Sexo, violencia y castigo. Isabel Cristina Jaramillo Sierra

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desde temprano lo corrige” (35). Todavía suena verdadera en muchos de nosotros, pero para otros, poner el proverbio en acción es una muestra de crueldad, maldad y, en algunos estados, un acto criminal. Uno de los puntos de la investigación de Giovannoni y Becerra era determinar cómo estas subclasificaciones se dibujan dentro de distintos segmentos de la población californiana.

      Otra conclusión de la investigación es que ni los profesionales ni la gente del común tienen problemas usando las nueve categorías planteadas. Todos pueden hacer diferencias al interior de cada una de las nueve categorías. Las autoras plantean que se deje de usar el término indeterminado de “abuso de niños”. Pero en ese mismo momento, Kempe estaba diciendo que era necesario dejar el término de “síndrome del bebé maltratado” y en cambio usar el término de “abuso de niños”. ¿Por qué dejar de usar una clasificación precisa y bien comprendida de un acto que cabe en la categoría del abuso físico? ¿Por qué frente al esfuerzo de clarificación de Giovannoni y Becerra insistir en el abigarrado término de “abuso de niños”? Porque el término de maltrato infantil había servido su propósito de despertar conciencia pública. En un estado de alta conciencia, el término “abuso de niños” funciona mejor.

      ¡Esto pareciera ser una posición extraña para un médico! Habíamos pensado que la investigación médica buscaba causas y curas, pero no necesariamente. Lo que buscaba era poder: poder para hacer el bien, claro. Giovannoni y Becerra, sociólogas, terminaron concluyendo lo que esperábamos que concluyeran los médicos:

      “Una formación más racional de la política pública requiere mayor especificidad epidemiológica, etiológica y evaluativa en las investigaciones que nutren la política. Hasta que no haya una mejor delineación de lo que se debería contar y estimados de su dispersión, la estimación epidemiológica e incidental será fútil. En el mismo sentido, la investigación etiológica es prematura hasta que no haya una especificación más detallada del fenómeno cuyas causas se buscan (…) el desarrollo de taxonomías más refinadas (…) pareciera ser necesario para cualquier investigación etiológica. Antes de que se pueda esperar que los eventos tengan una etiología común, los eventos deben compartir una homogeneidad. Esta homogeneidad todavía no ha sido demostrada para una gran cantidad de lo que consideramos como manifestaciones de abuso y negligencia” (Giovannoni y Becerra, 1979, p. 256).

      Esta es una condena al trabajo del Doctor Kempe y todo su movimiento. Sin embargo, los doctores han triunfado. Incluso los sociólogos y los trabajadores sociales se ven forzados a describir el abuso de niños en los términos de la etiológica y la epidemiología.

      5.4. Un marco más general: la normalidad

      Empezamos con una idea llena de certeza moral: no debes abusar a tu hijo. ¿Hay algún mandamiento más eterno? Después, encontramos que la idea del abuso de niños ha sido maleable e imperial, empezando hace treinta años y apropiándose de nuevos territorios desde entonces. Eso disminuye la actual fuerza del mandamiento. Solo queda una actitud: el abuso de niños es malo y nos sentiríamos mejor si hubiera menos de lo que hoy hay. Pero cuando pasamos de las acciones abusivas a la idea del abuso de niños, no hay, y no debería haber, unanimidad en las actitudes.

      Aquí están dos de las muchas visiones en oposición. Una es la de los activistas, esa frágil coalición a la que he llamado el movimiento en contra del abuso de niños, que atrae tanto a médicos preocupados como a feministas radicales: “este ha sido un periodo de una magnifica concientización, hemos descubierto mucho sobre el alcance del abuso y hemos reconocido más y más actos como tipos de abuso”. Otra visión, más cínica, sostiene que “el abuso de niños es un dispositivo retórico para desviar la atención de la sociedad. El senador Mondale lo dijo en el Comité original: “Este no es un problema social”. La crisis que se “siente” en la familia americana y su relación con la fuerza laboral, es un tema de relaciones sociales que el discurso político americano se ha negado a enfrentar. En este tema la ira está dirigida a la podredumbre de las relaciones individuales, que involucran adultos abusivos y niños inocentes. Una gran cantidad de daños a los niños está subsumido por un emblema poderoso, pero poco reflexivo: “el abuso”. Esto sirve para identificar el enemigo entre nosotros. Nos quita la necesidad de pensar en quienes somos”. Estas dos actitudes invitan distintos tipos de acción, aunque no son necesariamente contrarias. Alguien podría actuar en ambas actitudes. Yo lo hago.

      La idea del abuso de niños no es idiosincrática. Solo es rara en un aspecto. Vivimos en un mundo de concepciones que son a la vez morales, humanas, sociales y personales. Pero hay pocos conceptos fundamentales que podamos ver cómo se construyen y se moldean. Muchas de nuestras ideas tienen historias similares a la del abuso de niños, solo que no las recordamos, así como los rastros de la evolución del abuso de niños están siendo borrados en este mismo momento en muchos lugares. No recordamos la evolución de la idea del abuso de niños. Pero hay diferencias entre los grandes conceptos morales. El abuso de niños es un tipo especial de concepto pues es un concepto normalizador.

      “Normal” y ortho siempre han girado alrededor de la división entre el ser y el deber ser, pero nuestro concepto actual de lo normal en relación con lo patológico viene del mundo médico del siglo XIX. De allí fue generalizado, primero por Auguste Comte, para el mundo social. A finales del siglo XIX, Émile Durkheim usaba las tasas de suicidio para diagnosticar las sociedades patológicas, opuestas a las sociedades normales. Lo patológico era lo desviado que a su vez era el tema principal de las ciencias sociales. Al mismo tiempo, la normalidad se empezó a medir en términos estadísticos. Eran estadísticas descriptivas, pero en vista de que lo “normal” era “correcto” (y saludables, con todas sus connotaciones), lo anormal no era solo diferente, sino incorrecto (y enfermo).

      Las conexiones entre la medicina y la normalidad pueden no ser siempre notorias, pero rara vez están ausentes. El suicidio es un buen ejemplo. El suicidio no era un tema que preocupara a los médicos, sino hasta que alienistas franceses como Jean Étienne Esquirol reclamaron ser los únicos conocedores del tema. Hoy los médicos solo comparten ese derecho con los estadistas que tabulan la autodestrucción y con los sociólogos cuya ciencia se desprende de la medicina y la estadística. El suicidio y el abuso de niños son miembros de una constelación de problemas sociales que se trabajan desde un marco de normalidad/patología. La mayoría de los asuntos analizados por la revista Social Problems –que obviamente incluye los problemas del suicidio y del abuso de niños– se plantean en estos términos.

      Hasta este punto, es posible que muchos se hayan resistido a mi distinción entre el abuso de niños actual y la crueldad infantil de finales del siglo XIX. Lo hice principalmente porque en la época victoriana nunca medicalizó la crueldad. Los padres crueles no eran considerados enfermos o patológicos. No se intentó caracterizar el comportamiento familiar normal. No había intervención médica, a pesar de que algunos de los primeros activistas fueran médicos de profesión. El abuso de niños, por el contrario, inició con los médicos en 1962, y entre las primeras afirmaciones estuvo la de que los padres abusivos son enfermos y necesitan ayuda. Como lo mencioné en la sección anterior, en la lucha de poder sobre quien es dueño del abuso de niños, los médicos ganaron. Ahora sugiero

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