El agente secreto. Джозеф Конрад
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—En este país hay un proverbio que dice que vale más prevenir que curar —le interrumpió el señor Vladimir, dejándose caer en el sillón—. En términos generales, es una estupidez. La prevención no lleva a ninguna parte. Pero resulta típico. En este país no gusta lo definitivo. No sea usted demasiado inglés. Y en este caso particular, no sea usted absurdo. El mal ya está aquí. No nos hace falta la prevención, sino la cura.
Hizo una pausa, fue hasta el escritorio y tras revisar unos papeles allí depositados habló ahora en un tono diferente, con naturalidad, sin mirar al señor Verloc.
—Está enterado, por supuesto, de la reunión del Congreso Internacional en Milán...
El señor Verloc dio a entender de forma brusca que tenía por costumbre leer los periódicos. A una pregunta ulterior, su respuesta fue que, por supuesto, entendía lo que leía. A lo cual el señor Vladimir, sonriendo levemente sin dejar de mirar los documentos que estaba revisando uno tras otro, murmuró:
—Siempre que no estén escritos en latín, imagino.
—O en chino —agregó inconmovible el señor Verloc. —Humm... Los desahogos de algunos de sus amigos revolucionarios están escritos en una charabia tan incomprensible como si fuera chino. —El señor Vladimir, despectivo, dejó caer una hoja verde escrita—. ¿Qué son todos estos folletos encabezados con las letras F. P., con un martillo, una pluma y una antorcha cruzadas? ¿Qué significa lo de F. P.? —El señor Verloc se aproximó a la imponente mesa escritorio.
—El Futuro del Proletariado. Es una sociedad —explicó gravemente, de pie junto al sillón— no anarquista en principio, sino abierta a todos los matices de opinión revolucionaria.
—¿Está usted en ella?
—Soy uno de los vicepresidentes —dijo el señor Verloc respirando pesadamente, y el Primer Secretario de la Embajada levantó la cabeza para mirarlo.
—En ese caso debería avergonzarse —dijo incisivo—. ¿Su sociedad no es capaz de otra cosa que de imprimir esta palabrería profética en toscos caracteres sobre un papel inmundo? ¿Eh?
¿Por qué no hacen algo? Mire usted: ahora tengo esta cuestión en mis manos, y le digo con toda claridad que el dinero tendrá que ganárselo. Se acabaron los tiempos del buen viejo Stott-Wartenheim. El que no trabaja no cobra.
El señor Verloc experimentó una extraña sensación de debilidad en sus robustas piernas. Dio un paso atrás y se sonó ruidosamente la nariz.
Estaba sorprendido y alarmado de veras. El herrumbroso brillo del sol londinense, que luchaba por librarse de la niebla, iluminaba sin entusiasmo la estancia privada del Primer Secretario: y en el silencio, el señor Verloc oyó contra un panel de la ventana el leve zumbido de una mosca —la primera del año para él— anunciando mejor que cualquier cantidad de golondrinas la proximidad de la primavera. El ajetreo inútil de aquel diminuto y enérgico organismo afectó desagradablemente a aquel hombrón amenazado en su indolencia.
Durante la pausa, el señor Vladimir formuló en su mente una serie de desdorosos comentarios acerca del semblante y la figura del señor Verloc. El sujeto resultaba insólitamente ordinario, tardo e insolentemente falto de inteligencia. De forma curiosa tenía el aire de un maestro fontanero que hubiera venido a presentar la cuenta. El Primer Secretario de la Embajada se había formado, a partir de sus ocasionales incursiones en el terreno del humor americano, la idea específica de que aquel tipo de personal era la encarnación de la incompetencia y de una solapada pereza.
¡Aquél era, pues, el famoso y confiable agente secreto, tan secreto que jamás era nombrado de otro modo que con el símbolo en la correspondencia oficial, semioficial y confidencial del barón Stott-Wartenheim; el celebrado agente cuyos avisos tenían el poder de modificar los planes y fechas de los viajes de reyes, emperadores y grandes duques, y a veces dar lugar a que fuesen suprimidos por completo! ¡Aquel individuo! Y el señor Vladimir se permitió en su interior un inmenso y despectivo acceso de risa, provocado en parte por su propio asombro, que juzgaba ingenuo, pero sobre todo a expensas del universalmente lamentado Barón Stott-Wartenheim. Su Excelencia, el difunto, a quien el augusto favor de su amo imperial había nombrado embajador superando la renuencia de varios ministros de asuntos exteriores, había gozado en vida de fama por una credulidad presuntamente sabia para lo pesimista. Su Excelencia estaba obsesionado con la revolución social. El diplomático se creía escogido por dispensa especial para contemplar el fin de la diplomacia —y prácticamente el fin del mundo— en un horrendo levantamiento democrático. Sus despachos, proféticos y lúgubres, habían sido durante años centro de las bromas en las Cancillerías. Se decía que en su lecho de muerte (acompañado por su amigo y amo imperial) había exclamado: ”¡Desdichada Europa! ¡Perecerás por culpa de la insanía moral de tus hijos!” Estaba destinado a ser víctima del primer bribón farsante que se le presentase, pensó el señor Vladimir, sonriendo vagamente en dirección al señor Verloc.
—Usted debería venerar la memoria del barón Stott-Wartenheim —exclamó de pronto.
Los abatidos rasgos fisonómicos del señor Verloc expresaron una sombría y fatigada irritación.
—Permítame hacerle notar —dijo— que yo he venido porque me han citado por medio de una carta perentoria. En los once años precedentes he estado aquí sólo dos veces, y por cierto nunca a las once de la mañana. No es muy razonable convocarme de esta manera. Existe la posibilidad de que alguien me vea. Cosa que no sería para mí ninguna broma.
El señor Vladimir se encogió de hombros.
—Destruiría mi utilidad —continuó el otro en tono acalorado.
—Eso es cosa suya —murmuró el señor Vladimir, con moderada rudeza—. Cuando deje usted de ser útil cesaremos de emplearlo. Sí, de inmediato. Cortaremos con usted. Lo... —con el ceño fruncido, sin encontrar una expresión lo bastante coloquial, el señor Vladimir hizo una pausa, y acto seguido su rostro resplandeció, con una sonrisa que dejó ver sus hermosos dientes blancos—. Lo echaremos a patadas —le espetó con ferocidad.
Una vez más, el señor Verloc tuvo que reaccionar con toda la fuerza de su voluntad contra esa sensación de debilidad que le baja a uno por las piernas y que una vez inspiró a algún pobre diablo la feliz expresión de “se me cayó el alma a los pies”. El señor Verloc, conciente de aquella sensación, irguió con valentía la cabeza.
El señor Vladimir soportó con absoluta serenidad el intenso interrogante en su mirada.
—Lo que necesitamos es administrar un tónico al Congreso de Milán —dijo con soltura—. Sus deliberaciones sobre una acción internacional para la supresión del crimen político no parecen conducir a ninguna parte. Inglaterra remolonea. Este país es absurdo, con su sentimental consideración por la libertad del individuo. Resulta intolerable pensar que todos sus amigos no tienen más que acercarse para...
—De esa manera los tengo a todos bajo control —interrumpió con sequedad el señor Verloc.
—Sería mucho más adecuado tenerlos a todos bajo siete llaves. Hay que disciplinar a Inglaterra. La imbécil burguesía de este país se hace cómplice de la propia gente cuyo objetivo es sacarla de sus casas y llevarla a morir de hambre en las cunetas. Y todavía cuenta con el poder político, que ojalá tuviera el sentido de utilizar para mantenerse donde está. Supongo que estará usted de acuerdo en que la clase media es estúpida...