El agente secreto. Джозеф Конрад

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El agente secreto - Джозеф Конрад Clásicos

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aquella palabra:

      —Astronomía.

      Todavía no se había recuperado por completo del estado de aturdimiento suscitado por el esfuerzo de seguir la rápida e incisiva exposición del señor Vladimir. Esta última había superado su poder de asimilación. Lo había irritado. Una irritación incrementada por la incredulidad. Y de súbito se le ocurrió que todo aquello era una estudiada broma. El señor Vladimir exhibía su blanca dentadura en una sonrisa de autosatisfacción, con hoyuelos en su redondo rostro lleno inclinado por encima del encrespado lazo de la corbata. El favorito de las señoras de sociedad inteligentes había adoptado la actitud de salón con que acompañaba el alumbramiento de sus finas agudezas. Sentado bien adelante, la blanca mano en alto, parecía sostener de forma delicada entre el pulgar y el índice la sutileza de su sugerencia.

      —Nada podría ser mejor. Una atrocidad como ésa combina la mayor de las consideraciones posibles por la humanidad con la más alarmante muestra de feroz imbecilidad. Desafío el ingenio de los periodistas para persuadir a su público de que un miembro cualquiera del proletariado pueda tener un agravio personal contra la astronomía. Sería difícil traer a colación el hambre de los trabajadores, ¿eh? Y hay otras ventajas. Todo el mundo civilizado ha oído hablar de Greenwich. Hasta los limpiabotas del subsuelo de la estación de Charing Cross saben algo al respecto. ¿Se da cuenta?

      Los rasgos del señor Vladimir, tan bien conocidos en la mejor sociedad por su cortés gracejo, resplandecieron con una cínica satisfacción, que hubiera asombrado a aquellas inteligentes mujeres a las que su ingenio entretenía tan exquisitamente.

      —Sí —prosiguió, con una sonrisa despectiva—, la voladura del primer meridiano levantará con toda seguridad un clamor de execración.

      —Un asunto difícil —farfulló el señor Verloc, sintiendo que era el único comentario inocuo posible.

      —¿Qué pasa? ¿No tiene usted a toda la banda bajo control? ¿A la flor y nata? Está aquí el viejo terrorista Yundt. Lo veo casi a diario andando por Piccadilly con su cogotera verde. Y no me diga que no sabe dónde está Michaelis, el apóstol en libertad condicional. Porque en ese caso, yo puedo decírselo —continuó el señor Vladimir en tono amenazador—. Si se imagina que es usted el único que está en la lista del fondo secreto, se equivoca.

      Esta insinuación tan gratuita hizo que el señor Verloc moviera levemente los pies en ademán de impaciencia.

      —Y la banda completa de Lausana, ¿eh? ¿No se han estado congregando aquí ante el primer indicio del Congreso de Milán? Este país es absurdo.

      —Costará dinero —dijo el señor Verloc, casi por instinto.

      —De eso nada —replicó el señor Vladimir con un acento asombrosamente inglés—. Usted tendrá su paga todos los meses y nada más hasta que ocurra algo. Y si no ocurre nada muy pronto, ni siquiera eso. ¿Cuál es su ocupación visible? ¿De qué se supone que vive?

      —Tengo una tienda —respondió el señor Verloc.

      —Una tienda! ¿Qué clase de tienda?

      —Papelería, periódicos. Mi esposa...

      —¿Su qué? —lo interrumpió el señor Vladimir en su gutural tono centroasiático.

      —Mi esposa —el señor Verloc levantó un tanto su ronca voz—. Estoy casado.

      —¡Que me cuelguen de un hilo! —exclamó el otro con auténtico asombro—. ¡Casado! ¡Nada menos que usted, un anarquista profesional! ¿Qué significa este disparate? Pero supongo que no es más que una manera de hablar. Los anarquistas no se casan. Es bien sabido. No pueden. Sería como apostatar.

      —Mi esposa no lo es —musitó con rudeza el señor Verloc—. Además, no es cosa suya.

      —Oh, sí que lo es —replicó cortante el señor Vladimir—. Estoy empezando a convencerme de que usted no es en absoluto el hombre indicado para el trabajo que tiene encomendado. Como que con ese matrimonio debe usted haberse desacreditado por completo en su propio mundo... ¿No podía haberse pasado sin él? Es su vínculo virtuoso, ¿eh? Lo que pasa es que entre vínculos de una u otra clase está usted acabando con su utilidad.

      El señor Verloc hinchó de aire las mejillas, lo dejó escapar de manera violenta, y sanseacabó. Se había armado de paciencia y no se le podía poner a prueba por mucho más tiempo. El Primer Secretario se volvió de pronto sumamente tajante, distante, definitivo.

      —Ahora puede irse —dijo—. Hay que provocar un atentado con dinamita. Le doy un mes de plazo. Las sesiones del Congreso se encuentran suspendidas. Antes de que se reanuden tiene que haber ocurrido algo aquí, o cesará su relación con nosotros.

      Con perturbadora ductilidad varió el tono una vez más.

      —Reflexione sobre mi filosofía, señor... señor... Verloc —dijo con una suerte de burlona condescendencia, señalando la puerta con un ademán—. Ataque ese primer meridiano. Usted no conoce a la clase media tan bien como yo. Tienen la sensibilidad estragada. El primer meridiano. Nada mejor, y nada más fácil, diría yo.

      Se había puesto de pie y con los finos labios sensitivos contrayéndosele en una mueca divertida observó por el espejo de encima de la repisa de la chimenea al señor Verloc, que con torpeza retrocedía de espaldas para abandonar la habitación, sombrero y bastón en mano. La puerta se cerró.

      El lacayo de pantalón marrón, que apareció de pronto en el pasillo, condujo al señor Verloc por otra salida y a través de una pequeña puerta en una esquina del patio. El portero, de pie en la entrada principal, no prestó la menor atención a su salida; y el señor Verloc rehizo el sendero de su peregrinaje matutino como sumido en un sueño: un sueño colérico. Su aislamiento del mundo material fue tan completo que, aunque la envoltura mortal del señor Verloc no se había dado una prisa indebida por las calles, aquella parte de él, a la cual sería injustamente descortés negarle la inmortalidad, se encontró de repente ante la tienda, como si hubiera sido transportada de oeste a este en alas de un gran viento. Se encaminó directamente a la parte de atrás del mostrador y se sentó en una silla de madera que allí había. Nadie se presentó a perturbar su soledad. Stevie, con un gran delantal de bayeta verde, se encontraba en ese momento arriba concentrado en barrer y quitar el polvo a conciencia, como si aquello fuera un juego; y la señora Verloc, advertida en la cocina por el martilleo de la campanilla rota, se había limitado a acercarse a la puerta acristalada de la sala del fondo, apartar un poco la cortinilla y atisbar el interior de la tienda en penumbras. Viendo allí a su esposo sentado, sombrío y voluminoso, con el sombrero echado hacia atrás, en la parte posterior de la cabeza, había retomado de inmediato a la cocina. Transcurrida una hora o más, le quitó a su hermano Stevie el delantal de bayeta verde y lo mandó a lavarse las manos y la cara, en el tono perentorio que venía empleando en tales menesteres desde hacía unos quince años, de hecho, desde que dejara de ocuparse ella en persona de las manos y la cara del chico. Poco después apartó por un momento la vista de su tarea para inspeccionar aquella cara y aquellas manos que Stevie, aproximándose a la mesa de la cocina, le exhibía para su aprobación con un aire de seguridad que ocultaba un perpetuo residuo de temor. Antiguamente la ira del padre era la sanción máxima en estos asuntos rituales, pero la placidez del señor Verloc en la vida doméstica habría hecho que la mera mención de una reacción colérica resultase increíble, incluso para el pobre y aprensivo Stevie. Se suponía que cualquier deficiencia en materia de limpieza a la hora de las comidas habría apenado

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