El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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Ahí tienen usted y su putrefacto pesimismo —dijo colérico dirigiéndose a Michaelis, quien descruzó sus gruesas piernas que parecían almohadas cameras, y deslizó con brusquedad los pies bajo la silla en un gesto exasperado.

      ¡Pesimista él! ¡Ridículo! Gritó que aquella acusación era insultante. Tan lejos estaba él del pesimismo, que veía ya el advenimiento del fin de la propiedad privada como algo lógico, inevitable, por simple evolución de su ínsita perversidad. Los dueños de la propiedad tenían que enfrentarse no sólo con el proletariado consciente, sino que también tenían que luchar entre ellos. Sí. La lucha, el conflicto, era la condición de existencia de la propiedad privada. Era fatal. ¡Ah!, para mantener vivas sus creencias, él no dependía de una exaltación emocional, ni de discursos, ni de la indignación, ni de visiones con ondeantes banderas rojo sangre, ni de metafóricos y deslumbrantes soles de venganza alzándose sobre el horizonte de una sociedad condenada. ¡Él no! La fría razón, se jactaba, era la base de su optimismo. Sí, optimismo...

      Su trabajoso resuello se interrumpió, y luego, tras un par de jadeos, Michaelis añadió:

      —¿No le parece que, si no fuera optimista como soy, en quince años podría haber encontrado el modo de cortarme la garganta? Y en último caso, siempre estaban las paredes de mi celda para romperme el cráneo contra ellas.

      Lo exiguo del aliento privaba a su voz de todo el fuego, de cualquier entusiasmo; las amplias y pálidas mejillas le colgaban como sacos rellenos, inmóviles, sin un temblor; pero en sus ojos azules, entrecerrados como si escrutase el horizonte, lucía la misma mirada de confiada astucia, un tanto insensata en su persistencia, que debían mostrar mientras el indomable optimista meditaba sentado por la noche en su celda. Karl Yundt permanecía de pie ante él, con un ala de su descolorida cogotera verduzca descuidadamente echada sobre el hombro. Sentado delante de la chimenea, el camarada Ossipon, ex estudiante de medicina, principal redactor de los folletos del F. P., extendía las robustas piernas manteniendo las suelas de las botas hacia las ascuas en la rejilla. Una mata de ondulado cabello amarillo coronaba su rostro colorado y pecoso, con la nariz achatada y la boca prominente vaciada en un molde basto típicamente de negro. Sus ojos almendrados miraban con languidez de soslayo por encima de los altos pómulos. Vestía una camisa gris de franela, con los extremos de una desanudada corbata de seda negra colgando encima de la pechera abotonada de su chaqueta de sarga; y con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, la garganta expuesta por completo, se llevaba a los labios el cigarrillo metido en una larga boquilla de madera, lanzando bocanadas de humo directamente hacia el techo.

      Michaelis prosiguió exponiendo su idea —la idea, en su soledad de recluso—, una línea de pensamiento gestada en el cautiverio y posibilitada por éste, desarrollada a la manera de una fe fundada en visiones reveladas. Hablaba consigo mismo, indiferente a la simpatía o la hostilidad de sus oyentes, indiferente en realidad a su presencia, debido a la costumbre adquirida de pensar en voz alta y con esperanza en la soledad de las cuatro paredes encaladas de su celda, en el silencio sepulcral de aquella gran mole de una sola pieza de ladrillo próxima a un río, siniestra y fea como una morgue colosal para los sofocados socialmente.

      Él no servía para discutir, no porque una posible multiplicidad de argumentos fuera a conmover su fe, sino porque el mero hecho de oír otra voz lo desconcertaba de manera dolorosa y ponía en desorden sus ideas, aquellos pensamientos que durante tantos años —en una soledad intelectual más yerma que un desierto reseco— ninguna voz había combatido, comentado o aprobado.

      Nadie lo interrumpía ahora, y volvió a hacer profesión de su fe, que lo dominaba de un modo irresistible y total, como un acto de gracia: el secreto del destino descubierto en el aspecto material de la existencia; la situación económica mundial que explicaba el pasado y modelaba el futuro; origen de todas las ideas, guía del desarrollo mental de la humanidad y hasta de sus propios impulsos pasionales...

      Una risotada del camarada Ossipon cortó en seco la perorata, con una súbita vacilación de la lengua y una azorada perplejidad en los ojos discretamente exaltados del apóstol, que los cerró despacio por un momento, como para restaurar el orden en sus pensamientos. Se hizo un silencio; pero entre los dos mecheros a gas de la pared encima de la mesa y las ascuas resplandecientes en la chimenea, la pequeña sala trasera de la tienda del señor Verloc se había calentado en exceso. El señor Verloc, levantándose del sofá bastante contrariado, abrió la puerta que daba a la cocina para ventilar la habitación, con lo cual dejó al descubierto al inocente Stevie, sentado, muy juicioso y callado, a una mesa de pino, dibujando círculos y más círculos; innumerables círculos, concéntricos, excéntricos; un chispeante remolino de círculos que, por la enmarañada multiplicidad de las reiteradas curvas, la uniformidad formal y la confusión de intersecciones de las líneas, sugería una representación del caos cósmico, el simbolismo de un arte demencial que pretendiese expresar lo inconcebible. El artista no volvió en ningún momento la cabeza; y aplicado con toda el alma a su tarea, le temblaba la espalda, y su delgado cuello, hundido en una profunda oquedad en la base del cráneo; parecía a punto de quebrarse.

      El señor Verloc, tras un gruñido de sorpresa, retomó el sofá. Alexander Ossipon, a quien el techo bajo hizo parecer más alto con su raído traje azul de sarga, se puso de pie, estiró sus miembros entumecidos por una prolongada inmovilidad y se encaminó con lentitud hacia la cocina (dos escalones más abajo) a ver por encima del hombro de Stevie. Al regresar dijo, en tono magistral:

      —Muy bueno. Muy característico, perfectamente típico.

      —¿Qué es lo muy bueno? —gruñó inquisitivamente el señor Verloc, instalado de nuevo en el extremo del sofá. El otro se explicó como al descuido, con un toque de condescendencia e indicando la cocina con un movimiento de la cabeza:

      —Típico de esa forma de degeneración... me refiero a los dibujos.

      —Usted llamaría degenerado a ese muchacho, ¿verdad? —masculló el señor Verloc.

      El camarada Alexander Ossipon —alias El Doctor, ex estudiante de medicina, sin título; posteriormente orador itinerante en asociaciones obreras sobre los aspectos socialistas de la higiene; autor de un conocido estudio cuasimédico (bajo la forma de un panfleto barato prontamente secuestrado por la policía) titulado “Los corrosivos vicios de las clases medias”; delegado especial (junto con Karl Yundt y Michaelis) del más o menos misterioso Comité Rojo, para la tarea de propaganda escrita— dirigió a aquel oscuro conocido de al menos dos embajadas esa insufrible mirada de suficiencia, irremediablemente densa, que sólo el contacto habitual con la ciencia puede otorgar a la opacidad del común de los mortales.

      —Así es como cabe llamarlo, científicamente. Muy buen ejemplar además, en conjunto, de ese tipo de degenerado. Vale la pena fijarse en los lóbulos de las orejas. Leyendo a Lombroso...

      El señor Verloc, mosqueado y arrellenado en el sofá, siguió mirándose la hilera de botones de su chaleco, pero sus mejillas se tiñeron de un leve sonrojo. De un tiempo a esta parte, hasta el más sencillo derivado de la palabra ciencia (un término en sí mismo inofensivo y de vago significado) tenía el extraño poder de invocar en su mente una visión desagradable del señor Vladimir como si lo tuviese enfrente, con una nitidez casi sobrenatural. Y este fenómeno, que merecería con justicia ser clasificado entre las maravillas de la ciencia, inducía en el señor Verloc un estado emocional de exasperada aprensión, que tendía a manifestarse en violentas palabrotas. Pero no dijo nada. A quien se oyó fue a Karl Yundt, implacable hasta el último aliento.

      —Lombroso es un burro.

      El camarada Ossipon afrontó la sorpresa de aquella blasfemia con una mirada de tremendo estupor. Y el otro, cuyos ojos apagados y sin brillo intensificaban las profundas sombras bajo la gran

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