El agente secreto. Джозеф Конрад
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Terminó de servir los platos. La mesa estaba puesta en el salón. Fue hasta el pie de la escalera y gritó:
—¡Madre! —después, abriendo la puerta acristalada que conducía a la tienda—... iAdolf! —El señor Verloc no había cambiado de postura; al parecer había estado hora y media sin mover siquiera un poco un solo miembro. Se levantó pesadamente y fue a cenar con el abrigo y el sombrero puestos, sin pronunciar palabra. Su silencio en sí no tenía nada de insólito en aquella casa, oculta en las sombras de una sórdida calle, rara vez visitada por el sol, en el cuarto trasero de aquella tienda mal iluminada, con un deleznable tipo de mercancía. Pero aquel día el talante taciturno del señor Verloc era tan evidentemente pensativo que impresionó a las dos mujeres. Ellas mismas permanecieron calladas, con un ojo vigilante sobre el pobre Stevie, no fuera que a éste le viniese uno de sus accesos de locuacidad. Enfrentado al señor Verloc al otro lado de la mesa, el muchacho se mantuvo muy compuesto y callado, con la mirada perdida. La tarea de evitar que mereciese cualquier tipo de objeciones por parte del amo de la casa no dejaba de causar considerable ansiedad en la vida de aquellas dos mujeres. “El chico”, como quedamente lo llamaban entre ellas, había sido una fuente de esa clase de ansiedad casi desde el propio día de su nacimiento. La humillación del difunto tabernero por tener por hijo a tan peculiar criatura se manifestaba por una propensión a tratarlo de forma brutal; porque él era una persona delicadamente sensible, y su mortificación como hombre y como padre era genuina. Más adelante hubo que impedir que Stevie resultara una molestia para los caballeros inquilinos que constituyen también ellos una curiosa especie y se enojan con facilidad. Y estaba siempre presente el temor por su mera existencia. Las visiones de la enfermería de un hospicio para su hijo siempre habían atormentado a la anciana en el sótano de los desayunos de la deteriorada casa de Belgravia. Solía decirle a su hija: “Si tú no hubieras dado con un esposo tan bueno, querida, no sé qué hubiera sido de ese pobre chico.”
El señor Verloc prestaba tanta atención a Stevie como la que un hombre no especialmente amante de los animales puede prestar al gato mimado de su esposa; esa atención, benevolente y superficial, era en esencia de la misma índole. Ambas mujeres admitían en su fuero íntimo que no cabía esperar de manera razonable mucho más. Alcanzaba para que el señor Verloc se ganase la reverente gratitud de la anciana. Al principio, con el escepticismo propio de las tribulaciones de una vida sin amigos, ella solía preguntar ansiosamente de vez en cuando: “¿No crees, querida, que el señor Verloc se está cansando de ver a Stevie a su alrededor?” A lo cual Winnie solía responder con una leve sacudida de cabeza hacia atrás. Una vez, sin embargo, replicó, con una vivacidad bastante ruda: “Primero tendrá que cansarse de mí.” A lo que siguió un largo silencio. La madre, con los pies en alto apoyados en un taburete, parecía estar tratando de llegar al fondo de aquella respuesta, cuya femenina profundidad la dejaba perpleja. Ella nunca había entendido en realidad porqué Winnie se había casado con el señor Verloc. Había sido muy sensato de su parte, y evidentemente había sido para bien, pero habría sido natural que la muchacha tuviese esperanzas de encontrar a alguien de una edad más adecuada. Había habido un joven formal, hijo único del carnicero de la calle adyacente, que ayudaba a su padre en el negocio y con quien Winnie había estado saliendo con visible complacencia.
Es verdad que él dependía de su padre; pero el negocio era bueno y las perspectivas del muchacho excelentes. Había llevado a su niña al teatro varias noches. Y entonces, precisamente cuando empezaba a temer que le dijeran que se comprometían (pues ¿qué podría haber hecho ella sola con aquella gran casa, con Stevie a su cargo?), el romance tuvo un final brusco, y Winnie anduvo aparentemente muy desanimada. Pero con la providencial aparición del señor Verloc que ocupaba el dormitorio de frente en la primera planta, la cuestión del joven carnicero se extinguió. Aquello fue claramente providencial.
Capítulo III
—... Cualquier idealización arruina la vida. Ennoblecerla es quitarle su carácter de complejidad: es destruirla. Deja eso a los moralistas, muchacho. La historia la hacen los hombres, pero no en su cabeza. Las ideas que nacen en su mente desempeñan un papel insignificante en el desarrollo de los eventos. La historia está sometida y determinada por la herramienta y la producción. El capitalismo ha creado al socialismo, y las leyes creadas por el capitalista para proteger la propiedad son el origen del anarquismo. Nadie puede afirmar qué aspecto tomará en el futuro la estructura social. Luego, ¿para qué incurrir en fantasías proféticas? En el mejor de los casos sólo pueden interpretar la mente del profeta y no pueden tener ningún valor objetivo. Deja ese pasatiempo para los moralistas, muchacho.
Michaelis, el apóstol en libertad condicional, que estaba hablando en un tono uniforme, resoplaba al hablar, con una voz como sofocada y oprimida por la capa de grasa del pecho. Había salido de una prisión sumamente higiénica redondo como un tonel, con el estómago enorme y la piel de las abotagadas mejillas pálida y semitransparente, como si durante quince años los servidores de una sociedad indignada se hubieran empeñado en engordarlo a propósito en un sótano húmedo y sin luz. Y desde entonces no había conseguido nunca bajar de peso ni siquiera una onza.
Se decía que una anciana dama muy rica lo había enviado tres temporadas seguidas a curarse en Marienbad, donde una vez estuvo a punto de compartir la atención pública con una cabeza coronada, aunque en esa ocasión la policía le ordenó que se fuese, con un plazo de doce horas. Su martirio prosiguió con la prohibición absoluta de acceder a las aguas curativas. Pero ahora estaba resignado.
Con el codo —que no presentaba la menor apariencia de ser una articulación, sino más bien el doblez del brazo de algún muñeco— puesto con descuido sobre el respaldo de una silla, se inclinó un poco hacia adelante para escupir en el fuego por encima de sus cortos y enormes muslos.
—¡Sí! Tuve tiempo de reflexionar un poco —añadió—. La sociedad me ha brindado tiempo en abundancia para meditar.
Al otro lado de la chimenea, en el sillón relleno de crin que la madre de la señora Verloc tenía generalmente el privilegio de ocupar, Karl Yundt emitió, con la leve mueca negra de una boca desdentada, una risita amarga. El terrorista, como se llamaba a sí mismo, estaba viejo y calvo, y una angosta barba de chivo, blanca como la nieve, le colgaba fláccidamente del mentón. Una extraordinaria expresión de solapada malevolencia sobrevivía en sus ojos apagados. Cuando con dificultad se puso de pie, el ademán de adelantar su vacilante mano esquelética, deformada por hinchazones gotosas, evocó el esfuerzo de un moribundo que reúne todas sus restantes fuerzas para asestar una puñalada final. Se apoyó en un grueso bastón, que tembló bajo su otra mano.
—Siempre he soñado —voceó furibundo— con un grupo de hombres absolutamente resueltos a prescindir de todo escrúpulo en la elección de los medios, lo suficientemente fuertes como para darse a sí mismos el nombre de destructores, y libres de la mácula de ese resignado pesimismo que corrompe al mundo. Ninguna piedad por nada en la tierra, incluidos ellos mismos, y la muerte alistada para siempre al servicio de la humanidad: eso es lo que me habría gustado ver.
Un temblor de su pequeña cabeza calva impartió una cómica vibración a la blanca barba de chivo. Su elocución habría resultado casi por completo ininteligible para un extranjero. Su exhausta pasión, semejante en su impotente fiereza a la exaltación de un sensualista senil, estaba pobremente servida por una garganta seca y unas encías desdentadas que parecían trabarle la punta de la lengua. El señor Verloc, acomodado en un rincón del sofá al otro extremo de la habitación, emitió dos enérgicos gruñidos de asentimiento.
El viejo terrorista hizo girar lentamente