabía que los científicos de la época creían que el desarrollo de un cerebro grande precedía a la alimentación variada de los humanos modernos. De tal manera (se sospecha), creó discretamente un fósil humano con un cráneo grande a partir de la anatomía de una persona moderna y, posteriormente, añadió