Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
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Recién después de este hecho que marcó la vida de mi familia, tomé consciencia de lo difícil que era para Dios ser Dios en la actualidad. De pronto entendí que el hombre moderno había ido corriéndolo cada vez más lejos de sí mismo, cuestionándolo en el mejor de los casos o incluso echándolo por completo. Paradójicamente, el ser humano, ávido más que nunca antes de algún sentido de trascendencia y contenido para su espíritu insatisfecho crónico, indagaba a diario en un sinfín de disciplinas que conocemos bajo el nombre del new age, que nos invitan a conectarnos con la fuente, la energía o el universo. Entiendo que la finalidad de todas ellas, exploradas incluso por mí, es la conexión del hombre con algo que nos complete y nos invada de amor. Desde este punto de vista, me parece que su objetivo es bueno y noble también. Quizás lo que empecé a cuestionarme con mucha curiosidad es por qué nos cuesta tanto decir “Dios” y preferimos términos más suaves o menos comprometidos como luz y energía. Terminamos siendo tibios y confusos y le cerramos la puerta al único que todo lo puede.
Quizás esta idea me hiciera sentir cierto remordimiento con Él. Si al principio creía que iba a preguntarle sin descansar el porqué de lo que le había pasado a Blas durante el resto de mi vida, de pronto me percibí como niña caprichosa haciendo una gran pataleta. Aunque era piadosa con mi propio dolor y estaba convencida de que a Dios no le incomodaba mi pregunta incisiva o que incluso podía tolerarla pacientemente, sentí que no era correcto o al menos necesario, hacerla. Seguramente Dios no se molestaba con este interrogante constante, porque nadie mejor que Él comprendía mi pesar y la pequeñez de mi corazón ante semejante sufrimiento. De pronto la vida se me reveló como un verdadero milagro y la muerte un misterio. Así de sencillo, así de complejo. No había preguntado al comienzo de su vida por qué me lo había dado, quizás dando por sentado lo que no lo es. Consideramos todo lo recibido un derecho y lo que perdemos, injusto.
Asimismo, muchas personas me repitieron un millón de veces que no intentara comprender algo que jamás iba a desentrañar y en este sentido preguntar un porqué se volvía ridículo, pero ciertamente no era mi estilo dejar de esforzarme por saber de qué se trataba lo que nos había ocurrido. Entonces dejé de preguntarle a Dios y en cambio me puse a leer. Quería saber qué opinaban otros sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, la vida después de la muerte o el cielo.
Cada uno puede construir su propio camino en la búsqueda de lo que considera verdadero y este es el mío, que no es más que un humilde punto de vista entre tantos otros que hay en el mundo. Sin embargo, nobleza obliga, sin importar cómo llegas a Él, creo que Dios es la única Verdad. Y la respuesta a todas nuestras preguntas. La pregunta madre de todas mis dudas, rondaba la idea de dónde estaba Dios en los momentos más atroces del ser humano. Intuía que Él también estaba allí cuando pareciera imposible que un Dios que es amor se hiciera presente. Al final de cuentas, la cruz había sido uno de los hechos más terribles de la historia y la religión nos cuenta que misteriosamente en ella no solo se estaba realizando la voluntad de Dios, sino que además ese sacrificio tiene una finalidad redentora que nos salva y libera para siempre.
En la Semana Santa, fui a un retiro breve con algunas amigas que eran parte de mi sostén espiritual. Cada vez que estaba en algún lugar como esos, me preguntaba dónde hubiera estado yo ese mismo día de no haber muerto Blas, dando por seguro que jamás hubiese asistido a este tipo de encuentros. Lo lamentaba y me lo reprochaba también, pero lo recibía como un regalo amoroso de Blas, que quería contarme cosas importantes sobre la vida y la fe y se valía de estas amigas increíbles que me impulsaban a ir.
El sacerdote que lo dictaba me pareció absolutamente amable, agradable, oportuno en sus comentarios y acertado en su capacidad de trasladar la idea de la Pascua a nuestras vidas actuales. Nos dijo que la cruz era la forma que tenía Dios de cargar con todo el dolor del mundo de todos los tiempos. Es decir que de algún modo misterioso, porque la palabra misterio resuena una y otra vez, Jesús había llorado mis lágrimas de hoy por Blas, el día de su propia muerte. Dios tuvo en cuenta allí mi sufrimiento, que ocurriría más de dos mil años posteriores a este hecho bisagra del mundo. La fe nos convoca a creer que allí radica la posibilidad de sanar y de contribuir también con la tarea salvadora, ofreciendo nuestro sufrimiento que no es en vano y que no está vacío de contenido; muy por el contrario, está allí disponible para que lo dotemos de sentido y lo utilicemos como arma para la transformación. Viktor Frankl decía: “…El talante con el que el hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad (incluso bajo las circunstancias más adversas) para dotar a su vida de un sentido más profundo. (…) En esa decisión personal reside la posibilidad de atesorar o despreciar la dignidad moral que cualquier situación difícil ofrece al hombre para su enriquecimiento interior…” (Herder 2014, p92).
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