Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny

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Florentino Ameghino y hermanos - Irina Podgorny

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autoridades científicas de Buenos Aires, se asociarían –para fracasar– en el establecimiento del nuevo Museo Nacional en Buenos Aires.

      Antes de partir, en abril de 1881, Ameghino despachó tres cajones de libros con 270 ejemplares de los dos volúmenes de La antigüedad del hombre en el Plata para vender en Igón Hermanos a 250 pesos cada uno. La impresión de quinientos ejemplares le había costado 5.500 francos. Agregaba, además, veinticuatro ejemplares de La formación pampeana, cuatro para la Sociedad Científica Argentina, a la cual se lo había dedicado. Los veinte restantes podían ser vendidos a 75 pesos cada uno. A ello se sumaban 325 ejemplares de la Taquigrafía Ameghino. Su precio: 25 pesos el ejemplar. Deseaba la mayor publicidad para este nuevo sistema de escritura en el que había puesto sus esperanzas, “único que permite seguir la palabra del orador mas rápido. Se lee más correctamente que la escritura común. Se aprende en 3 horas y sin maestro”. Su hermano Carlos sería el primer –y único– discípulo de este método que, en otras variantes, proliferaba en la Europa de 1870 como parte de la preocupación acerca de la mecanización de la escritura y el registro de la palabra hablada, una cuestión que –a fines del siglo XIX– se conjugaría con la llamada revolución administrativa del gobierno y del comercio. Sabiendo que no regresaría a su cargo escolar, Ameghino había invertido en obras que suponía le permitirían, a él y a sus hermanos, sobrevivir en la Argentina de 1880.

      Capítulo 3

       La Exposición Continental de Buenos Aires y el museo que no fue

      El 18 de junio de 1881 Florentino Ameghino se embarcaba hacia Buenos Aires. No había cumplido aún los treinta años. Hacía dos que no era director de la escuela de Mercedes, a pesar de que, al despedirse de sus colegas, indicaba la dirección en esa ciudad para la correspondencia. En el Plata lo esperaban sus padres y sus hermanos; uno en Luján, el otro trabajando como dependiente en Fray Bentos, Uruguay. Florentino no regresó a la ciudad de su familia: prefirió instalarse con su esposa –conocida por suegros y cuñados como Leontina– en la calle Victoria 629 (actual Hipólito Yrigoyen) de Buenos Aires.

      Contaba con sus colecciones, los tres libros publicados en París y una red de contactos en el mundo de los museos europeos. Para alimentarla, antes de partir, se ocupó de enviar ejemplares de La antigüedad del hombre en el Plata a las principales figuras y bibliotecas de un continente que no volvería a visitar. Les solicitaba mantener la correspondencia y, aprovechando que tendría a su disposición la materia prima y que había aprendido las técnicas para modelar y restaurar huesos fósiles, se ofrecía como proveedor de modelos de animales extinguidos. Proyectaba realizar, para la venta o el intercambio, una serie con “sus” fósiles principales. Algunos, como el Museo Cívico de Milán, se entusiasmaban y, recíprocamente, le prometían copias de mamíferos fósiles e instrumentos prehistóricos lombardos; otros, como el Museo de Cirujanos de Londres, habían cambiado el foco de su interés y, saturados de fósiles, sólo recibirían piezas, sanas o patológicas, de anatomía humana. Calculaba también con que el gobierno nacional adquiriera por suscripción unos cincuenta ejemplares de su Antigüedad del hombre. Sin embargo, en agosto de 1881, las partidas presupuestarias estaban agotadas y los 12.500 pesos se esfumaron en el aire.

      Ameghino creía en los proyectos de Moreno, ligados al nuevo orden político de la Argentina resultado de la revolución de 1880, la nacionalización de la ciudad y de la aduana de Buenos Aires. En esos años se estaba decidiendo el emplazamiento de la ciudad para la administración provincial y el destino y reparto de las instituciones de la nueva capital de la nación; entre otras, los museos, la biblioteca y el archivo. Así, recién llegado de Europa, en septiembre de 1881 compartía con su hermano Juan el entusiasmo ante la inminente creación de un nuevo museo porteño, similar a aquellos visitados en Europa. Traía una colección “más numerosa de la que había llevado”, compuesta por quince mil piezas escogidas de fósiles y de objetos prehistóricos. Estos objetos, junto con los hallazgos realizados en su ausencia por Carlos y Juan, permitían fundar “un Museo de fósiles”, asunto del que prometía ocuparse seriamente. Evaluaba, asimismo, llevar a sus dos hermanos como empleados: de esa manera repetirían las excursiones a los que los venía acostumbrando desde la niñez. Carlos había nacido en 1865, Juan en 1859.

      Juan respondía conmovido, contándole que todo el campo uruguayo estaba sembrado de piedras de cuarzo, muy pocas con la forma de algún instrumento. Tampoco había oído de huesos o moluscos fósiles. Sin embargo, le habían llegado noticias de que del otro lado del río, cerca de Gualeguaychú, se habían encontrado huesos humanos mezclados con piedras y alfarería. Como la palabra “museo” podía tener varios significados, preguntaba si se trataba de uno “particular tuyo” o “uno por cuenta del Gobierno”, como el que en septiembre se anunciaba en los diarios de Montevideo según un telegrama de Buenos Aires: en acuerdo de gabinete, se había autorizado al ministro de Instrucción de la nación para solicitar fondos en el Congreso para instalar en la capital, y sobre bases iguales, un museo semejante al que posee la provincia de Buenos Aires. Florentino, al contestarle, definiría sus propósitos y alianzas necesarias:

      Mi intención era fundar un establecimiento en alguna otra población de la República que no fuese Buenos Aires, para estar allí completamente independiente; pero no he podido conseguirlo; y tampoco me habría reportado grandes ventajas, porque a excepción de Buenos Aires las otras localidades no pueden disponer más que de recursos muy limitados. Viendo estos inconvenientes, me propuse fundar ese establecimiento en la misma ciudad de Buenos Aires; pero para combatir la oposición y el prestigio de Burmeister yo solo no era suficiente. Así, pues, me he puesto de acuerdo con Moreno para fundar un gran Museo en la ciudad de Buenos Aires, y el proyecto ya ha sido aceptado por el Gobierno y las Cámaras, de modo que dentro de pocos días será cosa hecha. El Museo será nacional, y el Museo público que dirige el Dr. Burmeister será suprimido o saldrá a la campaña, allí donde se lleve la Capital de la provincia de Buenos Aires. El nuevo establecimiento será un gran Museo por el estilo de los de Europa. Yo quedaré a cargo de la Sección paleontológica, con la facultad de viajar por toda la República y países limítrofes en busca de fósiles y objetos prehistóricos, teniendo, además de mi sueldo, todos los gastos de viaje pagados por el Gobierno. Tan pronto como haya reunido un número bastante crecido de fósiles será necesario un preparador y entonces te pondré al corriente y te haré nombrar para ese puesto; pero esto no será hasta el mes de Enero o el de Febrero del año próximo.

      El ruido que Burmeister había generado frente a esta noticia le había impedido visitarlo en Fray Bentos. Pero ahora, muy pronto, empezaría a desempeñarse en su nuevo cargo y podría hacerlo con los gastos y viáticos del gobierno. Su deseo: contar con un lugar donde depositar las colecciones, estudiar sin interferencias pero como funcionario del Estado. Y para ello se aliaba con su nuevo amigo.

      El proyecto para el museo, informado a las Cámaras el 25 de octubre, había sido estudiado en comisión, la cual, sustituyendo el original enviado por el Poder Ejecutivo, autorizaba “para gastar hasta la suma de cinco mil pesos en esploraciones, con el fin de adquirir objetos, que, con los que existen, sirvan para la fundación de un Museo Nacional de Arqueolojia, Antropolojia é Historia Natural”. La propuesta del Ejecutivo había sido otra: establecer un museo nacional. Los senadores, con la alternativa propuesta, querían “hacer economías positivas creyendo que esto no era de carácter urgente y que podía haber sido aplazado para ser tratado en las sesiones del año próximo”. Pero tampoco querían dejar de “hacer honor á un talento argentino como lo es el doctor Moreno, naturalista muy distinguido; y bien merece la pena que se haga este gasto, á fin de que este señor complete la colección que tenia de varios objetos disecados, cráneos, etc.”. El senador a cargo de explicar el despacho de la comisión prefirió no ahondar en el asunto, dejándole la palabra al ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, el doctor Manuel D. Pizarro (1841-1909), presente en la sesión, donde también se discutiría un proyecto para la construcción de un nuevo edificio para la nacionalizada Universidad de Buenos Aires.

      “¿Cuánto

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