Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
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Cuando Amparo murió, supe que podía descansar en la fortaleza de Pedro y me di el lujo de desmoronarme tranquila y completa, sin preocuparme por nada más que el dolor que sentía en el corazón. Esta vez, miré a la persona que manejaba inanimado nuestro auto. Me había dicho en el hospital, sentado hecho un ovillo en un rincón del piso: “Yo me acabo de morir”. Temí por nuestro futuro, si es que todavía existía algún futuro posible y pensé que todo lo que estaba pasando podía ponerse más aterrador aún. Esta vez me tocaba a mí tirar del carro donde subí uno a uno a todos los miembros vivos de la familia y empecé a moverlo, esa misma noche, a unos escasos minutos de la muerte de mi amado Blas.
Dormimos en la casa de mis padres. Cuando algo terrorífico nos ocurre, siempre volvemos a la vulnerabilidad propia de la niñez y mamá y papá eran mi único lugar seguro en el mundo. Los vi quebrados de dolor y me sentí infinitamente culpable por ocasionárselos. Me atormentaba pensando que había hecho algo malo, muy malo, que le había costado la vida a Blas y que además repercutía en quienes yo más quería hasta hacerlos desfallecer de pena para siempre. No podía mirar a mi familia ampliada. Les había quitado a su queridísimo Blasito y no había nada que pudiera hacer para subsanarlo.
Los imaginé festejando en otro lado aquel día, la casa llena de gente con motivo de la Navidad, cuando ninguno presentía que el peor llamado de sus vidas estaba por llegar. Recordé la noche que llamé a papá y a mamá, estando ellos de vacaciones en una casita que tenían en la playa, para decirles que Amparo estaba muy enferma. Mamá trataba de ensayar una respuesta del otro lado del teléfono y de mis lágrimas eternas, mientras papá lloraba sentado en un sillón abatido.
Me acosté en la cama y apagamos la luz. Miré el techo y el mundo se detuvo. Repasé mentalmente las últimas semanas. Siempre fui una persona demasiado sensible, perceptiva e intuitiva. Tal vez lo heredara de mi abuela Ofelia, que tenía un sexto sentido extraño que la asaltaba en general sin que ello le gustara demasiado. Los días anteriores a la muerte de Blas, Pedro y yo habíamos estado en alerta. Algo raro nos ocurría y no sabíamos qué era. Sentíamos que nos costaba trabajo estar en pie y que no teníamos energía para andar. Lo comentamos entre nosotros y dijimos: “Algo está pasando, pero no sabemos qué es”. El año estaba llegando a su fin y muy probablemente estaríamos exhaustos y agotados. Sin embargo, este sentimiento me mantenía en vilo.
Tuve un sueño recurrente esos días de diciembre de los que despertaba sobresaltada y asustada. Soñaba que el agua se llevaba nuestra casa. El avance de la humedad era tan grande, que arrancaba pedazos del techo y de las paredes, dejando agujeros por los que no me atrevía a mirar. Entonces llamaba a distintos especialistas en reparación y me veía a mí misma parada siempre en el living con algún buen hombre al que le rogaba ayuda para tapar los huecos. Extrañamente, excepto por estos agujeros que me daban pavor, el resto de mi casa se veía bella y especialmente luminosa. Me pregunté qué podría significar esto que había presentido. Sentía como si una parte de mí hubiera sabido anticipadamente lo que vendría después.
La noche anterior a la ecografía de Amparo, cuando no sabíamos siquiera su sexo, soñé que caminaba por una casa llena de puertas, buscando detrás de alguna de ellas a mi bebé. Abría una de esas puertas, de vidrios repartidos y visillos blancos y entraba a un cuarto con pisos de madera crujiente, amplio y lleno de luz. Había un moisés en el medio, todo rosa con moños y tules. Me acercaba cuidadosamente y me asomaba para ver a mi bebita dormir. Era mi hija, era mujer y estaba tan resfriada que no podía respirar bien. El único pensamiento que tenía mientras la miraba, era que ella estaba enferma y que no había nada que pudiera hacer para ayudarla.
Cuando fuimos a la ecografía y supimos que era mujer, la médica que realizaba el estudio me preguntó cuándo tenía que ver a mi obstetra. Dijo que no era nada urgente, que solo iba a incluir un pequeño detalle en el informe, pero que era una variante de la normalidad; que este hallazgo aislado no era indicio de nada raro. Ahí corroboré que Amparo estaba enferma y eso fue una semana antes del escáner completo que arrojó los peores resultados. Lo llamé al obstetra parada en el estacionamiento del mismo hospital donde se murió Blas y le dije: “Necesito que me consigas un turno para hacer un estudio más complejo de la bebé. Ella está enferma, te lo aseguro”. Le pareció descabellado, pero insistí diciendo que estaba absolutamente segura, que yo era su mamá y sabía mucho más de Amparo que nadie. Cedió en su postura y a la semana me esperaba el especialista que diagnosticó los efectos del virus en su cuerpo.
Acostada inmóvil en una cama en la casa de mamá y papá ese 25 de diciembre, la vida se había derrumbado. O al menos para mí. No podía percibir nada a mí alrededor. Los sentidos estaban bloqueados. Estoy segura que de haber tenido un aparato capaz de medir ondas cerebrales, le hubiese sido imposible detectar alguna actividad en mi mente. Cerré los ojos y dejé que fluyera todo lo que había sentido los últimos días, algo que me golpeaba y llamaba desde algún espacio que desconocía. No sentía bronca, ni furia, ni enojo; solo dolor, punzante y mortal. También sentía miedo. Mucho miedo.
En la oscuridad del cuarto, de pronto pude articular una palabra muda, que salió desde lo más profundo de mí ser con una potencia que me sacudió. Grité en silencio, un grito imperceptible para el oído humano, pero aún así estridente y ensordecedor, un grito que salió desde un alma vacía y rota y que se elevó al cielo para llegar sin escalas al corazón de Dios: “Ayudame, por favor ayudame”. Fue una súplica desesperada. Entonces, sentí con la contundencia que no da lugar a la duda, una voz cálida que me contestaba sin hablar: “Ya te oí, te estaba esperando”.
Amanecí y enfrenté el primer día del resto de mi vida sin Blas. No sabía dónde ponerme o cómo actuar. En realidad, no sabía quién era yo sin Blas o más aún, me preguntaba si existía alguna versión mía posible sin él. Estaba perdida sin mi rubito amado y la vida seguía moviéndose inclemente sin respetar la ausencia desgarradora de nuestro hijo en ella. Lavarse los dientes o hacer un café en el mundo que se nos aparece cuando un hijo murió, es una tarea novedosa, que implica los desafíos de lo que hacemos por primera vez. Todo me resultaba absurdo, tomar una taza de té o ponerme los zapatos; básicamente actuar normal parecía ridículo y a la vez la única forma posible de empezar a trazar los bocetos de una nueva vida.
Capítulo
Tenía muchas preguntas, todas dirigidas a Dios sin excepción. Lo interpelaba constantemente con ideas como: “¿Por qué a mí? ¿Por qué mis hijos? ¿Qué querés de nosotros? ¿Por qué me pedís tanto?” “¡No es justo, no es justo!” Esta frase la repetí un millón de veces y más. A pesar de este interrogatorio que no cesaba jamás, no sentía ningún enojo hacia Él. Me di cuenta de que el ser humano siempre considera una opción obvia sentir bronca contra Dios cuando las cosas se ponen feas, pero a mí eso no me ocurría. Sencillamente no estaba furiosa, muy por el contrario, percibía algo de lo mismo que había experimentado siete años atrás con la partida de Amparo: estaba llena de Dios y ese era el único y verdadero lugar seguro en donde podía descansar y buscar consuelo.
Había una sola razón por la cual seguía viva. Dios me estaba sosteniendo fuerte para que no me cayera. Seguro se preguntarán cómo lo sabía o si serían trucos de mi mente claramente afectada. Bueno, admito que también yo me lo cuestioné, de modo que rezaba siempre diciendo una frase que pedía algo así como: “No permitas que nada de lo que sienta como verdadero, no lo sea”. Y me entregué en esa oración y en la confianza de saberme amada y mirada con compasión.
Pronto supe que mis preguntas eran las mismas de todas aquellas personas que habían pasado por una situación similar. Cuando un hijo muere, es imposible no mirar al cielo y decir: “¿Qué es lo que acaba de pasar? ¿Tomaste nota de lo que ocurrió? ¿Dónde estabas? ¿Cómo no lo evitaste? ¿Hice algo para merecerlo?”. La razón por la cual