El agente secreto. Джозеф Конрад
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La pasión hacía que sus piernas y la empuñadura del bastón le temblasen al unísono, en tanto que el tronco, bajo los pliegues de la cogotera, conservaba su histórica actitud desafiante. Parecía husmear el aire corrupto de la crueldad social, aguzar los oídos para percibir sus atroces sonidos. Había en su postura un extraordinario poder de sugestión. El prácticamente moribundo veterano de las guerras de la dinamita había sido en su tiempo un gran actor —un actor en los estrados, en las asambleas secretas, en privadas entrevistas—. En persona, el famoso terrorista no había alzado nunca ni siquiera el meñique contra el edificio social. No fue en modo alguno hombre de acción, ni tampoco un orador de elocuencia torrencial de los que arrastran consigo a las masas en el fragor de una espumosa corriente de entusiasmo. Con intención más sutil, asumió el papel de descarado y ponzoñoso instigador de los siniestros impulsos que acechan en la ciega envidia y la vanidad exasperada de la ignorancia, en el sufrimiento y la desolación de la pobreza, en todas las esperanzadas y nobles ilusiones propias de la cólera, la piedad y la rebelión justas. La sombra de su maligno don lo impregnaba aún como el olor de una droga letal en un antiguo frasco de veneno, vacío ahora, inútil, listo para ser arrojado al basurero de las cosas que han dejado de servir.
Michaelis, el apóstol en libertad condicional, sonrió de manera vaga con los labios pegados; su pastosa cara de luna se inclinó bajo el peso de un melancólico asentimiento. Él mismo había estado preso. Su propia piel había siseado bajo el hierro al rojo, murmuró muy bajo. Pero para entonces el camarada Ossipon, apodado El Doctor, había superado la conmoción.
—Usted no entiende —empezó diciendo en tono desdeñoso, pero se interrumpió enseguida, intimidado por la opaca negrura de los ojos cavernosos en el rostro que se volvía lentamente hacia él con una mirada ausente, como guiado sólo por el sonido. Con un leve encogimiento de hombros, renunció a la discusión.
Stevie, acostumbrado a andar por la casa sin que le prestasen atención, se había levantado de la mesa de la cocina, para llevarse consigo el dibujo a la cama. Había llegado a la puerta de la salita a tiempo para recibir de lleno el impacto de las elocuentes imágenes de Karl Yundt. La hoja de papel cubierta de círculos se le soltó de entre los dedos y cayó, mientras él se quedaba mirando fijamente al viejo terrorista, como clavado de pronto en el sitio por un horror enfermizo y el espanto al dolor físico. Stevie sabía muy bien que el hierro candente sobre la piel duele muchísimo. Sus asustados ojos fulguraron indignados: dolería terriblemente. Se quedó con la boca abierta.
Mediante el arbitrio de mirar al fuego sin pestañear, Michaelis había recuperado la sensación de aislamiento necesaria para retomar el hilo de su pensamiento. Su optimismo había empezado a fluir de sus labios. Él consideraba al capitalismo condenado desde la cuna, nacido con el veneno del principio de competencia en su sistema vital. Veía a los grandes capitalistas devorando a los pequeños, concentrando el poder y los medios de producción en grandes conglomerados, perfeccionando procesos industriales, y en el frenesí del propio agigantamiento preparando, organizando, enriqueciendo, aprontando la legítima herencia del sufriente proletariado. Michaelis pronunció la gran palabra, “paciencia”, y la mirada de sus ojos azul pálido, elevada hacia el bajo cielo raso de la sala del señor Verloc, fue una manifestación de seráfica confianza. En el umbral, Stevie, serenado, parecía sumergido en un letargo mental.
El camarada Ossipon contrajo el rostro, exasperado. —Entonces es inútil hacer nada. Completamente inútil. —Yo no digo eso —protestó con suavidad Michaelis. Su
visión de la verdad se había hecho tan intensa que el sonido de una voz extraña no consiguió esta vez desbaratarla. Continuaba mirando las ascuas incandescentes. La preparación para el futuro era necesaria, y él estaba dispuesto a admitir que el gran cambio advendría tal vez en el cataclismo de una revolución. Pero sostenía que la propaganda revolucionaria era una tarea delicada, de alto nivel de conciencia. Se trataba de la educación de los amos del mundo. Debía ser tan cuidadosa como la educación que se da a los reyes. Él preferiría que sus principios fueran promovidos con cautela, hasta de manera tímida, al ignorar el efecto de lo que podría resultar, mediante determinado cambio económico, sobre la felicidad, la moral, el intelecto, la historia de la humanidad. Pues la historia se hace con herramientas, no con ideas; y los condicionamientos económicos lo cambian todo: el arte, la filosofía, el amor, la virtud; ¡incluso la verdad!
Las brasas de la chimenea se movieron con un débil chasquido; y Michaelis, el ermitaño de las visiones en el desierto de la penitenciaría, se puso de pie impetuosamente. Redondo como un globo inflado, abrió sus brazos cortos y gruesos, como en un intento sin esperanza de abrazar y estrechar contra su pecho al universo autorregenerado. El ardor le hacía jadear
—El futuro es tan seguro como el pasado; esclavitud, feudalismo, individualismo, colectivismo. Esto es el enunciado de una ley y no una profecía vacía.
El desdeñoso gesto en los labios carnosos del camarada Ossipon acentuó el tipo negroide de sus facciones.
—Tonterías —dijo, con mucha naturalidad—. No hay ley ni seguridad. Al diablo con la propaganda didáctica. Lo que el pueblo sabe no interesa. Lo único que nos interesa es la situación emocional de las masas. Sin emoción no hay acción.
Hizo una pausa, luego agregó con modesta firmeza:
—Le estoy hablando ahora científicamente... científicamente, ¿eh? ¿qué decía, Verloc?
—Nada —gruñó el señor Verloc que, provocado por el repugnante vocablo, tan sólo había murmurado una maldición. El balbuceo venenoso del viejo terrorista desdentado tenía un oyente.
—¿Sabe cómo llamaría yo a la naturaleza de las condiciones económicas actuales? La denominaría canibalista. ¡Eso es lo que es! Ellos satisfacen su voracidad con la carne temblorosa y la sangre caliente del pueblo, y nada más.
Stevie trasegaba en forma bien audible aquella terrorífica declaración y a continuación, como si el muchacho hubiera tomado un veneno de efecto rápido, se fue cayendo fláccidamente hasta quedar en posición de sentado sobre los escalones de la puerta de la cocina.
Michaelis no dio signos de haber oído nada. Sus labios parecían sellados para siempre; ni un estremecimiento le sacudía las pesadas mejillas. Con ojos afligidos buscó su redondo, tosco sombrero y lo puso sobre su redonda cabeza. Su redondo y obeso cuerpo parecía flotar a baja altura entre las sillas, por debajo del codo flexionado de Karl Yundt. El viejo terrorista, levantando una mano insegura que recordaba una garra, dio una inclinación airosa al sombrero negro de fieltro, que ensombreció los huecos y arrugas de su rostro consumido. Se puso en movimiento con lentitud, golpeando el piso con su bastón a cada paso. Su salida de la casa fue un asunto bastante complicado porque a cada momento se detenía como si estuviera pensando, y no se decidía a moverse hasta que Michaelis lo empujaba desde atrás. El gentil apóstol lo tomó del brazo con cuidado fraternal; detrás de ellos, con las manos en los bolsillos, el robusto