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una empresa privada, el lugar que se ocupa implica la jerarquía que el Presidente le otorga a aquello que cada uno representa, y por lo tanto el margen de maniobra para impulsar las medidas que hacen falta”.

      Si bien mi respuesta no le gustó, me quedó absolutamente claro que la imaginaba. Él cumplió en realizarlo y, cuando le expresé mi negativa, no solo no se molestó, sino que me dejó la puerta abierta para seguir conversando.

      Ese mismo día, le escribí al presidente:

      “Estimado Alberto, te quiero agradecer muchísimo por tu voluntad de invitarme a formar parte, eso para mí tiene un enorme valor. Me acaban de realizar el ofrecimiento para integrarme a la gestión (con un rol en el Banco Nación).

      En 11 días te vas a convertir en el Presidente de la Nación, imaginar tu agenda debe ser casi un ejercicio de ciencia ficción. Sin embargo, en los momentos difíciles están los que arrugan y los que arremeten.

      Yo soy del último grupo, por eso me animo a pedirte unos minutos para contarte cómo creo que te puedo ser más funcional a vos y al proyecto.

      ¡¡Un Abrazo!! Tombo.”

      Eran las 20:26 del 29 de noviembre y le estaba diciendo que no al presidente electo de la Argentina. Supuse que todo terminaría ahí. Entonces volvería a mi vida previa, reforzaría el trabajo del partido que habíamos fundado (Avancemos por el Progreso Social), seguiría dando clases en la facultad, y desde el 10 de diciembre, regresaría a la actividad privada como lo había hecho en la última década, exceptuando el período 2017-2019 cuando fui designado presidente del Consejo Económico y Social de la ciudad de Buenos Aires, como integrante de la oposición.

      A las 20:49 recibí un mensaje en mi teléfono. Era de Fernández: “Sigamos buscándole la vuelta”. Fue increíble, habían pasado veintitrés minutos y me estaba abriendo la puerta para seguir conversando. No estaba definida la función, pero el presidente había sido claro y era coherente con el mensaje de Cafiero. Quería que todos sumaran.

      A partir de ese momento, esperé y me mantuve en contacto con Olmos y con Sergio Massa, a quien había acompañado en mi primera experiencia electoral relevante, como candidato a diputado nacional en 2017. Luego, Sergio se sumó al Frente de todos, y con mi partido elegimos acompañar a Roberto Lavagna, otro indiscutido referente de la moderación y el sentido común.

      Cerca de la hora del traspaso del poder en el país, yo no sabía si tendría alguna tarea, pero sentía un enorme entusiasmo por el gobierno que estaba por comenzar. Fernández había expresado muchos más puntos de encuentro que de distancia con la agenda que sostuvimos con Lavagna durante la campaña, donde el combate al hambre era el aspecto sobresaliente. Aquello resultó central cuando hizo uso de la palabra por primera vez como presidente aquel 10 de diciembre de 2019.

      Desde la vuelta a la democracia en 1983, el día de la asunción presidencial ha estado cargado de simbología. Lo que vemos y cada palabra que escuchamos del presidente entrante debe ser considerada. Es el día en el que tomamos contacto real con los sueños que tiene el responsable de gobernar el país. El día donde observamos el modo en que se relaciona con los demás en el ejercicio del poder. Es en esos instantes en los que percibimos el carácter y el tono que le imprimirá a la gestión el elegido para conducirla.

      Aquella mañana comenzó con una cobertura de medios típica de nuestros días. Apenas pasadas las siete de la mañana, vimos el paseo de Dylan y su cachorro Prócer, y cómo se iba llenando la Plaza de los Dos Congresos. En un gesto atípico, pero no forzado, Fernández fue manejando su propio auto hasta el acceso al parlamento nacional. No era un acto demagógico ni el resultado de un focus group, más bien fue una señal clara de un hombre que se iba a trabajar de algo que tiene fecha de vencimiento.

      La intimidad de su llegada al Congreso, el encuentro con Cristina Fernández —que lo esperaba junto a Sergio Massa sobre el borde de las escalinatas—, y la caminata hasta el estrado, desde donde tomaría el juramento, mostraron los rasgos personales de los tres dirigentes más relevantes del poder político nacional. Alberto sonreía y saludaba uno por uno a la fila de diputados, senadores y funcionarios que se ubicaban en una especie de túnel humano en los bordes de la alfombra roja. El recorrido del presidente de la cámara de diputados era el del de un primus inter pares, saludando a sus compañeros en el ámbito donde hacía solo unos días lo habían elegido como tal.

      Cristina fue diferente. Había realizado esa caminata tres veces antes, primero acompañando a Néstor Kirchner, en 2003, y luego como presidenta en 2007 y 2011. Su rostro expresaba el resultado de mil batallas; sin dudas, era la artífice que había diseñado una propuesta, que tuvo su plataforma en la unidad del peronismo, lo cual expresa su primera autocrítica si lo comparamos con la elección de 2015; sin rodeos, buscó sumar antes que dividir, se corrió todo lo posible del centro de la escena y configuró un frente que ganó sin discusiones una elección para la que tan solo unos meses antes no era posible semejante desenlace. La historia será la encargada de evaluar la consistencia de un equipo que nunca estuvo exento de fricciones, como veremos más adelante, pero, después de todo, de eso se trata: tensión y equilibrio. El proyecto político que estaba por inaugurar un nuevo mandato presidencial no estaba liderado por un grupo de amigos de la secundaria ni tenía que expresar acuerdo en todos los temas. Se caracterizaba por una agenda común y por la representación de los intereses populares sobre la base de una propuesta clara que se le formuló a la sociedad.

      Las sonrisas de la vicepresidenta aquel 10 de diciembre fueron tan auténticas como sus gestos de disgusto. Probablemente el más épico fue el que le profirió al presidente saliente momentos antes de que éste le colocara la banda presidencial a Fernández, quien visiblemente emocionado, y luego de prestar juramento, flanqueado por Cristina, que estaba vestida de blanco igual que en 2007, el ahora presidente en ejercicio se dirigió al país con un mensaje preciso sobre lo que vendría, trazó un rumbo y estableció un diagnóstico.

      El país se encontraba sumido en una crisis económica que no operaba en el vacío, 2018 y sobre todo 2019 habían sido años de un magro funcionamiento institucional, con una de las peores performances en cantidad de sesiones en más de treinta años.

Cuadro

      El modo en que se habían administrado las ganancias y socializado las pérdidas dejaba su marca evidente en los números que relevaba el INDEC, una institución que sin dudas mejoró sustancialmente, en la gestión de Todesca, respecto de las anteriores. Sin margen para interpretaciones, el desafío que se había autoimpuesto el presidente saliente sobre la reducción de la pobreza, la unidad nacional y el combate al delito dejaba la gestión en un punto muy bajo respecto a la vara que se había trazado.

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