Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
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Me enfrentaba a una concepción de Dios que era más difícil de amar y comprender ciertamente, porque el Dios que no nos cuesta y el que no se opone a nuestro corto entendimiento humano, es el que nos libra de todo mal. A Él recurrimos confiados en busca de ayuda, proponiendo o incluso imponiendo a veces, cuál es esa ayuda que deseamos recibir. Sin embargo, mi fe era mucho más fuerte que eso. No tenía problemas en aceptar al Dios que a veces parece ponernos en aprietos, porque tenía una premisa más que la consideraba una verdad absoluta e irrevocable: Dios es amor. La pregunta entonces rondaba en mi rezo siete años atrás: “¡Salvala! ¡Salvala!”. ¿Qué significaba ser salvados? ¿Y qué creemos nosotros que encierra la palabra salvación para Dios? Quizás tenía que confiar en que Dios siempre SABE, con mayúsculas. Y esperar entregada.
Acepté con una fortaleza que me sorprendió a mí misma la muerte de Blas. Estaba segura de que ocurría por efecto de una gracia enorme que Dios me daba como respuesta a esa oración desgarrada ante la ausencia física de mi hijo. Sin embargo, la mente me acechaba constantemente. Volvía sobre los mismos pensamientos acerca de lo que había pasado ese día una y otra vez. Recordé la frase “la muerte vendrá como un ladrón” y me estremecí captando lo acertada que era. Sabía que poco podría entender, si cabe la palabra, todo lo que significaba este hecho impensado que le daba un giro inesperado y sufriente a nuestras vidas; porque la muerte es un gran misterio y la vida también lo es. Repasaba lo que consideraba una cadena de “errores fatales” que habían desembocado en esos minutos finales, algunos incluso tenían su origen el día anterior, como una especie de telaraña que se tejía silenciosa mientras ninguno de nosotros pudiera verlo. Eran pensamientos que me atormentaban mañana, tarde y noche y la culpa era tan grande que en algún punto quería pagar con este dolor gigante para intentar saldar lo que había ocurrido.
A pesar de eso, paradójicamente estaba segura que estos cuestionamientos humanos se quedaban demasiado cortos y escasos para pensar la muerte de mi hijo o la de cualquier otra persona. Hacían parecer a la vida como pendiente de la suerte o de la casualidad. Y como diría Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración del régimen nazi, en su libro El hombre en busca del sentido, una vida que depende de pequeños hechos fortuitos librados a la suerte, es una vida que no vale la pena ser vivida. En su relato nos cuenta que “la principal preocupación de los prisioneros se resumía a esta pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De no ser así, aquellos atroces y continuos sufrimientos ¿para qué valdrían? Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta: ¿Tienen algún sentido estos sufrimientos, estas muertes? Si carecieran de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en salvarse o no (entendiéndose por salvarse, seguir físicamente vivos y esta nota es mía), es decir, cuyo sentido dependiera del azar del sinnúmero de arbitrariedades que tejen la vida en un campo de concentración, no merecería la pena ser vivida” (Herder 2014, p92).
Entonces me volví hacia mi Dios y quise pensarlo, sabiendo en principio que Dios no me debía nada. Él podía haber actuado de forma tal que salvarlo, en el sentido más acotado y pobre de la palabra, no fuera su “decisión”. O que en realidad no lo fuera liberarme de esta cruz tan grande que nunca hubiese querido cargar. Tenía que aceptarlo y lidiar con ello. Me conformaba con saber que Dios había estado presente para recibir a Blas y contener la hecatombe emocional de nuestras vidas; le pedía sin descansar, consuelo, docilidad y fe en sus caminos incomprensibles para nosotros. Lo sentía irrumpiendo otra vez en nuestras vidas, con la impronta de lo que deja cicatriz, pero también huella. El sentimiento me era claramente familiar.
Los primeros días fueron de muchísimo caos y confusión. Nos atrincheramos todos en nuestro cuarto. La cuna de Santos volvió al lado de mi cama y Simón no podía dormir si no estaba en medio de nosotros. Cerrábamos la puerta y descansábamos en nuestro escondite improvisado, donde intentamos empezar a reconocernos siendo cuatro y no cinco. Pedro no podía dormir y se la pasó noches y noches despierto, la mayoría de ellas aferrado a la remera del club de fútbol favorito de Blas. Lloraba sin poder drenar jamás el dolor que lo estaba atravesando. En cambio yo, agradecía cada vez que se ocultaba el sol y tenía la posibilidad de apagar la mente por un buen rato.
Esas noches soñé dos veces con Blas, dos sueños que fueron claros, nítidos y bellos. En el primero de ellos, Blas estaba sentado en un madero. Tal vez era una tranquera o una cerca y de fondo se veía un campo florido. El plano de lo que veía era muy cerrado, de forma tal que no lograba mirar mucho más allá de lo que describo. Entonces Blas me decía estas palabras: “Paciente, padrino querido”. Las decía sin hablar, pero yo las podía escuchar de todos modos. No era su voz, aunque sabía que era él quien hablaba. Y digo no era su voz, porque Blas parecía otro Blas. No era un chiquito y sus palabras eran sabias y profundas, un mensaje donde lo único que podía comprender cuando lo decía, era la importancia de la palabra paciente, que significaba PACIENCIA.
Muchas veces pensé en la frase “padrino querido”. El padrino de Blas es el hermano de Pedro, con quien me siento absolutamente identificada. Si la suposición de que las personas nacidas bajo el mismo signo se parecen es cierta, Rafa y yo somos una prueba fiel que avala la teoría. Muchas veces Pedro me escuchaba hablar o emitir alguna opinión y aseguraba: “¡Por Dios, me casé con mi hermano!”. Así que de algún modo me vi reflejada en esa mención de Blas y me robé algo del cariño que le profesaba. Estaba segura que la parte importante del mensaje para mí, era la palabra “paciencia”. Por lo demás, lo dejé a Blas expresar su amor hacia su querido padrino sin buscar allí más que lo que él sentía: “Yo soy de Drafa”, como le gustaba referirse a sí mismo.
En el segundo sueño, Blas estaba parado en el jardín de la casa donde fue su accidente. Había otros dos chiquitos con él. No los conocía, ni podría decir quiénes eran. Blas estaba en el medio y era el más alto de los tres. Entonces me decía, también sin voz, aunque otra vez podía entenderlo perfectamente, que él había resucitado. Su frase me dejaba feliz y confusa al mismo tiempo. Dudaba unos instantes y de pronto salía corriendo a comprarle ropa nueva. Blas me miraba hacerlo, con compasión y ternura y me hacía dar cuenta con una expresión piadosa y llena de amor, que no había entendido correctamente lo que él había dicho.
Muchos pensaran que estos sueños simplemente respondían a imágenes y deseos que estaban incrustados en lo más hondo del inconsciente y que seguramente fueran una proyección de anhelos propios, pero no estoy de acuerdo. La modernidad, en su lucha constante por cuantificarlo todo y hacer encajar cada evento del mundo en una categoría inventada por el hombre para poder explicar todos los fenómenos y hechos que nos rodean, ha despojado tristemente al mundo de lo trascendental, de lo sobrenatural y de aquello que no podemos aprehender con los sentidos. El mundo ha perdido su magia y misterio.
Justamente por esos días tuve la oportunidad de ver la película del Padre Pío, un fraile capuchino que llevó los estigmas de Cristo vivos y sangrantes durante medio siglo. Este hecho inexplicable, que supuso un misterio enorme para él mismo, pero que aprendió a aceptar y amar con entrega y humildad, implicó un quiebre o desconcierto gigante al interior de la Iglesia Católica. ¿Por qué? Porque sencillamente no era posible explicar este fenómeno desde la medicina y porque los seres humanos le tenemos demasiado miedo a lo que está fuera de nuestro control. Hay una escena muy interesante de la vieja película que recrea su vida, donde dos altos clérigos discuten sobre el hecho que los convoca con posturas radicalmente opuestas. Uno de ellos creía que la Iglesia moderna debía alejarse y ser cauta con situaciones como estas, a sus ojos propias del oscurantismo de antaño; mientras que el otro argumentaba con cierta tristeza que si la iglesia iba a despojarse de todo lo que no nos es posible comprender y de todos sus misterios ya no tendría sentido profesar nuestra fe.