Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny

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Florentino Ameghino y hermanos - Irina Podgorny

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velada del Instituto Geográfico, arrojándose elogios mutuos.

      Estos fracasos, a pesar de todo, generaron un nuevo espacio para los naturalistas de Buenos Aires. Resignado, y a falta de otras rentas, Ameghino había montado un negocio de librería en su nuevo domicilio de Rivadavia 946, la librería del Glyptodon, a pocas cuadras de su residencia anterior y muy cerca del nuevo Mercado Rivadavia, instalado en las actuales B. Mitre y Azcuénaga (y demolido en 1947). A pocos minutos de Plaza Once (y del tren hacia la casa familiar y los fósiles de Luján y Mercedes), Ameghino quizás eligiera la zona por la movilidad comercial generada por la Exposición que, una vez concluida, dejó un barrio de trigos, maíz y harinas, de lino y cebada, de cueros y lanas, garras y grasa, y un hormiguero de criollos, napolitanos y alemanes.

      Figura 6: La librería de Ameghino en Buenos Aires ideada para los niños (Ilustración de José Luis Salinas, ca. 1960).

      Figura 19: La vida de Florentino en viñetas para los niños. Todos los años, alrededor del 6 de agosto, Día del Naturalista en el Calendario Escolar argentino, la revista infantil Billiken (Editorial Atlántida) publicaba las estaciones de la biografía del sabio.

      En la puerta de la librería, un cuadro enorme representaba un animal monstruoso: el famoso gliptodonte. El comercio era una pieza de cinco metros de frente por unos tres de fondo, dividida en dos por un mostrador de pino; llenas las paredes de estantes, donde había algunos libros escolares, novelitas de Kock y de Gutiérrez, algunas pizarras, reglas y cartabones de geometría. En una vidriera adyacente a la puerta de entrada y con frente a la calle, había varios tomos escritos por el dueño. Descoloridos por el sol, polvorientos. Ameghino atendía cubierto del cuello a los pies con un gran delantal de lienzo blanco. Más de una vez se lo escuchó hablar en francés con la esposa, sentada en la habitación contigua que se vislumbraba desde el negocio. Allí, en una mesa formada por dos tablas largas de pino blanco y en los estantes que cubrían la pared hasta la altura de un metro, se empezaron a amontonar los huesos. En la librería había un acuario con viejas de agua, una clase sudamericana de peces, acorazados como su querido gliptodonte. No los vendía, pero le agregaban otra marca a su lugar de trabajo. Entre tintas y estantes, mostradores, mesas, papeles, libros y cuadernos, esta librería fue pensada, quizá, como lo más parecido a un comptoir de historia natural, proveyéndole además de un espacio que, en el uso, se asemejaría a un museo y a un laboratorio de anatomía comparada (Fig. 6). Si el negocio marchaba bien, preveía sumar a sus dos hermanos al emprendimiento que abriría sus puertas a principios de julio. A Carlos le sugería venir para ayudar a Leontina, dado que él se ocuparía de otra cosa. Le advertía: “Como no somos ricos, hay que trabajar y como no puedo tener un dependiente para los mandados, te tocará a ti. Al mismo tiempo, te ensayarás en la taquigrafía de la que voy a abrir un curso, a fin de que estés en estado de continuarlo o emplearte en las Cámaras, y ayudarme entonces para que hagamos venir a Juan, pues deseo daros colocación a los dos, pero como no puedo hacerlo al mismo tiempo, empezaré por ti”. Antes debía ocuparse de organizar una colección lo más completa posible de moluscos pampeanos y pospampeanos en número de varios ejemplares de cada especie para remitirlos a la Universidad de Córdoba, desde donde se los habían pedido.

      Florentino, en ese marco, aprovechó las conferencias del Instituto Geográfico para proyectarse como el antropólogo y paleontólogo argentino con más renombre, el más formado del país, el más respetado en el mundo. Realizadas el 19 y 20 de junio, en la primera de estas conferencias, llamada “La edad de la piedra”, expuso el plan de la exposición de sus colecciones. No era otro que el utilizado por Gabriel de Mortillet en la exposición de 1867 y su galería de la historia del trabajo: una exposición industrial donde las maravillas contemporáneas se completaban con la historia del trabajo prehistórico. En sus charlas repetía los tópicos de la época: la capacidad de las piedras para hablar si se le formulaban las preguntas precisas, la magia del progreso, del vapor, de la electricidad, la universalidad de una edad prehistórica, la equivalencia entre los instrumentos hallados en los estratos geológicos de Montevideo y París. Simplificaba la historia de las ideas sobre el pasado de la Tierra y de la humanidad oponiendo catastrofismo a evolucionismo, y resumía los resultados de las investigaciones prehistóricas hasta la década de 1880. No dejaba pasar la oportunidad para promocionarse entre el auditorio: “No quiero que creáis que os hablo en calidad de aficionado, por lo que haya leído y oído. No, señores, yo mismo he encontrado vestigios del hombre de todas esas épocas, y, aunque joven aún, he tenido la buena suerte de tomar parte activa, en uno y otro continente, en los trabajos tendientes a probar la antigüedad del hombre en nuestro planeta”.

      Su conferencia, como era costumbre, estuvo acompañada de demostraciones visuales y experimentales: tallando delante del público, les enseñaba los pasos para la consecución de un instrumento, las huellas que el trabajo dejaba en las piedras, las marcas de fábrica que revelaban la acción exclusiva de un ser inteligente. Asimismo, enseñaba cómo distinguir la antigüedad relativa de los instrumentos observando marcas y alteraciones de la piedra, es decir, los métodos para descubrir las supercherías de los falsificadores. Relataba la historia del movimiento prehistórico, de la antropología, de sus revistas y congresos, sin olvidarse de mencionar de cuáles era miembro o parte de su comité, como tampoco los nombres de sus colegas y amigos.

      La segunda de las conferencias del Instituto Geográfico estuvo dedicada a la memoria de Charles Darwin, fallecido en abril de ese año. Ameghino, una vez más, expuso “sus” ideas, se proclamó su discípulo, sostuvo que había sido de sus primeros lectores en la Argentina, explicó la teoría transformista y definió a Burmeister como un antidarwinista convencido, arrinconándolo en el bando del dogma religioso. Repitiendo las consignas de Topinard, sostenía que los sedimentos argentinos y sudamericanos contenían los secretos, las formas intermedias de la evolución, y que en este territorio, además, había que buscar la verdadera y primigenia inspiración del genio inglés. Muchos, hasta el día de hoy, creyeron en esas palabras. La disertación terminaba invitando a los argentinos a crear la primera cátedra de Antropología en América del Sur, quizá pensando que, frente al fracaso del Museo, bueno sería transformarse en profesor de la Universidad de la Capital, donde no tendría muchos alumnos y podría dedicarse a sus huesos. Estas conferencias, como las de todos aquellos que estaban tratando de negociar el apoyo para sus viajes, estudios o colecciones, servían como atril para la promoción de sí mismo y el tendido de alianzas políticas.

      Para el público ilustrado que no había podido asistir, Zeballos hizo imprimir las conferencias en los boletines del Instituto. La prensa, por su parte, publicó un resumen. Entre otros, Mohr, el viejo conocido de Mercedes, ahora instalado en Buenos Aires, las publicitaba en La Opinión. El Nacional de Sarmiento también se haría eco: “La República Argentina tiene hoy sus funciones especiales en la economía de la paleontología y la arqueología prehistórica. El Departamento de los edentados le pertenece en la creación, como a la Australia el de los marsupiales de la presente y de las pasadas creaciones. El hombre primitivo ha tenido un teatro especial en la pampa y en la Patagonia para su desarrollo, o la sucesión de sus tipos, como quiere el señor Moreno. Hay pues paño en que cortar y grandes servicios a la ciencia que prestar”. Citaba a Huxley para afirmar que si la teoría de la evolución no existiese, los paleontólogos deberían inventarla. En la Argentina los museos, las pampas y la Patagonia contenían materiales para dar ocupación a media docena de clasificadores. Se requerían obreros para revelar los arcanos del pasado. Infundir en la juventud el amor al estudio y el gusto o manía de formar colecciones, al fin y al cabo, favorecería el progreso de la ciencia.

      En ese entonces, el 6 de julio de 1882, el jurado científico compuesto por Andrés Lamas, Gregorio Pérez Gomar, Estanislao Zeballos, Ángel J. Carranza y Antonio Zinny discernían los premios: las menciones honoríficas se las llevaban la colección de fósiles del señor José Larroque de Mercedes y el catálogo

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