Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny

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sospechando que alguien les había indicado un punto incorrecto y datos falsos. “Nada tiene de extraño que personas sin conocimientos en la materia no hayan hallado objetos trabajados por el hombre”, afirmaba, haciendo de la experiencia de campo, y no del gabinete, el espacio donde se adquirían las prácticas de observación y las destrezas necesarias para llevar adelante estas ciencias. Los invitaba a explorar en su compañía los sitios adecuados, prometiendo extraer de la tosca cuaternaria del río Luján –en su presencia y “sin hacerle esperar muchas horas”– “a lo menos veinte fragmentos por cada metro cúbico de terreno removido”.

      Ameghino tenía razones para estar sorprendido: Zeballos y Moreno, antes de expedirse, lo habían contactado al leer las noticias en la prensa. Zeballos había demostrado interés y ofrecido comprar algunos objetos con destino a su colección particular ya que, además de fomentar el de la Sociedad Científica, estaba armando otro pequeño museo como aficionado, donde había reunido una bonita colección que no estudiaba ni describía por falta de competencia. Ameghino le regalaría una cajita con cráneos incompletos, huesos largos partidos, fragmentos de alfarería y piedras talladas de la cañada de Rocha, restos de un pueblo mucho más antiguo que el hallado por los conquistadores. No podía satisfacer el pedido de enviarle un cráneo entero –la debilidad de Zeballos– porque, de los cien obtenidos, estaban completos solamente uno de perro y otro de un ciervo. Zeballos –perseguido en esos días por la policía– respondió tardíamente, acusando recibo y transcribiendo estas noticias en La Libertad, el periódico donde colaboraba. Por su parte Moreno, como director del Museo Antropológico, le expresó, a pesar de diferir con él en algunas de sus opiniones, el deseo de visitarlo y estudiar su colección. Zeballos y Moreno nunca cumplirían con lo prometido, y la Memoria pareció diluirse en la nada.

      Por otro lado, en marzo de 1877 Ramón Lista, quien también quería ganarse un lugar en la cuestión, publicaba un escrito sobre el hombre fósil argentino, señalando que “la autenticidad de estos descubrimientos es muy sospechosa si se atiende a la condición de los descubridores”. Este “hombre joven que piensa como un hombre maduro”, nieto de guerreros de la Independencia y protegido de Burmeister, se refería a los hermanos Breton y traía a colación las opiniones sobre la relativa modernidad de los restos de las industrias indias de la Edad de la Piedra y del Bronce, pertenecientes, según Lista, a los aluviones modernos, anteriores a la conquista. Lista había visitado cursos de ciencias en Europa gracias a su fortuna familiar y se estaba dedicando a los paraderos querandíes de la provincia de Buenos Aires. Contaba con una colección particular obtenida a través de amigos y en sus excursiones, y proponía clasificar los objetos en dos épocas distintas: la prehistórica, anterior a la conquista, y la moderna. Ameghino se indignó en la prensa: “No me habría ocupado para nada del trabajo del señor Lista por no traer nada nuevo […], pero en él se hace referencia a mis trabajos de un modo poco favorable y adulterando la verdad de los hechos”. Con esa respuesta, Ameghino ratificaría su sendero en la polémica como una de las maneras de abrirse camino en la sociedad porteña: “¿Por qué el Sr. Lista no ha bebido en fuentes más claras los datos que deseaba adquirir tocante a nuestros trabajos?”. La respuesta: porque desde el inicio habían sido mirados con desdén o combatidos con armas nada nobles, “hasta se ha llegado a suponer que íbamos guiados por el deseo de efectuar especulaciones indignas”. Todo se volvería “obra de nuestros sabios, egoistas por excelencia”, incapaces de “tolerar que se atribuyan a un ignorante lo que solo ellos se creen en aptitud de poder realizar”.

      Los periódicos se regocijaron: la juventud empezaba a empeñarse en los estudios científicos que hasta ahora eran el patrimonio exclusivo de los distinguidos extranjeros. “Hoy dos jóvenes investigadores de los secretos de nuestras formaciones geológicas, se empeñan en un debate interesantísimo. ¿Existe el hombre cuaternario o antediluviano en Buenos Aires? En otros términos, ¿es cierto, como la Iglesia lo pretendió a menudo, que el hombre apenas tiene una antigüedad de cinco a siete mil años, o vivió en Buenos Aires, como en Europa queda demostrado, hace sesenta mil años? Tal es la cuestión.” Pero la cuestión no era esa: la Iglesia no andaba proclamando esa edad o, por lo menos, no en 1877. Sin ir más lejos, el presidente del Comité Internacional de las Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas era un sacerdote católico, aquel abad Stoppani del Museo de Milán, el tío de María Montessori, un íntimo colaborador de los anticlericales más furibundos, con quienes estaba embarcado en la tarea de probar la antigüedad del hombre y la existencia de la prehistoria en un espacio mucho más extenso que Francia y cercanías. Ameghino se peleaba con Lista no por la antigüedad de los restos sino porque se sentía maltratado. Lista y la Sociedad Científica, por su parte, decían que las pruebas no eran convincentes. Si Lista calificaba los hallazgos como estupendos, Ameghino lo tomaba a mal: veía allí un desprecio. Pero La Prensa, interesada en estimular las buenas costumbres y el empeño científico de la juventud, celebraba y también le daba sentido glorioso a la pelea, tanto que los participantes empezaron a creer que lo tenía y a armarse con vista al porvenir. Varios periódicos reprodujeron la polémica:

      El Sr. Lista. Dónde se habrá metido este célebre naturalista? Porqué no contesta a Ameghino? Acaso está acopiando datos para pulverizarlo a nuestro amigo? Lo dudamos… mucho!

      Se encontró –en el río de Moreno, como a dos leguas de ese pueblo, nuestro amigo Ameghino ha encontrado el cráneo de un Megalonix perfectamente conservado. También anteayer encontró como a dos leguas de esta ciudad, en el río Luján un cráneo que parece de perro; lo mismo, bastante bien conservado. A que no tiene el Sr. Lista, ningun ejemplar, como los que dejamos indicados? A que no?

      La pasión de la ciencia no parecía amortiguar la pasión de la política –esa que se malgastaba en explosiones estériles y turbulentas, sin objeto–. La prensa insistía: “Fomentemos esta predisposición del espíritu argentino, no lo desanimemos”. En 1877 empezaban los problemas con los que se inició este capítulo y Ameghino publicaba los resultados de su cosecha uruguaya. Había decidido partir hacia la Exposición Universal de París, la meca de la prehistoria. Empaquetó sus colecciones y cruzó con ellas el Atlántico. Aquel padre de familia, finalmente, había tenido razón: a este joven, como a unos el alcohol y a otros tantos la política, lo consumía otro vicio, menos difundido pero no por ello menos contagioso: la fiebre fosilífera de las pampas.

      Capítulo 2

       Un argentino en París

      Ameghino partió a inicios de marzo de 1878. La travesía pasaría sin tiempo ni oportunidad de extrañar: a bordo había pan, frutas y verduras frescas, bueyes, vacas, carneros, puercos, pavos, gallinas y una carnicería donde todos los días se carneaban los animales necesarios para alimentar a la tripulación y al pasaje. Hacia fines de mes desembarcaba en Marsella para seguir hacia París en tren, donde arribó luego de dos días y una noche. En la estación lo esperaba José Larroque (o Joseph Larroque), un vecino de Areco que había prometido acompañarlo y acogerlo en la casa que había alquilado amueblada y por todo el año, en el número 32 de la Avenue Millaud (hoy Rue Crémieux), calle abierta en 1858 cerca de la Gare de Lyon gracias a los negocios inmobiliarios de Moïse Polydore Millaud, el gran empresario de la prensa francesa del siglo XIX. La llamada cité Millaud estaba compuesta por una treintena de casas pequeñas, destinadas a los obreros (petites maisons à loyers économiques), (Fig. 2). Contaban con un subsuelo, donde se encontraba la cocina, y tres pisos con seis piezas amplias. Estaban provistas con agua y una amplia escalera. Sin conserje, sin vecinos, cada locatario, por unos 700 francos anuales, se volvía su propio dueño. Amplias, cerca de la plaza y de la estación de la Bastilla y de la conexión férrea con Marsella a través de Lyon, eran ideales para convivir con los huesos de la pampa. Además, estaban a un paso del Jardin des Plantes, los laboratorios y cátedras del Muséum de Historia Natural y las colecciones de fósiles más completas del orbe. Para llegar, bastaba con pasear por uno de los escenarios de los enfrentamientos de la comuna de París de 1871, caminar unos diez minutos hacia el Sena y cruzar el puente de Austerlitz. Del otro lado, a la derecha, el gran parque del

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