El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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hasta afuera a sus huéspedes, con la cabeza descubierta, el pesado abrigo colgando desabotonado, los ojos fijos en el suelo.

      Cerró la puerta detrás de ellos con violencia contenida, dio una vuelta a la llave y corrió el cerrojo. No estaba satisfecho con sus amigos. A la luz de la filosofía lanzabombas del señor Vladimir, ellos le parecieron unos absolutos inútiles. El papel que tenía en la política revolucionaria había sido tan sólo el de observador, de modo que no podía asumir de inmediato, ni en su casa ni en asambleas numerosas, la iniciativa de la acción. Tenía que ser cauto. Movido por la justa indignación de un hombre que ya ha sobrepasado los cuarenta, amenazado en lo que le es más amado —su tranquilidad y seguridad—, se preguntó con desdén qué más podía haber esperado de semejantes tipos como ese Karl Yundt, ese Michaelis... ese Ossipon.

      Se detuvo en el ademán de apagar la lámpara de gas que ardía en medio de la tienda y descendió a los abismos de las reflexiones morales. Pronunció su veredicto con la intuición de un temperamento afín. Un montón de haraganes. El tal Karl Yundt, mantenido por una vieja legañosa, a la que años atrás había robado del lado de un amigo y luego, más de una vez, había tratado de echar a la calle. Fue una suerte extraordinaria para Yundt que ella volviese una y otra vez ya que, de lo contrario, ahora no tendría a nadie que lo ayudara a bajar del autobús junto a la reja de Green Park, donde cada mañana de sol ese espectro realizaba su saludable caminata. Cuando aquella indomable y rezongona bruja muriese, el presuntuoso espectro también se desvanecería: ése sería el final del fiero Karl Yundt.

      La moralidad del señor Verloc también se sentía ofendida por el optimismo de Michaelis, unido a una acaudalada anciana, quien recién había tomado la costumbre de enviarlo a una casita que tenía en el campo. El ex presidiario podía pasearse por los senderos sombríos durante muchos días, en medio de una deliciosa y humanitaria ociosidad. En cuanto a Ossipon, estaba seguro que ese pordiosero no pasaría necesidades mientras hubiera en el mundo jóvenes tontas con ahorros en el banco. El señor Verloc —idéntico a sus socios en temperamento—, establecía en su mente sutiles diferencias basadas en insignificantes diferencias. Y las establecía con cierta complacencia, porque la tendencia a una la respetabilidad convencional —sólo superada por su desagrado ante toda clase de trabajo obligatorio— era fuerte entre ellos: un defecto temperamental que él compartía con una gran cantidad de revolucionarios de cierta posición social. Pues era evidente que nadie se revela contra las ventajas y oportunidades que esa situación proporciona, sino contra el precio que por ellas haya que pagar en moneda de integridad común, autorrepresión y trabajo. La mayoría de los revolucionarios son enemigos de la disciplina y la fatiga. Hay también temperamentos para cuyo sentido de la justicia el precio exigido resulta monstruosamente enorme, odioso, opresivo, hiriente, humillante, preocupante, intolerable. Éstos son los fanáticos. El resto de los rebeldes sociales se conduce por la vanidad, madre de todas las ilusiones, nobles y viles, compañera de poetas, reformadores, charlatanes, profetas e incendiarios.

      Perdido durante todo un minuto en el abismo de la meditación, el señor Verloc no profundizó en esas reflexiones abstractas. Tal vez no era capaz de ello. En todo caso, no tenía tiempo. Lo regresó penosamente a la realidad el repentino recuerdo del señor Vladimir, otro de sus socios, al que en virtud de sutiles afinidades morales era capaz de juzgar en forma correcta. Lo consideraba peligroso. Una sombra de envidia se infiltró hasta sus pensamientos. Holgazanear estaba muy bien para esos tipos, que no conocían al señor Vladimir y tenían mujeres que los mantenían; en cambio, él tenía una mujer por la cual preocuparse...

      En este punto, por una simple asociación de ideas, el señor Verloc se colocó sin remedio ante la necesidad de ir a la cama en algún momento de esa noche. Entonces ¿por qué no hacerlo ahora... mismo? Suspiró. La necesidad no le era tan grata como tendría que haber sido para un hombre de su edad y carácter. Lo asustaba el demonio del insomnio que —así lo sentía— lo había hecho su víctima. Levantó el brazo y apagó la lámpara de gas que brillaba encima de su cabeza.

      Una brillante línea de luz atravesó la puerta de la sala e iluminó el área que estaba atrás del mostrador. Esto permitió al señor Verloc calcular de una mirada cuántas monedas de plata había en la gaveta. Sólo eran unas cuantas; por primera vez desde que había abierto la tienda, hizo un balance comercial de su valor. El balance fue desfavorable. No se había metido al negocio por razones comerciales. El motivo que lo había llevado a escoger aquel peculiar tipo de actividad había sido una tendencia instintiva por las transacciones oscuras, en las que se obtiene dinero con facilidad. Además, eso no lo alejaba de su propia esfera, la que es vigilada por la policía. Por el contrario, su tienda le otorgaba una posición aceptada públicamente en esa esfera, y como el señor Verloc tenía relaciones inconfesadas que lo habían familiarizado con esa policía, su situación le daba claras ventajas. Pero como forma de sustento, la tienda por sí misma era insuficiente.

      Sacó de la gaveta la caja del dinero y al volverse para dejar la tienda se dio cuenta de que Stevie todavía estaba abajo.

      “¿Qué diablos está haciendo aquí?”, se preguntó el señor Verloc. “¿A qué se debe esta travesura?” Miró confuso a su cuñado, pero no le pidió explicaciones. La relación del señor Verloc con Stevie se limitaba a un ocasional “mis botas” refunfuñado después del desayuno, e incluso eso era, más que una orden o petición directa, la indicación genérica de una necesidad. Con cierta sorpresa, el señor Verloc comprendió que, en rigor, no sabía realmente qué decirle a Stevie. Se quedó parado en medio de la sala, mirando en silencio hacia la cocina. Ni siquiera supo qué podía pasar si dijera algo. Y eso le pareció muy raro al señor Verloc considerando el hecho —que de pronto le vino a la cabeza— de que él también tenía que mantener a ese sujeto. Nunca, hasta entonces, había pensado ni por un momento en ese aspecto de la existencia de Stevie.

      Efectivamente, no sabía cómo hablarle al muchacho. Lo observó gesticular y murmurar en la cocina. Stevie daba vueltas alrededor de la mesa como un animal excitado en su jaula. Como un tentativo: “¿No sería mejor que te fueras a la cama ahora?” no produjo efecto alguno, el señor Verloc abandonó la absorta contemplación de la conducta de su cuñado y cruzó lleno de hastío la sala, con la caja del dinero en la mano. Ya que la causa de la languidez generalizada que sentía al subir las escaleras era puramente mental, se alarmó por su carácter inexplicable. Esperaba no estar enfermándose. Se detuvo en el oscuro rellano para examinar sus sensaciones. Pero el débil y continuo sonido de un ronquido que llenaba la oscuridad interfería con el discernimiento. El sonido provenía del cuarto de su suegra. “Otra más para mantener”, pensó; y con ese pensamiento entró en su habitación.

      La señora Verloc se había quedado dormida con el quinqué encendido al máximo sobre la mesita de noche (en el piso superior no había instalación de gas). La brillante luz atravesaba la pantalla transparente y caía sobre la almohada blanca, hundida por el peso de su cabeza, que descansaba con los ojos cerrados y el pelo oscuro recogido para la noche en varias trenzas. La mujer se despertó por el sonido de su nombre en los oídos y vio a su marido inclinado sobre ella.

      —¡Winnie, Winnie!

      Al principio permaneció muy tranquila, sin lograr despertarse del todo, mirando la caja que el señor Verloc traía en las manos. Pero cuando comprendió que su hermano estaba abajo “dando vueltas alrededor de la mesa”, se sentó en el borde de la cama con un rápido movimiento. Sus pies descalzos se asomaban por la parte inferior de un saco de algodón con mangas y sin adornos, abotonado firmemente en el cuello y las muñecas, y tantearon sobre la alfombra buscando las pantunflas, mientras ella observaba la cara de su marido.

      —No sé cómo tratarlo —explicó malhumorado el señor Verloc—. No es conveniente dejarlo solo abajo con las luces encendidas.

      Ella,

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