El ecologismo de los pobres . Joan Martínez Alier

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El ecologismo de los pobres  - Joan Martínez Alier

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que la sostienen, no hay más remedio que recurrir a instrumentos asimismo exógenos a su dinámica social propia. Instrumentos que puede ofrecer, por ejemplo, la economía ecológica, que emerge desde el punto de vista de este análisis como la forma de saber moderno mejor armada para extender la aspiración indígena y campesina hacia un socialismo ecológico. Por desgracia, mientras se formula en términos estrictamente indígenas o vernáculos, esta aspiración difícilmente pueda dirigirse de manera eficaz a interlocutores que solo reconocen el lenguaje económico, y allí es donde los trabajos de Martínez Alier y sus colegas cobran sentido. No como una doctrina científica que le brinda a la crítica local un lenguaje conceptual apropiado, sino como una herramienta útil dentro de un juego diplomático, donde se debe formar un espacio intermedio político y ecológico.31 El problema de la pluralidad de los valores es, por lo tanto, una formulación demasiado débil para pensar la posición de los saberes producidos por la economía ecológica en el contexto de la construcción de una ecología política.

      La cuestión de los combustibles fósiles, desde su lugar tanto en la cadena metabólica global del sistema terrestre como en las economías locales del «hábitat», puede, por lo tanto, tratarse en el marco aquí definido. A principios de los años 2000, la llegada al poder en algunos países de América Latina de candidatos socialistas abrió la posibilidad de una nueva actitud frente a la situación económica y política de estos grandes exportadores de materias primas. En Ecuador, Rafael Correa ganó las elecciones con un programa que se destacó por el ecologismo y la defensa de los derechos indígenas. La articulación entre estas dos promesas se ha vuelto concreta con la intervención de expertos del mundo de la economía ecológica —como Herman Daly. Estos se adueñaron de la controversia central que animó la vida política del país, es decir, la decisión de explotar o no yacimientos de petróleo en el Parque Nacional Yasuní, a la vez reserva natural de bosque primario y reserva indígena poblada por comunidades amazónicas. Para Ecuador, dichas reservas fósiles representarían una importante oportunidad económica, pero cuyo valor entra en contradicción con los principios de conservación del Parque Nacional, así como un principio más general de preservación del clima. Desde 2007, se lanzó la iniciativa Yasuní-ITT: en lugar de convertir esta reserva de combustible fósil en petrodólares, arrasando el bosque y contribuyendo al cambio climático, se trataría de extraer el valor contenido en el no consumo de aquella. Lo que los economistas llamaron las emisiones netas evitadas expresa la idea de que al conservar estas reservas sin explotar, Ecuador se volvería exportador, no de un combustible fósil, sino de una capacidad de absorción del carbono atmosférico, de un capital natural bajo la forma de biodiversidad y sobre todo del valor estimado de las emisiones negativas que este petróleo no quemado representa. Este razonamiento se basa en la idea de que los daños causados por el cambio climático tendrán un costo significativo, y que el petróleo mantenido bajo tierra ahorra estos costos futuros. Ecuador anunció al planeta, en el 2007, que esperaba de la comunidad internacional una compensación por este servicio brindado al clima global, que ascendería aproximadamente a la mitad del valor del petróleo. Por ejemplo, el presidente Correa habló en estos términos en las Naciones Unidas:

      Lamentablemente, este proyecto tuvo que ser abandonado en 2013, ante la falta de respuesta significativa de la comunidad internacional, y Ecuador finalmente abrió para su explotación los yacimientos de petróleo en el Yasuní. A pesar de su decepcionante final, este caso ilustra perfectamente la situación política y filosófica, y por lo tanto diplomática, en la que se encuentran hoy en día muchas naciones periféricas en relación con el desarrollo económico «clásico», industrial. El intento llevado a cabo por Ecuador, y Correa, estaba probablemente condenado al fracaso, pero señala algo que debería estar integrado como un dato central de la economía política del siglo xxi: lo que circula en el mercado con el nombre de mercancías es solo la parte más visible de un intercambio más amplio de servicios, de prestaciones, implicados en el metabolismo tanto geológico como climático del planeta —son materias que están cambiando el clima—, así como en un circuito de bienes y servicios ambientales que deben ser reconocidos como tales. Estos servicios son principalmente el mantenimiento de las funciones reguladoras de la biósfera y la garantía de su funcionamiento futuro, que ejercen una influencia directa sobre la habitabilidad del planeta y, por lo tanto, la seguridad global. Estas prestaciones, que aparecen curiosamente como cantidades negativas en relación con lo que el mercado tal como se le conoce mide habitualmente, constituyen la esfera de referencia que nos tenemos que dar de ahora en adelante para entender la economía política global. El concepto de mercado fue construido para captar solo el intercambio de bienes materiales e inmateriales a través de la noción de precio y mediante la exclusión de este sistema de intercambio que la economía llama a veces «externalidades». Sin embargo, estas externalidades reúnen la otra cara de la mercancía, esto es, en qué participa de los ciclos ecológicos y materiales globales: la contaminación y el riesgo inducido, la pérdida de biodiversidad, los espacios y hábitats perdidos, es decir, el conjunto de las dinámicas socioecológicas comprometidas por las estructuras mismas del mercado.

      A partir de esta concepción de un intercambio global de prestaciones ecológicas, del intercambio de mercancías, siendo solo un aspecto incompleto del mismo, tomamos conciencia otra vez de la desigualdad estructural entre las naciones que se benefician de estas prestaciones y las que, situadas en el otro extremo del mundo, las entregan por ahora gratuitamente. El mercado tiene que ser concebido como la institución central que garantiza la separación entre el ciclo mercantil y el ciclo ecológico y, por ende, la asimetría entre las diferentes partes del mundo. El libro de Martínez Alier no dilucida del todo este esquema poseconómico, pero ciertamente da un primer análisis del mismo, y sobre todo, ofrece una parte de los instrumentos conceptuales capaces de entenderlo correctamente. Muchos ambientalistas siguen reacios a traducir las prestaciones ambientales en valor monetario, y en cierto sentido tienen razón, ya que se podría establecer también como objetivo el hacer estallar el poder absoluto de la moneda como unidad de cuenta en el mercado. Pero lo que está en juego es más radicalmente la búsqueda de una disposición diplomática general, en la que las mercancías no aparezcan más como la mediación central en las negociaciones políticas entre estados, pueblos, recursos, entornos. Al ser la moneda la única métrica universal hasta la fecha, es necesario incorporarle el valor de las prestaciones no mercantiles o antimercantiles haciendo, así, perceptible su carácter fundamentalmente reacio a la lógica establecida por el mercado. Hay que extraer de todo ello que la esfera de las prestaciones ecológicas globales constituye una extensión de las prestaciones sociales fundamentales, poco a poco reconocidas en los siglos xix y por el derecho llamado «social»: de la misma manera que la sustancia humana fue protegida por este derecho, el tejido de las relaciones ecológicas y económicas debe ser protegido por un nuevo derecho que se involucre en la circulación de los bienes para captar lo que el mercado

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