Sexo, violencia y castigo. Isabel Cristina Jaramillo Sierra

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viles son públicos. Quizás el genocidio es el peor de todos. Otros, como el de una persona que hiere a otra o se causa daño a sí misma, son privados. El abuso de niños, en nuestro cálculo actual, es la peor de las maldades privadas. Queremos acabar con él, pero sabemos que no es posible hacerlo; por lo menos no del todo. La maldad humana (o la enfermedad, si esa es su perspectiva del abuso) no se va a acabar. Pero debemos proteger a cuantos niños podamos. También queremos descubrir y ayudar a quienes ya han sufrido. Cualquiera que esté en desacuerdo con esto ya es casi un monstruo.

      Estamos tan convencidos de las verdades morales que casi nunca nos preguntamos qué es el abuso de niños. Sabemos que no lo entendemos. Sabemos poco sobre qué lleva a alguien a hacerle daño a un niño. Pero sentimos que lo que queremos decir con maltra to infantil es perfectamente definitivo. Por esto nos sorprende que la idea misma de lo que es el abuso de niños haya cambiado constantemente en los últimos treinta años. Antes, nuestro concepto actual del abuso de niños ni siquiera existía. La gente hoy en día les hace a los niños las mismas cosas viles que hace un siglo, seguro. Pero las definiciones de maltrato han estado cambiando casi sin darnos cuenta y hemos revisado nuestros valores y códigos morales de conformidad.

      Esto no tiene nada de malo. Una de las características más atractivas de la civilización occidental es la manera en la que ocasionalmente refinamos nuestro sentido moral y nos involucramos en procesos de concientización duraderos. Es lo que Norbert Elias, de manera optimista, llamaba “el proceso de la civilización”. Entendemos más sobre el abuso de niños no solo porque hemos descubierto hechos terribles, sino porque hemos clarificado nuestras ideas y aguzado nuestra sensibilidad moral. Este progreso no es como el de entender mejor la esclerosis múltiple o los genes. No se trata simplemente de acercarse a la verdad permanente sobre algo. Una de las diferencias es que, a medida que desarrollamos una idea sobre un tipo de persona o una forma de comportamiento, estos cambian. Los niños experimentan el dolor de manera distinta. Son más conscientes de cómo el maltrato emocional y sexual es doloroso y ven como parte del maltrato hechos que antes ignoraron o reprimieron. De pronto, este dolor es peor cuando se reconoce, o tal vez sea menos dañino a largo plazo. Cualquiera sea el caso, la experiencia del maltrato es distinta. De la misma manera, la experiencia del maltratador, de lo que ha hecho y de cómo lo ha hecho, no es la misma de hace treinta años. Se constituyen nuevas clases de personas que no se ajustan al conocimiento adquirido, no tanto porque el conocimiento estuviera equivocado como por el efecto de retroalimentación. No hay una verdad que, una vez descubierta, permanezca como verdad absoluta, pues una vez tenemos algo como verdadero y se acepta generalmente, cambia a los mismos individuos –maltratadores y niños– sobre los que dicho conocimiento versaba.

      El abuso de niños ilumina muy bien este tema, pero es peligrosamente real. Despierta grandes pasiones. Es una historia que se desarrolla cada día. Hay largos períodos en los que cada semana hay un nuevo especial de televisión. Cuando empecé a escribir este texto había un programa sobre una línea de emergencia británica dedicada a ayudar a los niños víctimas de maltrato. Eran tantas las llamadas divulgadas por el programa que daba la impresión de que uno de cada diez niños era maltratado. Lo seguía el especial semanal de ABC Battered Children que resaltaba los problemas morales de los médicos en cuanto “primeros en detectar los signos del maltrato”. Los cómics acababan de adueñarse del tema del abuso de niños. El “Hombre araña”, “Rex Morgan” y “Gasoline Alley” tenían historias sobre el tema, mientras que Mary Worth le coqueteaba. El “Hombre araña” tenía un cómic especial sobre el maltrato que circuló entre millones de niños. Pero lo más importante era, tal vez, que cada comunidad en este continente tenía su propio pequeño conjunto de historias de horror locales.

      Para enfatizar la importancia del abuso de niños en el debate público, en una versión anterior de este ensayo, hace cuatro años, escribí: “¿La semana próxima? No lo sé, pero puedo predecir con certeza que habrá mucho que decir sobre él”. Esto era innecesariamente modesto. Uno puede hacer predicciones más específicas, o, en cualquier caso, adivinar correctamente. Esta es una de las cosas que uno podría saber por adelantado: el continuo y enorme sentimiento de liberación que las mujeres experimentaron y expresaron cuando finalmente les permitieron recuperar las maneras en las que sus padres las abusaron sexualmente. También podría adivinar fácilmente que las acusaciones de abuso ritual y ritos satánicos se divulgarían como una franquicia exitosa de pueblo en pueblo. (Se esperaba menos que ninguna jurisdicción fuera capaz de obtener una sentencia tajante al condenar actividades que debían involucrar, a lo largo del territorio, a miles de participantes en estos cultos).

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