El cuaderno de Andrés Caicedo. Andrés Felipe Escovar

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El cuaderno de Andrés Caicedo - Andrés Felipe Escovar Ciencias Humanas

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este solo puede realizarse por un físico-químico que, gracias a sus métodos específicos, es el único competente en la materia. Según esos teóricos sucede lo mismo con el arte que, al convertirse en factor social y experimentar la influencia de otros factores igualmente sociales, está sometido desde luego a la determinación sociológica general, sin que esta pueda jamás permitir la identificación de su esencia estética, así como es imposible obtener una fórmula química de una mercancía cualquiera a partir de la determinación económica de la circulación de mercancías. La teoría del arte y la poética deben precisamente buscar para la obra de arte una fórmula igual, específica e independiente de la sociología. (2013, 191)

      El alejamiento del sociologismo no conduce a que el hecho artístico sea entendido como algo anclado, con exclusividad, en la psique del artista y del receptor o en el texto propiamente dicho; Voloshinov centra el carácter distintivo de una verdadera obra de arte en la interacción entre el creador y el receptor, se trata entonces de una labor cocreadora:

      En realidad, lo “artístico” considerado en su totalidad no reside en la cosa ni en la psique del creador considerado de forma aislada, ni en la del contemplador: lo artístico engloba los tres aspectos a la vez. Es una forma particular de la relación entre creador y contempladores, fijada en la obra artística. La comunicación artística se arraiga por ende en una infraestructura que comparte con las demás formas sociales, pero conserva, al igual que las demás formas, un rasgo propio: constituye un tipo particular de comunicación que posee una forma peculiar y específica. La tarea de la poética sociológica consiste entonces en comprender esa forma particular de comunicación social que se haya realizada y fijada en el material de la obra de arte. (2013, 195)

      Esta particularidad del hecho artístico no lo vuelve impermeable, pues en él participa “el flujo de la vida social” (2013, 5). Para explicar cómo ese torrente empapa al arte, Voloshinov se remite a un análisis del discurso en la vida cotidiana en donde encuentra que el sentido de un enunciado requiere de un contexto extraverbal, sostenido por un horizonte espacial y semántico común a los hablantes entre los que se desenvuelve un determinado enunciado.

      Otro aspecto destacable es el de la entonación, que resulta fundamental al establecer el sentido del enunciado. Dicha entonación tiene dos orientaciones: hacia el otro hablante y hacia el tercer participante (el cual, según Voloshinov, es el héroe en la literatura): “Cualquier palabra realmente pronunciada —y no sepultada en un diccionario— es expresión y producto de la interacción social de tres participantes: el locutor (o autor), el oyente (o lector) y aquel (o aquello) de quien (lo que se) habla (o héroe)” (2013, 206).

      En la literatura se da una mayor independencia entre las palabras y el contexto extraverbal, por lo tanto, uno de los más arduos objetivos del quehacer literario consiste en encontrar una representación verbal de un contexto que ya no comparten quienes participan en esa interacción social llamada literatura. Este punto es de vital importancia para los estudios de manuscritos desde la crítica genética, pues a medida que avanza el proceso de escritura se evidencia un desvanecimiento del contexto extraverbal. De modo que las tensiones discursivas que no son tan claras en los textos editados, se explicitan a medida que nos retrotraemos en el proceso de creación.14

      Los sobreentendidos del contexto extraverbal abundan en los materiales de archivo porque el escritor y el lector de esos papeles coinciden en un mismo sujeto empírico durante el proceso de escritura. Con el rastreo de las huellas de los manuscritos, nos aproximamos al contexto extraverbal. Dicha labor está cobijada con el paradigma indicial, pues las notas al margen, por ejemplo, al sostenerse con el sobreentendido de un contexto común, solo son diáfanas para ese escritor que era el autor en el momento de prefigurar o ensayar su escritura. Siempre habrá un resto inasimilable que se perderá entre el acontecimiento pasado y la lectura presente, pero ese mismo resto es el que permanece, al acecho, en futuras reconfiguraciones de sentido. La conciencia de esta distancia nos abstiene de suponer al manuscrito como una vía de acceso a un momento originario y nos impulsa a leerlo como un lugar privilegiado de indicios, tanto por sus peculiaridades materiales como por las marcas textuales y los silencios que sellan los sobreentendidos.

      Las tensiones, los cambios y las decisiones inscritas en un documento son advertidas, desde la mirada de la crítica genética, a partir de unas guías que permiten vislumbrar intersticios en el proceso de escritura, no observables por la mirada de un coleccionista o un fanático.

      Este proceso de rastreo hecho por el geneticista “procede por necesidad de lo conocido a lo desconocido, no reduciendo lo desconocido a lo conocido, sino por el contrario indagando en lo nuevo a partir de los que se conoce” (Gilly 1995, 40); es decir, la crítica genética no establece una “camisa de fuerza” confeccionada por el escrito editado, en donde todo el proceso de escritura que la precedió se convierta en una causa que, indefectiblemente, conduzca a ese fin de escrito perfeccionado, sino que columbra nuevos horizontes indiscernibles en el libro impreso.

      Con la búsqueda de indicios, la labor del geneticista se adscribe a la tradición del paradigma indiciario cuyos precedentes, según Ginzburg, son las ejecuciones de Morelli, Sherlock Holmes y Freud. El historiador italiano halla un elemento que ellas comparten: la profesión de la medicina, definida como una “disciplina que permite diagnosticar enfermedades inaccesibles a la observación directa sobre la base de síntomas superficiales, a veces irrelevantes a los ojos del profano” (Ginzburg 1995, 82-83).

      La crítica genética, más que contar con la observación de un genetista que se vale de instrumentos altamente sofisticados, se relaciona con la mirada de un médico que atiende a pacientes cuyo malestar es inexplicable incluso a los ojos de los laboratorios. El geneticista lee los papeles en los que ha quedado el rastro de un proceso de escritura como documentos “individuales, en cuanto individuales, y precisamente por ello alcanzan resultados que tienen un margen ineliminable de aleatoriedad: basta pensar en el peso de las conjeturas” (Ginzburg 1995, 88). Además, se vale de la observación directa del manuscrito, pues a partir de ella encuentra “rasgos reveladores que el aparato crítico no consigna: distribución de bloques de escritura en el espacio, diagramación, direccionalidad, ductus, trazos reveladores de ritmos de escritura y de estados de ánimo, gráficos, dibujos, etcétera” (Lois 2001, 8).

      Por lo tanto, la crítica genética no asimila al texto editado como un producto final o la perfección de un proceso lleno de titubeos que logró su forma ideal. Al respecto, Amícola resalta el cambio de paradigma, en donde “una corriente nueva reclama para sí el derecho al estudio de los materiales póstumos” (1996, 18) y cuya perspectiva se apoya en dichos materiales, pues constituyen “un rico documento sobre las normas estéticas que ese autor ha incorporado” (1996, 8), con lo cual tienen una valía propia, lejana de la visión finalista denominada por Lois como “ilusión teleológica”:

      Justamente, uno de los principales aportes de esta orientación crítica es la zambullida en el magma de la pura virtualidad, un terreno donde la escritura aparece a cada momento atravesada por innumerables tentaciones —a veces muy diferentes—, por opciones que solo después de navegar entre divergencias y contradicciones arriban a un texto final. (2001, 16)15

      Desde la mirada geneticista, gracias a la virtualidad que surge en el proceso de escritura, el “texto no puede ser visto como predeterminado por sus etapas anteriores: no es más que una de las alternativas que ha tomado el devenir escritural” (Lois 2001, 18). Existe entonces un margen de contingencia, un trayecto impensado incluso para un proceso de escritura que se pretenda planeado hasta en sus más mínimos detalles.

      En los papeles o documentos de archivo observados por un geneticista también se aprecia una noción de escritura, explicitada mediante la reconstrucción del proceso creativo. Marín afirma que el escritor ya cuenta con un concepto de “escritura literaria”

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