El ecologismo de los pobres . Joan Martínez Alier
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Esta indicación del método toma luego un significado teórico más general, ya que el concepto de valor resulta transformado. En efecto, Martínez Alier nos lleva a tomar conciencia de la abstracción del concepto económico de valor haciendo hincapié en el hecho de que la producción de la riqueza siempre debe ser puesta en correlación con fenómenos de orden espacial, temporal y biológico. Es el sentido de los ejemplos que hemos seleccionado anteriormente para ilustrar esta economía de la naturaleza: la producción primaria neta de biomasa integrada a la economía siempre corresponde a superficies de tierra cultivadas en la superficie —en el caso de la agricultura— o almacenadas —en el caso de las energías fósiles—. Corresponde también a la temporalidad propia de los ciclos biológicos y climáticos, pero igualmente a la del trabajo: el acceso a las energías fósiles puede ser pensado como tiempo ganado en el ritmo de formación del carbón explotable, y el diferencial entre el costo de la mano de obra entre el Norte y el Sur equivale al tiempo ahorrado por las economías del Norte.20 El contraste con el pensamiento económico liberal es fundamental: el valor toma aquí una dimensión sustancial, irreducible a lo que mide el sistema de precios, ya que el orden económico está insertado en una realidad espacio-temporal viva —la misma realidad en la que se despliega la acción social—. Como otros trabajos llevados a cabo en campos teóricos diferentes,21 El ecologismo de los pobres nos permite echar una mirada nueva sobre el concepto económico de valor: su definición temporal vía el concepto de valor-trabajo, fue enterrado por los neoclásicos, y somos ahora capaces de pensar un valor-espacio, es decir, una correlación entre la riqueza económica y las superficies de tierra movilizadas para adquirirla. La ausencia de este valor-espacio en el referencial económico dominante es un olvido central, que Martínez Alier permite tomar en cuenta, y sobre el cual volveremos.
Hábitat, subsistencia, mercado
Los primeros elementos metodológicos y teóricos se fijan en el texto con la forma de una expresión que rápidamente se convierte en la clave conceptual del libro: conflictos de distribución ecológica. Esta fórmula designa los conflictos relacionados con la desigual distribución global del esfuerzo ecológico para el crecimiento y las estructuras sociales —legales y técnicas, especialmente— que permiten leerlos, haciendo de ellos el objeto central que debe ser analizado. La contabilidad de la naturaleza a la que procede la economía ecológica solo vale si ponemos en el centro de este enfoque un diferencial de la riqueza, típicamente entre Norte y Sur, estructurando las relaciones comerciales, políticas, jurídicas y, por supuesto, ecológicas. Esta decisión podría resumirse elegantemente en esta famosa declaración atribuida a Gandhi: «Alcanzar su prosperidad le ha costado a Gran Bretaña la mitad de los recursos de este planeta. ¿Cuántos planetas requeriría un país como la India?».
Los conflictos de distribución ecológica se refieren a las fricciones que se producen de alguna manera en la raíz de cualquier ciclo económico, en la raíz del valor, cuando el capital se incorpora a la tierra, para usar una expresión de Marx. Este momento inicial de la producción, que nuestro punto de vista europeo tiende a hacernos olvidar, se caracteriza por la apropiación de tierras, espacios, sitios naturales habitados y/o explotados bajo el modo de la economía local de subsistencia, y convertidos en recursos sometidos al régimen nuevo de extracción de ganancia. Este momento corresponde, por lo tanto, a un golpe social y ecológico que la propia Europa vivió a principios del siglo xviii, y que los pensadores socialistas habían descripto antes que los historiadores económicos. La consagración de la propiedad individual y su desigual distribución social, la movilización creciente de las fuerzas humanas y naturales, el despliegue de las técnicas industriales y la fijación del trabajo y del capital en la máquina, configuraron, en efecto, de forma duradera, las relaciones entre sociedad, poder y naturaleza en el mundo moderno.22
Pero este momento inaugural, contrariamente a la manera con la que se lo describe a veces, no fue un desastre absoluto: el contramovimiento de protección de las comunidades sociales, tan brillantemente descripto por Karl Polanyi en La gran transformación, permitió construir el Estado social, cuyos efectos comenzaron a sentirse a finales del siglo xix.23 La limitación del poder destructivo del mercado por la invención de los derechos sociales corresponde, entonces, para Polanyi, a un momento de toma de conciencia por parte del propio mundo social, de sus vulnerabilidades, sus tensiones internas, es decir, de un modo de existencia dinámica que las ciencias sociales pudieron luego describir. La concepción de la «sociedad» como fuerza reflexiva, capaz de politizar sus patologías y de identificar las causas de las mismas, dimana por supuesto del choque causado por la utopía del mercado libre combinado con el poder de la máquina, pero más generalmente de la incorporación por el colectivo de las tensiones entre sociedad, poder político y naturaleza.24
El problema es que este movimiento que se apoderó de la Europa industrial y que llevó al compromiso, sin duda frágil pero fundamental, entre capitalismo y democracia, no tiene —por ahora— equivalente en las regiones del mundo que hoy experimentan una extensión del mercado y de la explotación de la naturaleza. No tiene que ver, obviamente, con la incapacidad de las sociedades no europeas para operar el movimiento reflexivo descrito por Polanyi, sino con algunas características geográficas y sociológicas de esta extensión. En efecto, los bosques, los manglares, las periferias mineras y extractivas en general, son poco a poco movilizados e integrados al mercado mundial, sin dejar de ser espacios de baja intensidad geopolítica. Estos espacios son, según el caso, poco poblados, habitados por grupos indígenas ya marginados por el colonialismo de los estados poscoloniales, poco conectados, o simplemente envueltos en técnicas productivas que imposibilitan una concertación, por más mínima que sea, entre trabajadores. Podemos citar como ejemplo las plantaciones extensivas de palma aceitera en el sur de Asia, particularmente en Indonesia, donde el trabajo agrícola está desconectado de las estructuras familiares, donde las técnicas de gestión y el chantaje del desempleo impiden cualquier tipo de movilización, y donde la tierra se reduce a un puro factor de producción, separado del hábitat humano colectivo.25 En el caso de los conflictos entre grupos indígenas y estados, la situación es similar, en la medida en que el reconocimiento de los derechos culturales se pospone constantemente, especialmente cuando estos derechos implican modos de relación con lo viviente y el espacio, que contradicen las ambiciones económicas. El contraste con el escenario europeo, donde la formación de la conciencia obrera ha dado lugar a la elevación —lenta, pero efectiva— del estándar de vida promedio, es asombroso: el golpe ecológico y económico que afecta a las regiones del Sur demora su salida de la marginalidad, y en ciertos aspectos, la situación incluso tiende a empeorar con la llegada de nuevos actores económicos —como China— y con el incremento de las tensiones ecológicas —debidas al cambio climático. Dicho de otra forma, la toma de estos conflictos sobre la producción legal y política de los estados involucrados parece baja o, digamos, debilitada por las coyunturas geográfica, cultural, política y económica.
La dimensión permanentemente inconclusa de las luchas sociales y ecológicas podría parecer en desfase respecto de las conclusiones de la economía ecológica, previamente presentada como el soporte teórico y empírico