Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
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En ese momento difícil que nos tocó transitar a Pedro, a Amparo y a mí, Dios nos puso una cruz enorme al hombro que llevamos muchas veces con bronca, pena y desilusión, pero también con esperanza e incluso con la leve percepción de que algún tipo de redención nos estaba siendo regalada, producto seguramente de una nueva forma de amor, una manera diferente de sentir que jamás hubiese sido posible sin nuestra querida hija Amparo.
Dios caminaba con nosotros y también lo hicieron personas que fueron especiales en ese camino; personas íntegras, nobles, bondadosas y capaces de tender una mano cuando Pedro y yo sentíamos que nos moríamos también. Personas que supieron cuidar a nuestra hija cuando nosotros mismos no podíamos hacerlo; personas que la supieron querer y abrazar. Personas que vieron en ella a otra persona; una que no respiraba sino a través de mí, una que no se alimentaba sino a través de mí, una que no podía quejarse, llorar o sonreír, una que incluso solo tenía cara en nuestra imaginación, pero que no dejaba de ser por eso, menos persona que cualquiera de ellos. Y a estas personas les estoy inmensamente agradecida, por luchar por mi hija, por no abandonarla, por mirarla con respeto, por ver a Amparo, enferma, chiquita, dormida dentro mío, pero plenamente viva.
Recuerdo que las primeras semanas que le siguieron a su muerte, empecé tímidamente a juntar pedazos rotos de nuestra antigua vida. Inocentemente creí que podía volver, de alguna forma, a unir las piezas hasta que quedara una única faltante. Tal vez podría yo vivir con un solo hueco… No sabía, durante ese primer rato, en el que uno está como aturdido y anestesiado, dudando si lo que pasó era real o solo una espantosa pesadilla, cuán grande y hondo era el agujero y cuánto más difícil sería que juntar partes y reunirlas. Se trataba más bien de nacer de nuevo y de morir incluso un poco nosotros para empezar otra vida, una diferente.
Pasé muchos días sola en casa lidiando con mi pena, que era grande y profunda. Me recluí del mundo porque todo me lastimaba. Estaba en carne viva y la vida misma era una amenaza potencial, capaz de escarbar en la herida aún abierta y darme el golpe de gracia que en algún punto anhelaba.
Pedro se puso nuestra mínima familia al hombro y volvió al mundo, un poco porque no tenía más opción y otro tanto porque alguien debía permanecer cuerdo para sacar a flote lo que quedaba de nosotros. Tenía miedo de que yo me volviera loca y se lo preguntó preocupado a mi psicóloga por teléfono. Entonces ella le contestó: “No te preocupes, no está loca, simplemente está muy, muy triste”. Y era verdad. Enojada también. Muy enojada contra todo y todos, incluso conmigo misma. Me sentía culpable y repasaba la historia hacia atrás tratando de detectar cuándo había contraído ese maldito virus que se había llevado a mi hija. Era un pensamiento absurdo, claro está, porque saberlo no habría cambiado nada de lo que me dolía, pero la cabeza nos juega muchas malas pasadas cuando estamos vulnerables y débiles de tanto dolor.
El sentimiento más recurrente que tenía, era que no quería vivir en un mundo donde no estaba Amparo. ¿Qué importancia tendría ver un lindo amanecer, la imponencia de una ola en la playa o incluso la sencillez de un desayuno en nuestra casa si ella no estaba ahí para mirarlo conmigo? Me parecía absurdo. Un día llegó Pedro del trabajo y yo estaba llorando como de costumbre. Le dije con lágrimas corriendo por las mejillas y con una voz gutural y cerrada: “¡No puedo vivir sin ella, no puedo!”. Fue la primera vez, después de muchos días de consuelo y abrazo contenedor, que Pedro me agarró de los dos brazos, me sujetó firme y me miró a los ojos diciéndome: “¡Lo lamento, pero vas a tener que poder!”. Fue un momento que recuerdo muy vívidamente. No me lo esperaba y me sacudió todas las emociones a la vez.
Muchas noches, mientras Amparo estaba enferma, pensé en ella adentro mío. ¿Qué estaría sintiendo, qué escucharía o percibiría? Por algún motivo, pensé también recurrentemente en mí y en la historia del día que nací y los días que vinieron después. Me daban ganas de protegernos a las dos, pero no había nada que pudiera hacer. Me sentí impotente con Amparo por no haber sido suficiente para mantenerla a salvo, me sentí incapaz conmigo misma porque la que fui y ya no estaba. Abracé a las dos bebitas con el corazón y derramé infinitas lágrimas por ellas; por tener que sufrir tanto siendo pequeñitas, por sentirse tal vez solas, en la soledad que la vida les impone inevitablemente a los bebés al principio, cuando no pueden hablar y dependen de alguien que los mire con mucho amor para descifrar qué necesitan.
Tenía una suerte de flashbacks permanentes y me veía siempre a mí siendo niña. Recordé mi infancia, los veranos en la quinta, la relación que tenía con mi hermana y con mis primos. Me vi en los primeros días del jardín, los primeros amigos y las incipientes redes que tejí sola, ampliando el mundo social originario que es la familia. Podría decir que tuve una infancia convencional, tranquila, pero sobre todo me recuerdo con una vida interna rica e inalcanzable para los demás. Creo que vivía también de mis sueños, en un mundo paralelo y profundo. Me acuerdo, por ejemplo, que alguna vez pasé horas y horas preguntándome en qué idioma hablaría Dios. Estaba segura de que era el castellano, entonces deduje que yo era una privilegiada por hablar el mismo idioma que Él. Se lo comenté a un primo mayor, en la galería de la quinta. Intentó explicarme que estaba confundida, que en todo caso Dios hablaba todos los idiomas juntos, pero que Jesús, cuando vivió en la tierra, hablaba un idioma muy distinto al castellano. Me pareció confusa su respuesta y seguí convencida de mi postura, creyendo que Dios hablaba el mismo idioma que yo. Ahora que lo veo a la distancia, me produce infinita ternura deducir qué significaría para mí “el idioma de Dios”. Creo que hay algo casi mágico en darnos cuenta que hablamos su mismo idioma. Porque el idioma de Dios es a veces confuso y seguramente más fácil de entender para un niño que para un adulto. Su lenguaje solo podemos comprenderlo si tenemos el corazón abierto y dispuesto; si estamos preparados para el dolor o para el sufrimiento, sabiendo que siempre estará cerca una mano amiga que nos sostenga y nos ayude a andar. Dios nos habla desde el silencio, desde la duda y muchas veces no entendemos nada cuando Dios nos habla. Entonces en la frustración de no entender, aparecen el enojo, la rabia y preguntarnos una y mil veces por qué algo tan terrible nos tuvo que ocurrir a nosotros.
Cuando Dios me hablaba en un idioma que era demasiado duro para que pudiera escuchar, el médico que nos acompañó me dijo que quizás no se trataba todo de entender, sino de aceptar; de no ofrecer resistencia y en cambio descansar en lo que nos toca, confiando en que el secreto se revelará algún día y que muy probablemente cuando ese día llegue, ya no tengamos tantas preguntas o incluso ninguna. Asimismo, me aseguró que no había cantidad de entendimiento suficiente y disponible en el mundo para abarcar la muerte de un hijo. A veces las personas queremos pensar con la mente cuestiones que solo pueden meditarse con el corazón.
Quisiera explicarles lo que resulta de la pérdida de un hijo, pero la pretensión es demasiado grande y jamás encontraría las palabras para ser completamente fiel a lo que sentí. De hecho, lo primero que advertí fue una soledad extrema, porque me vi atrapada en el silencio al que nos condenaba la ausencia de palabras y la incapacidad de contarle a cualquier otro lo que estábamos viviendo. Me di cuenta de que cada sensación tenía ahora un significado nuevo: el miedo, la pena, el dolor, la tristeza, la angustia y la desesperación. Descubrí que nunca antes había sentido verdadero miedo o verdadera angustia; que lo otro solo eran algunas facetas tímidas de la sensación que ahora me invadía toda y me arrasaba. Era como una suerte de aluvión y el cuerpo resultaba demasiado pequeño y débil para contenerlo. Entonces todo el mundo intenta decirte algo, ayudarte con alguna palabra que haga las veces de narcótico. Pero las palabras son, como dije, siempre escasas y hasta resuenan vacías y casi ridículas cuando la pena es tan grande.
Domesticar el dolor es una meta grande y necesaria. Y cada vez que sentía que no me esforzaba por combatirla, recordaba el cuento de los baobabs en “El Principito” de Saint Exupery. El Principito quería tener una oveja para que se comiera los baobabs que amenazaban con invadir su diminuto planeta. Entonces, el aviador perdido con quien dialoga este pequeño niño