El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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y comenzó la operación de desvestirse arrojando su abrigo en una silla alejada. Siguieron el saco y el chaleco. Caminó por el cuarto en calcetines tomándose con nerviosa inquietud la garganta con las manos, su corpulenta figura pasaba una y otra vez frente al espejo de la puerta del ropero de su mujer. Posteriormente, después de quitarse los tirantes, recogió con violencia la persiana y apoyó la frente contra el frío del vidrio de la ventana, una frágil hoja de vidrio se interponía entre él y la inmensidad de la helada, negra, húmeda, turbia e inhospitalaria acumulación de ladrillos, tejas y piedras, elementos de por sí desagradables y hostiles para el hombre.

      El señor Verloc sintió la enemistad latente de todo en el mundo exterior con una intensidad cercana a la auténtica angustia física. No existe ocupación que frustre de forma más completa a un hombre que la de agente secreto de la policía. Es como si de pronto el caballo cayera muerto bajo tus piernas, en medio de una llanura deshabitada y árida. Al señor Verloc se le ocurrió la comparación porque en algún momento había montado unos cuantos caballos del ejército y ahora tenía la sensación de una inminente caída. El panorama se presentaba tan negro como el vidrio de la ventana contra el que tenía apoyada la frente. Y de pronto el rostro del señor Vladimir, afeitado y sarcástico, surgió rodeado por el halo resplandeciente de su piel rojiza, como una especie de luz roja suspendida en la ominosa oscuridad.

      Esa luminosa y mutilada visión fue tan horrenda físicamente para el señor Verloc que se apartó de la ventana cerrando con un gran estrépito la persiana. Sintiéndose enfermo y sin poder articular palabra por el temor de nuevas visiones como ésa, vio que su mujer volvía a entrar en la habitación y se metía bajo las cobijas con tanta tranquilidad y naturalidad, que se sintió irremediablemente solo en el mundo y sin esperanza. La señora Verloc manifestó su sorpresa al verlo levantado todavía.

      —No me siento muy bien —murmuró él, pasando sus manos por la frente húmeda.

      —¿Estás mareado?

      —Sí. No estoy nada bien.

      La señora Verloc, con la tranquilidad de una esposa experta, expresó su confiada opinión sobre la causa de aquella condición y sugirió los remedios usuales; pero su marido, clavado a la mitad de la habitación, movió con tristeza la cabeza gacha.

      —Te vas a resfriar parado ahí —observó ella.

      El señor Verloc hizo un esfuerzo, acabó de desvestirse y se metió en la cama. Abajo, en la quieta y angosta calle, unos pasos uniformes se acercaron a la casa y luego fueron muriendo, firmes y acompasados, como si el transeúnte hubiera comenzado a medir con ellos la eternidad, de farol en farol, en una noche sin fin; y el somnoliento tic tac del viejo reloj del rellano de la escalera se hizo nítido y audible en la habitación.

      La señora Verloc, acostada de espaldas y mirando fijamente el techo, comentó:

      —Hoy hubo poca venta.

      El señor Verloc, en la misma posición, se aclaró la garganta como si fuera a formular una importante declaración, pero sólo preguntó:

      —¿Cerraste el gas abajo?

      —Sí —contestó la señora Verloc, con tono sereno—. El pobre chico está muy intranquilo esta noche —murmuró después de una pausa que se prolongó por tres tictacs del reloj.

      Al señor Verloc le importaba un comino la excitación de Stevie, pero se sentía terriblemente desvelado, y lleno de miedo ante la oscuridad y el silencio que sobrevendrían al apagarse la lámpara. Ese temor lo llevó a observar que Stevie había desatendido su indicación de ir a la cama. La señora Verloc, que cayó en la trampa, empezó a argumentar ampliamente a su marido que no se trataba de ninguna “desobediencia”, sino de simple “excitación”. No existía en todo Londres un solo muchacho de esa edad con más disposición y docilidad que Stevie, afirmó; ninguno más afectuoso y presto a complacer, e incluso útil, siempre que la gente no le trastornara la pobre cabeza. La señora Verloc, ansiosa de que su esposo considerara a Stevie como un miembro útil de la familia, se volvió hacia su marido que estaba recostado en la almohada, se apoyó en un codo y se inclinó sobre él. Esa ardorosa compasión protectora, morbosamente exaltada en su niñez frente al sufrimiento de otro niño, tiñó sus pálidas mejillas con sutil y oscuro rubor e hizo brillar sus grandes ojos bajo los oscuros párpados. La señora Verloc parecía en ese momento más joven: tan joven como aquella Winnie, e incluso más animada de lo que la Winnie de la época en la casa de Belgravia se hubiera permitido frente a los caballeros que ahí se hospedaban. Las preocupaciones del señor Verloc habían impedido que éste entendiera totalmente el sentido a las palabras de su esposa. Era como si la voz de ella viniera desde el otro lado de un muro muy grueso. Fue su semblante lo que hizo que el señor Verloc se recobrara.

      Apreciaba a esa mujer, y ese aprecio, estimulado por algo que se parecía a la emoción, sólo agregó otra angustia a sus preocupaciones. Cuando la voz se silenció, él se movió inquieto y le dijo:

      —Hace algún tiempo no me he sentido bien.

      Tal vez lo había dicho como introducción a una larga confidencia; pero la señora Verloc dejó caer su cabeza en la almohada, y mirando hacia acriba prosiguió:

      —Ese muchacho escucha muchas de las cosas que se hablan en esta casa. Si hubiera sabido que ellos vendrían esta noche, me hubiera encargado de mandarlo a la cama al mismo tiempo que yo. Estaba como loco por algo que había escuchado sobre comer la carne humana y beber su sangre. ¿Qué sentido tiene hablar sobre esas cosas?

      Había en su voz un tono de indignado desprecio. El señor Verloc ahora estaba sumamente interesado.

      —Pregúntaselo a Karl Yundt —gruñó con dureza.

      Con gran decisión, la señora Verloc llamó a Karl Yundt “un viejo despreciable”. Declaró en forma abierta su simpatía por Michaelis. Del robusto Ossipon, en cuya presencia siempre se sentía incómoda y tenía que aparentar tras una actitud de imperturbable reserva, no dijo nada. Continuó hablando sobre su hermano que por tantos años había sido objeto de cuidado y temores, dijo:

      —No es bueno para él escuchar lo que se dice aquí. Cree que todo es verdad. No tiene madurez. Se obsesiona con lo que oye.

      El señor Verloc se mantenía en silencio.

      —Cuando bajé me miró con rostro serio, como sino supiera quien era yo. Su corazón golpeaba como un martillo. Él no puede evitar ser excitable. Desperté a mi madre y le pedí que se quedara con él hasta que se durmiera. No es su culpa. No da problemas cuando lo dejan en paz.

      El señor Verloc no hizo comentario alguno.

      —Ojalá nunca hubiera ido a la escuela —dijo la señora Verloc, que empezó bruscamente a hablar de nuevo—. Siempre saca esos periódicos que están en el aparador para leerlos. Su rostro se enrojece por la concentración que pone cuando los examina. En todo un mes no llegamos a vender ni una docena de ejemplares. Sólo ocupan lugar en el aparador. Y el señor Ossipon todas las semanas trae una pila de esos panfletos del F. P. para venderlos a medio penique cada uno. Yo no le daría ni medio penique por toda la pila. Es una tontería, eso es lo que es. Y no se venden. El otro día Stevie tomó uno que traía la historia de un oficial del ejército alemán que casi le arranca media oreja a un recluta y no le hicieron nada por eso. ¡El muy bruto! No supe qué hacer con Stevie esa tarde. Es que esa historia era como para hacerle hervir la sangre a uno. Pero ¿qué sentido tiene publicar cosas así? Gracias a Dios aquí no somos

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