El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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de imaginación. Le ciega una vanidad idiota. Lo que le hace falta ahora mismo es un buen sobresalto. Está en el momento psicológico para poner a sus amigos a trabajar. Si lo he hecho llamar ha sido para exponerle mi idea.

      Y el señor Vladimir expuso su idea con superioridad, con desdén y condescendencia, exhibiendo al mismo tiempo un caudal de ignorancia en cuanto a los verdaderos propósitos, pensamientos y métodos revolucionarios, que llenó al señor Verloc de íntima consternación. Confundía las causas con los efectos más allá de lo excusable; a los más distinguidos propagandistas con los impulsivos portadores de bombas; imaginaba una organización allí donde por la naturaleza de las cosas no podía existir; de pronto hablaba del partido social revolucionario como de un ejército perfectamente disciplinado, en el que la palabra de los jefes era decisiva, y en otro momento como si hubiera sido la más laxa de las asociaciones de temerarios bandoleros que jamás acampara en un paso de montaña. En una ocasión, el señor Verloc abrió la boca para protestar, pero fue disuadido por una blanca mano grande y bien formada alzada ante él. Muy pronto estuvo demasiado abrumado incluso para protestar. Escuchaba con la inmovilidad del sobrecogimiento, que pasaba por la de una profunda atención.

      —Una serie de atentados —continuó el señor Vladimir calmosamente— ejecutados aquí en este país. No nada más planeados aquí: eso no serviría, no les importaría. Sus amigos podrían pegar fuego a medio Continente sin mover a la opinión pública de aquí a favor de una legislación represiva universal. Aquí nadie mira fuera de su patio trasero.

      El señor Verloc carraspeó, pero le falló el ánimo y no dijo nada.

      —Esos atentados no tienen por qué ser cruentos —prosiguió el señor Vladimir, como si diera una conferencia científica—, pero han de ser bastante alarmantes... eficaces. Que sean contra edificios, por ejemplo. ¿Cuál es el fetiche de moda reconocido por toda la burguesía? ¿Eh, señor Verloc?

      El señor Verloc mostró las manos abiertas y se encogió ligeramente de hombros.

      —Es usted demasiado indolente para pensar —fue el comentario del señor Vladimir ante aquel gesto—. Preste atención a lo que le digo. El fetiche actual no es ni la realeza ni la religión. En consecuencia, palacio e iglesia deben dejarse en paz. ¿Comprende lo que le digo, señor Verloc?

      La consternación y el desprecio del señor Verloc hallaron cauce en un intento de frivolidad.

      —Perfectamente. Pero ¿qué hay de las embajadas? Una serie de ataques a varias embajadas —empezó diciendo; pero no pudo soportar la mirada fría y vigilante del Primer Secretario.

      —Veo que puede usted ser gracioso —observó este último, sin darle importancia—. Eso está muy bien. Puede dar vivacidad a su oratoria en los congresos socialistas. Pero esta habitación no es el lugar adecuado. Sería mucho más seguro para usted seguir con atención lo que le estoy diciendo. Como lo que se le pide son hechos en lugar de patrañas, le conviene tratar de sacar provecho de lo que me estoy tomando el trabajo de explicarle. El fetiche sacrosanto es hoy en día la ciencia. ¿Por qué no consigue que algunos de sus amigos arremetan contra ese mascarón de proa, eh? ¿No forma parte de esas instituciones que hay que barrer para que el F. P. prospere?

      El señor Verloc no dijo nada. Tenía miedo de abrir los labios por si se le escapaba un gemido.

      —Eso es lo que deberían intentar. Un atentado contra una testa coronada o un presidente es bastante sensacional en cierto modo, pero no tanto como solía. Ha ingresado en la concepción general de la existencia de todos los jefes de Estado. Resulta casi convencional, sobre todo dado que tantos presidentes han sido asesinados. Ahora bien: supongamos un atentado contra, digamos, una iglesia. Bastante horrible a primera vista, sin duda, y sin embargo no lo bastante eficaz como una persona de mente corriente podría pensar. Por revolucionario y anarquista que sea en principio, habría suficientes tontos como para dar a un atentado de esa naturaleza el carácter de una manifestación religiosa. Y eso en detrimento del particular significado de alarma que pretendemos darle al acto. Un intento de asesinato en un restaurante o un teatro podría igualmente sugerir una pasión no política; la exasperación de un sujeto hambriento, un acto de venganza social. Todo eso está gastado; ya no resulta instructivo, como lección objetiva, en el anarquismo revolucionario. Todo periódico cuenta con frases hechas para dar a tales manifestaciones una explicación convincente. Me dispongo a explicarle la filosofía del atentado con bomba desde mi punto de vista; desde el punto de vista al que usted pretende haber estado sirviendo los últimos once años. Intentaré hacerme entender. La sensibilidad de la clase a la que ustedes atacan se debilita pronto. La propiedad les parece una cosa indestructible. No se puede contar por mucho tiempo con sus emociones, sean de lástima o de miedo. Para que un atentado con bomba tenga en la actualidad cierta influencia sobre la opinión pública, debe ir más allá de la intención de venganza o de acto terrorista. Debe ser puramente destructivo. Debe ser eso, y sólo eso, ajeno a la más leve sugerencia de todo otro motivo. Ustedes los anarquistas deben dejar claro que están cien por ciento resueltos a barrer en su totalidad la estructura social. Pero ¿cómo lograr que esa idea tan absurda penetre en la cabeza de la clase media de tal manera que no haya confusión posible? Ésa es la cuestión. Dirigiendo los golpes a algo ajeno a las pasiones corrientes de la humanidad: ésa es la respuesta. Está, naturalmente, el arte. Una bomba en la National Gallery provocaría cierto ruido. Pero no sería lo bastante grave. El arte no ha sido nunca para ellos una obsesión. Sería como romperle a un hombre algunas ventanas traseras de su casa, cuando para ponerlo realmente en vilo habría que intentar cuando menos volarle el techo. Por supuesto que habría un cierto escándalo, pero ¿por parte de quién? De los artistas, los críticos de arte y semejantes, gente que apenas cuenta. A nadie le importa lo que digan. En cambio, está el saber, la ciencia. Cualquier imbécil que cuente con ingresos cree en ella. Ignora por qué, pero cree que importa de algún modo. Es el fetiche sacrosanto. Todos los malditos profesores son en su fuero íntimo radicales. Hagan que se enteren de que también su gran figurón ha de irse para dejar sitio al Futuro del Proletariado. Un clamor por parte de todos esos idiotas intelectuales ayudará seguramente al progreso de los trabajos del Congreso de Milán. Escribirán a los periódicos. Su indignación estará por encima de toda sospecha, al no haber intereses materiales en juego, y el atentado hará que se agiten todos los egoísmos de la clase a la que se debe asustar. Ellos creen que, de un modo misterioso, la ciencia está en el origen de su prosperidad material. Lo creen. Y la absurda ferocidad de una demostración semejante los afectará más hondo que el arrasamiento de una calle —o un teatro— colmada de los suyos. Ante tal cosa siempre pueden decir: “¡Oh!, se trata de simple odio de clase.” Pero ¿qué cabe decir frente a un acto de ferocidad destructiva tan absurdo que resulta incomprensible, inexplicable, punto menos que impensable, en realidad, demencial? Sólo la locura es verdaderamente aterradora, en cuanto que no se la puede aplacar con la amenaza, la persuasión, el soborno. Por otra parte, yo soy un hombre civilizado. Jamás soñaría con encomendarle la organización de una carnicería, incluso si esperase sacar el mejor partido de ello. Tampoco esperaría de una carnicería el resultado que deseo. El crimen está siempre con nosotros. Es casi una institución. La demostración debe ser contra el saber, contra la ciencia. Pero cualquier ciencia no servirá. El ataque debe poseer toda la chocante insensatez de la blasfemia gratuita. Puesto que las bombas son su medio de expresión, sería bastante elocuente poder arrojarle una a la matemática pura. Pero eso es imposible. Intentando educarlo, le he expuesto la filosofía superior de su utilidad y le he sugerido algunos argumentos aprovechables. La aplicación práctica de mi enseñanza le interesa principalmente a usted. Pero desde el momento en que convine en entrevistarlo he dedicado también cierta atención al aspecto práctico del asunto. ¿Qué le parece si hace una prueba con la astronomía?

      Ya hacía un rato que la inmovilidad del señor Verloc junto al sillón se parecía a la postración de un estado de coma,

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