Esto es personal. Mori Taheripour
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Como siempre, dediqué la primera clase a definir objetivos, en hablar de las historias que nos contamos y en por qué son tan importantes, y luego seguiríamos adelante en la siguiente clase. No fue así. Cada vez que delineábamos y examinábamos un ejercicio y los resultados de los alumnos, preguntaba por qué fijaban sus objetivos tan bajos y volvíamos al punto de partida de la primera clase. Un alumno, por ejemplo, dijo que había fijado su meta, pero cuando empezó a negociar con su compañero le faltó la seguridad para pedir lo que quería. Es decir, en primer lugar, nunca estuvo convencido de su cifra, tal vez porque pensó que su objetivo era demasiado elevado. Tuve variantes de este tipo de conversación durante todo el semestre; estos estudiantes carecían de seguridad porque no podían cambiar su historia. Al reflexionar, pensé que entendía el motivo. La naturaleza displicente de nuestra sociedad y de nuestro mundo en general, donde la discordia es cada vez más abierta y evidente, tal como la falta exacerbada de civilización, afecta la vida diaria de todos. No podemos subestimar que el espíritu general del entorno se filtra en nuestra mente. Los sectores demográficos que sufren mayor marginación y subrepresentación, pueden interiorizar esta discordia de forma más profunda y terminan por convertirla en su historia.
Como resultado de la atmósfera en clase, invertimos la mayor parte del semestre en establecer objetivos en los que pudieran creer y así, en teoría, conseguir. La autoestima se convirtió en un tema recurrente. En la última clase del año, cuando les pedí que recordaran que “Son valiosos… tal como son”, la mitad de la clase (junto con su profesora) estaba al borde del llanto. No puedo decir que el clima político fuera el único responsable de la dificultad para establecer objetivos ambiciosos en la clase, pero sí creo que desempeñó un papel muy importante. Lo he visto a menudo en mis clases en Wharton, donde los adultos jóvenes y de alto rendimiento llevan sobre sus hombros lo que parece ser el peso y la carga del mundo. Sus historias de vida suelen ser similares: sus padres arriesgaron todo para que ellos tuvieran la oportunidad de gozar de una posición privilegiada, por lo que necesitan garantizar el éxito; o bien, como sus compañeros ya tienen la vida planeada, quieren hacer lo mismo. Con todo lo que sucede en el mundo, los temas que tocamos en mi clase adquieren nueva relevancia. No sorprende que las emociones estén a flor de piel.
Para ser claros, no es raro encontrar a gente que se siente inferior por su raza u origen étnico, pero ahora es mucho peor que antes. Las palabras importan y tienen la facilidad de llegar al núcleo de inseguridades que ha estado hirviendo a fuego lento. Tal como Wes Moore, activista y escritor afroamericano, le dijo a Oprah Winfrey: “Reina una narrativa según la cual no pertenecemos a un lugar determinado. El síndrome del impostor... esperas que alguien te toque el hombro y pregunte: ‘¿Qué haces aquí?’”. Wes contó que en cada uno de sus logros, desde que se convirtió en veterano condecorado hasta ganar la beca Rhodes, creía que no debía estar allí. Quizá los creadores de la beca Rhodes nunca pensaron que fuera posible que la recibiera un afroamericano, y ésa es una realidad que él pudo haber asimilado. Pero en vez de eso, Wes pensó que un sinnúmero de personas que jamás conocería se había partido el alma trabajando, arriesgado la vida y mantenido la esperanza por el simple hecho de su existencia. Ésta es la historia que Wes necesitaba contar. “Nunca estamos donde no pertenecemos. Debemos tener la seguridad para convencernos de que pertenecemos, y no sólo como papel tapiz”, concluyó.5
He tenido estudiantes que me han dicho que yo represento la historia que deben contarse a sí mismos porque soy una mujer morena que está al timón de la clase. Es raro escucharlo porque todavía lucho con la duda interior y me pregunto qué diablos estarán viendo. Pero también lo entiendo. Para mujeres como mi alumna Sarah Farzam, de ascendencia iraní, mexicana y judía, que creció jugando con muñecas Barbie que nunca se parecían a ella, que leía libros y veía programas con personajes que nunca se parecían a ella, ver a una mujer iraní en un puesto de poder importa. Algunos de mis alumnos me ven como una mujer morena y otros ven sólo a una mujer, eso es suficiente. Por mi parte, admiro a mujeres como Oprah, Madeleine Albright y Serena Williams. Esto no quiere decir que aspiro a ser ellas, pero verlas convertirse en las “primeras” —verlas y punto— me llena de inspiración. Si ellas pueden abrirse paso, ¿por qué no podemos todas si nos esforzamos lo suficiente? De esa manera es más fácil contarme una historia positiva. Y si pienso en esa historia con suficiente frecuencia, ejercito ese músculo de seguridad en mí misma hasta el punto de que se activa de manera automática. Como entusiasta del ejercicio, me encanta esta analogía porque llega un momento con cada rutina de entrenamiento en el que no tienes que pensar tanto en los músculos que has trabajado. En lugar de eso, comienzas a entrenar y te sigues.
La psicología positiva sugiere que cuanto más positiva sea nuestra narrativa, mejores serán los resultados.6 Sin embargo, la sabiduría en torno a la positividad se remonta mucho más allá. Según una antigua enseñanza cheroqui, un abuelo le dice a su nieto que en su interior dos lobos pelean a muerte: el que encarna todo lo malo dentro de él, como la envidia, el orgullo y el ego, en contra del que encarna todo lo bueno, como la alegría, la generosidad y la compasión. Dentro de cada persona se libra una batalla similar. Cuando el nieto pregunta: “¿Cuál ganará?”, el abuelo responde: “El que alimentes”. Es importante saber en qué elegimos enfocar nuestra energía. El lobo que elijamos alimentar tiene un enorme efecto en nuestra autoestima y capacidad para negociar con el mundo que nos rodea.
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