Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny

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Florentino Ameghino y hermanos - Irina Podgorny

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internacional de antropología y arqueología organizada por la Sociedad Científica en Buenos Aires en 1880. Paradójicamente allí, donde faltaban cavernas y los argentinos veían sólo desventajas, los franceses vislumbraban un territorio menos abierto a la mezcla de razas, donde la arqueología podría llegar a revelar un pasado relativamente simple. El hombre tenía más de cien mil años y sólo se conocían las razas más modernas. Empeñados en buscar el secreto de los orígenes de la humanidad de ese lado del Atlántico, ante los hallazgos sudamericanos se preguntaban si la respuesta final no llegaría desde el sur del Nuevo Mundo.

      Mientras tanto, en 1878, Ameghino seguía prisionero de la prensa de Buenos Aires. Dávalos, Lavagna, Roubaud, Moreno y Liberani habían decidido que, al cierre de la exposición, sus envíos en papel o en hueso pasaran a la Sociedad de Antropología de París, dirigida por Paul Broca. En octubre, los ocho o diez cráneos presentados por los tres primeros aún no habían sido entregados, y La Reforma del Plata había publicado una carta dirigida a Paul Topinard, profesor de la Escuela de Antropología de París, donde cuestionaba esta situación. Topinard, en su calidad de conservador del museo y corresponsal de los caballeros argentinos ansiosos por ver reconocido el valor de sus cráneos, se los reclamó a Ameghino explicando que Moreno y Leguizamón, sus corresponsales desde 1876, aparentemente no habían comprendido sus instrucciones. Pronto tendría que anunciar la realización del congreso de Buenos Aires promovido por Zeballos y, sin los cráneos en su poder, debería admitir que aún no los había visto. El asunto estaba adoptando un tono preocupante. Topinard, un experto recolector de cráneos y colaboradores, no quería ofenderlos ni perder a sus informantes. Afortunadamente, todo se encaminó: Moreno y Leguizamón terminaron recibiendo las felicitaciones de Topinard y la lista de las razas cuyos cráneos aún faltaban en París y a las cuales podrían seguir dedicándoles su afán científico. Ninguno dudó de la sinceridad de estos elogios y cada uno publicó su carta en el diario correspondiente. Ameghino, por su parte, le mandó a Zeballos el catálogo presentado: había visto en la prensa de Buenos Aires la noticia sobre la venta de sus colecciones de antropología por dos millones de pesos. Se trataba de un bolazo, un disparate: no había vendido, no había pensado venderla, no la vendería. Se había deshecho de algunos duplicados y de algunos objetos de la parte paleontológica, “que para mí no tienen ningún interés”, habiendo adquirido en cambio numerosas colecciones de objetos prehistóricos de Europa y América del Norte. Como les contaba a sus padres: por los duplicados había obtenido 45.000 francos.

      EL MERCADO DE FÓSILES DEL TERCIARIO

      Los fósiles habían llegado estropeados. Ameghino abrió caja por caja y se dispuso a restaurarlos. Recorrió los comercios del ramo, compró cola y yeso y reportó los gastos a quienes sustentaban su vida en Francia: un círculo de inmigrantes genoveses y franceses de Mercedes y de los pagos de Areco que lo admiraban y apoyaban a través de su familiaridad con la lengua y los negocios encauzados a través de París. José Larroque le daba alojamiento; Pedro Annaratone, además de ayudarlo con su retrato y con las imágenes de los objetos publicadas en las Antigüedades del Uruguay, le abría un crédito de mil francos. Casimiro Nogaró y Camilo Salomone lo ayudaban financieramente y con consejos de expertos comerciantes. Se sentían orgullosos imaginando las cincuenta mil morisquetas diarias que los espectadores le estarían dedicando en París. Entre ellas, las del holandés Joseph M. Cornély, un celoso promotor de la aclimatación animal y de la cría de aves, a quien Ameghino prometió ayudar a conseguir ejemplares de maras o liebres patagónicas y otros animales del Plata para el Castillo de Beaujardin en Tours. Cornély ofrecía recompensarlo con faisánidos exóticos, como el tragopán sátiro y el de Temminck o el faisán de Swinhoe del Lejano Oriente. Aunque, en realidad, prefería pagar al contado una vez que los animales llegaran a Burdeos. Le interesaban también las tortugas: ya había experimentado con la aclimatación de la tortuga moteada de América del Norte y quería probar con las del sur. Tenía cauquenes y patos picazo, y le consultaba sobre la importación de aguarás guazú, vizcachas, liebres de Mendoza, cuises, carpinchos, vicuñas, alpacas, tapires, ñandúes, chajaes, gansos, patos y la chuña patinegra o Dicholophus burmeisteri. Ameghino quizás haya entrevisto la posibilidad de aclimatar en Tours al homenajeado en esa especie, pero lo cierto es que los libros exhibidos en París, verdaderos catálogos de la fauna y flora americanas, despertaban más de un sueño comercial. Por ello sus protectores de Mercedes, con la experiencia del negociante de ganado, reflexionaban: si Ameghino pretendía guardar para sí la colección antropológica y parte de la paleontológica y, con el resto, hacer hasta 80.000 francos, triplicaban la apuesta. “Deshágase de todo y transfórmelo en dinero.” Con plata se volvería un gran señor, casi infalible,

      lo que diga, eso será; y sus amigos Burro maestro, Moreno, etc, bajarán humildemente la cabeza, siendo sumamente fácil que llegue a voltearlos y tomar sus lugares […] Haga dinero, mi amigo, y con él, yo respondo que Ud., en un año se armará de una colección de fusiles tan buena o mejor que la que ahora anda mañereando para no vender. Déjese, pues, de tonterías y recuérdese que en América, a donde le es forzoso volver, el dinero vale más que la honradez, la ciencia y todos los fusiles del mundo.

      Con los modos de la venta de vacas y ovejas, preocupados, los genoveses se reunían en Mercedes para discutir el futuro de la carrera del antiguo preceptor:

      Venda cuanto tenga, reservándose solamente uno que otro objeto, que deberá traerse en una valijita, que no le abandone nunca. Tenga en cuenta, querido amigo, que si vuelve sin dinero, no volverá a sacar colecciones para sacarlas a tal o cual Exposición, porque se lo impedirán. Tenga presente que, sin dinero, será Ud. “Ameghino” (tal vez menos) de quien se rieron en la Exposición de París. Sepa que, con dinero, será DON Florentino Ameghino, para quien toda persona decente se sacará el sombrero, saludando a diez cuadras de distancia, si a mano viene, y para quien toda persona decente tendrá abierto sus salones. Reflexione además cuán peligrosa y azarosa es la vuelta a esta ciudad, de la mejor parte de su colección; corre riesgo de que un cajón o varios se caigan al mar, de que la chalupa que deberá traerlos desde el buque hasta el puerto de Buenos Aires tenga algún furioso contratiempo que la obligue a desembarazarse de su carga, etc. Sepa también que aquí se come si hay monis y que se ayuna si no los hay; y que si no se los trae de allí, no se los hallará en los ríos o arroyos de Mercedes, siendo además más que probable que si llega a verse obligado a ganarse la vida, no tendrá ni siquiera una insignificante escuela que dirigir. Según decía Ud. antes de su salida, el Dr. Burmeister había dicho que si hubiese conocido la importancia de su colección, no la habría dejado salir del país. Pues bien: parece ahora que esto es completamente falso y corre el ruido de que su colección no vale absolutamente nada. Parece que sus objetos son pura porquería y que no sirven para nada, yendo algunos hasta afirmar que si Ud. los vuelve a traer es con el fin de darse importancia para con sus conocidos y porque el transporte de vuelta no le costará absolutamente nada. Fíjese, pues, cuál es el valor que le dan y la suerte y el honor que alcanzará con sus objetos.

      Con estas sugerencias Nogaró ratificaba, por si Ameghino no había entendido, cuál era el medio más potente para construir un nombre para sí y su colección. Venderla, transformarla en circulante, le daba –frente a los argentinos– significado internacional; conservarla implicaba regresar al estrecho circuito de Mercedes, donde los dimes y diretes del mundillo bonaerense alimentaban enemistades y desconfianzas.

      Siguiendo estos consejos, Ameghino encaró la venta según un camino conocido y exitoso: desde la década de 1840, París se había vuelto una plaza central para el mercado de historia natural, un camino de ida que enfurecía a Burmeister porque lo despojaba de las piezas para alimentar las arcas del Museo Público, los Anales y su fama. Las exposiciones universales y la expansión del comercio multiplicaron las oportunidades: al ponerlas a la vista de todo el mundo, las sacaban de las relaciones personales y aumentaban la posibilidad y la cantidad de ofertas en este circuito que tenía unos límites bastante estrechos. El mercado parisino, por ejemplo, estaba saturado de fósiles. Lo mismo ocurría con el londinense y su larga historia

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