El agente secreto. Джозеф Конрад
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El señor Vladimir alzó una mano grande, blanca, regordeta.
—Ah, sí. Esa infortunada relación de su juventud... Se apoderó del dinero y después lo vendió a usted a la policía, ¿no?
El doloroso cambio en la fisonomía del señor Verloc, el momentáneo derrumbamiento en toda su persona, fueron la confesión de que aquél, por desgracia, había sido el caso. La mano del señor Vladimir se posó sobre el tobillo que reposaba sobre la rodilla. El calcetín era de seda, azul oscuro.
—¿Sabe?, eso no fue muy avispado de su parte. Puede que sea usted demasiado vulnerable emocionalmente.
El señor Verloc sugirió, en un velado murmullo gutural, que él ya no era joven.
—Oh, ése es un achaque que no se cura con la edad —comentó el señor Vladimir con una familiaridad siniestra—. Pero no, usted está demasiado gordo para eso. No podría haber llegado a tener ese aspecto si hubiera tenido alguna inclinación romántica. Le diré de qué se trata en mi opinión: usted es un individuo perezoso. ¿Cuánto hace que recibe una paga de esta Embajada?
—Once años —fue la respuesta que siguió a un hosco momento de vacilación—. Se me encargaron varias misiones en Londres mientras Su Excelencia, el Barón Stott-Wartenheim era aún embajador en París. Después, bajo instrucciones de Su Excelencia, me establecí en Londres. Yo soy inglés.
—¡Conque inglés, ¿eh?!
—Súbdito británico nativo —dijo el señor Verloc en tono flemático—. Pero mi padre era francés, de modo que...
—Déjese de explicaciones —lo interrumpió el otro—. Supongo que legalmente podría usted haber sido a un tiempo mariscal de Francia y miembro del Parlamento británico. En tal caso le hubiera sido en realidad de cierta utilidad a nuestra Embajada.
Aquella imaginaria posibilidad provocó algo semejante a una débil sonrisa en el rostro del señor Verloc. El señor Vladimir conservó una imperturbable seriedad.
—Pero como he dicho antes, usted es un individuo perezoso: no hace uso de sus oportunidades. En la época del Barón Stott-Wartenheim teníamos a un montón de débiles mentales al frente de esta Embajada. Fueron los que hicieron que las gentes como usted se formasen una falsa opinión de la índole del presupuesto de un servicio secreto. Mi cometido es corregir ese malentendido aclarándole lo que el servicio secreto no es: no es una institución filantrópica. Lo he hecho citar a propósito para decírselo.
El señor Vladimir observó la forzada expresión de desconcierto en el semblante de Verloc, y sonrió con ironía.
—Veo que me entiende perfectamente. Supongo que tiene usted suficiente inteligencia para su trabajo. Lo que ahora necesitamos es actividad: ¡actividad!
Al repetir esta última palabra, el señor Vladimir apoyó un largo índice blanco sobre la arista del escritorio. Todo vestigio de aspereza desapareció de la voz del señor Verloc. La gruesa nuca se le puso purpúrea por encima del cuello de pana del abrigo. Los labios le temblaron antes de quedar con la boca bien abierta.
—Si tan sólo tuviera usted la amabilidad de examinar mis informes —bramó con voz clara y oratoria de bajo—, verá que hace apenas tres meses, con ocasión de la visita del Gran Duque Romualdo a París, formulé una advertencia que fue telegrafiada desde aquí a la policía francesa, y...
—Bah, bah —espetó el señor Vladimir, con una mueca de desagrado—. A la policía francesa no le sirvió de nada su advertencia. No necesita bramar de ese modo. ¿Qué se piensa?
Con una nota de orgullosa humildad, el señor Verloc se disculpó por su pérdida de control. Su voz, famosa durante años en los mítines al aire libre y en las asambleas obreras en grandes recintos cerrados, había contribuido —dijo— a su reputación de buen camarada digno de confianza. Era, por lo tanto, parte de su utilidad. Había inspirado confianza en sus principios.
—En los momentos críticos, los dirigentes siempre me escogían a mí para hablar —declaró el señor Verloc con evidente satisfacción. Añadió que no había tumulto sobre el que no pudiera hacerse oír; y de pronto, hizo una demostración.
—Permítame —dijo. Con la frente baja, sin levantar la mirada, de manera ágil y poderosa, atravesó la habitación hasta una de las ventanas de dos hojas. Como cediendo a un impulso incontrolable, la abrió un poco. El señor Vladimir, saltando asombrado desde las profundidades del sillón, miró por encima de su hombro; y abajo, al otro lado del patio de la Embajada, bastante más allá de la puerta de rejas abierta, se pudo ver las anchas espaldas de un policía ocioso que observaba el suntuoso cochecillo de un bebé rico al que llevaban ostentosamente por la plaza.
—¡Guardia! —dijo el señor Verloc, sin más esfuerzo que si estuviese susurrando; y el señor Vladimir lanzó una carcajada al ver que el policía giraba en redondo como si lo hubiesen pinchado con un instrumento punzante. El señor Verloc cerró la ventana sin hacer ruido y retornó al centro de la habitación.
—Con una voz como ésta —dijo, recobrando la sequedad de tono—, es natural que confiaran en mí. Además, yo sabía qué decir.
El señor Vladimir se arregló la corbata, mientras lo observaba en el espejo que había encima de la repisa de la chimenea.
—Se diría que maneja usted bastante bien la jerga social revolucionaria —dijo con desdén—. Vox et... Ni siquiera ha estudiado latín, ¿verdad?
—No —gruñó el señor Verloc—. No esperaría usted que lo supiese. Yo pertenezco a la masa. ¿Quiénes saben latín? Sólo unos cientos de imbéciles incapaces de cuidar de sí mismos.
Durante unos treinta segundos más, el señor Vladimir estudió en el espejo el perfil carnoso, la corpulencia del hombre que estaba a sus espaldas. Y con la ventaja de ver al mismo tiempo su propio rostro, afeitado y redondo, sonrosado alrededor de la papada, y con los delgados labios sensitivos formados exactamente para la emisión de aquellas delicadas muestras de ingenio que habían hecho de él un favorito en los más elevados ambientes de sociedad. Después se volvió y avanzó por la estancia con tal determinación que hasta los extremos de su curiosamente anticuada corbata de lazo parecieron encresparse con indecibles amenazas. Aquel movimiento fue tan súbito y enérgico, que el señor Verloc, lanzando una mirada de soslayo, se acobardó en su interior.
—¡Ajá! Conque osa usted ser insolente —empezó diciendo el señor Vladimir, con una entonación ya no sólo no inglesa, sino en absoluto europea, y sorprendente incluso para la experiencia del señor Verloc con el cosmopolitismo de los barrios bajos—. Se atreve a eso. Pues bien, voy a hablarle con claridad. La voz no sirve. No nos interesa su voz. No nos hace falta. Lo que queremos son hechos, hechos llamativos, maldita sea —añadió con una especie de discreción feroz, en la propia cara del señor Verloc.
—No intente avasallarme con sus modales hiperbóreos —se defendió el señor Verloc ásperamente, con la mirada en la alfombra. Ante lo cual su interlocutor, sonriendo burlón por encima del encrespado lazo de su corbata, cambió su conversación al francés.
—Se tiene usted por un agent provocateur. La tarea propia de un agent provocateur es provocar. Hasta donde puedo juzgar por los antecedentes suyos que conservamos, en los últimos tres años no ha hecho usted nada para ganarse el dinero.