Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena

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Es de sol - Ana Fernández de Nazar Anchorena  Acción empresarial

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haber vivido toda una vida buscando seguridad y la seguridad era para mí altamente valorada. Pero tenía un gran y único defecto por el que valía la pena salir de la madriguera que cuidadosamente había fabricado: un lugar seguro no es, casi nunca, un lugar feliz. Deseaba tanto ser feliz y solo pude darme cuenta de ello a mis treinta y tres años, después de la vida que nació cuando llegó Blas.

      Mi hijo era una persona magnética. Atraía a todos hacia sí sin hacer ningún esfuerzo por conquistar el corazón de nadie. Muchas tareas agotadoras que definen a las personas para agradar a los demás, definitivamente no tenían nada que ver con su personalidad. El centro de su vida era nuestra familia y volcaba todo su amor de forma completa, desinteresada y sin pedir jamás nada a cambio. Sus hermanos eran destinatarios especiales de un amor que nunca juzgaba ni intentaba cambiar al otro. Blas los quería sin reservas, así como eran, algo que me ponía a pensar varias veces que de algún modo él era mejor con ellos que yo misma. No sé si sería apropiado decir que los amaba más, pero ciertamente lo hacía mejor. ¿Por qué? Porque lo hacía aceptando la totalidad de quienes eran, con sus defectos y virtudes, con lo que tenían para ofrecer y con sus carencias.

      Muchas veces sentía que quería aprender de Blas dos cosas por sobre todas las demás: ir por la vida despegada del suelo y amar como él amaba. Y esto que les cuento fue anterior al desenlace de su historia en esta vida. Existe una concepción muy frecuente de que las personas que mueren gozan de la mirada compasiva de quienes los sobreviven, que tienden a recordar lo bueno que había en ellas y minimizar o incluso negar sus puntos flacos. Y si esa persona es un niño de tres años y medio, ¡más aún! Pero les aseguro que no es el caso de Blas. Este chiquito era verdaderamente especial. Si tuviera que definirlo en una oración, diría que era bueno, bueno en el sentido más amplio del término. Intento buscar las palabras adecuadas, pero ninguna basta para que puedan abarcar mis lectores quién era él. Entonces, me limito a desearles que puedan tener cerca “un Blas” en su vida alguna vez.

      Simón supo lo bello que era tener un hermano amigo al lado suyo. Se buscaban, se peleaban, se querían, compartían gustos e intereses. Blas lo seguía por todos lados. Creo que nadie más en el universo volverá a sentir alguna vez lo que Blas sentía por Simón. Era un amor cargado de orgullo hacia su hermano mayor, un amor compasivo, un amor que buscaba siempre el objeto de ese amor. Cuando Blas empezó el jardín, Simón fue el gancho para que se quedara. Las maestras lo llamaban para que Blas se sintiera a gusto. Donde estuviera su hermano Simón, era siempre un buen lugar.

      Apenas cumplió un año, quedé embarazada de Santos. Fue una noticia que me tomó por sorpresa y mi hijo en camino me enseñó una lección que atesoro al día de hoy como una de las más bellas y reales, aunque a veces no ocurra con la frecuencia que deseamos: la tragedia puede irrumpir en tu vida y cambiar tu existencia repentinamente; pero algo mágico también puede suceder una mañana cualquiera, cuando nada te hace sospechar mientras desayunas distraída, que ese día te deparará un cambio completo y feliz que va a transformarte para siempre.

      Recuerdo ese momento como uno de los más perfectos de mi vida. Estaba alucinada con la idea e incluso que fuera sorpresivo lo hacía más agradable todavía. De algún modo me sentía completa y que la vida había sido “justa” conmigo. ¿Qué más podía pedir? Tenía todo para ser feliz al alcance de la mano y ensayaba de a ratos una teoría, que hoy considero absurda, sobre la compensación. Dios me había premiado después de tanto dolor y me invitaba inexorablemente a vivir en paz.

      El tiempo fue pasando y los chicos crecían sin mayores problemas. Vivimos en un país donde claramente siempre algo nos quita el sueño, pero la verdad es que Pedro y yo no teníamos grandes preocupaciones. De cualquier manera, hablábamos mucho sobre la idea de la felicidad. Era un tema recurrente en nuestro matrimonio y sobre qué hacíamos ahora que habíamos alcanzado la parte más importante de nuestro proyecto de vida. En mi interior anhelaba la posibilidad de ser mamá una vez más y en este sentido creía que el proyecto familiar no estaba concluido. Pedro, por el contrario, estaba decidido a no a tener más hijos y se veía a sí mismo como un plan sin rumbo o incluso frustrado. Él siempre fue un apasionado y un soñador y, en cierto punto, el proyecto familiar que requería un sustento económico obvio, había recaído siempre sobre sus hombros. Pedro quería cocinar, arte que domina y disfruta como pocos, o conocer distintos países y sus culturas… Quería tener algo que no tenía y envidiaba sanamente a los muy pocos que lo han logrado en esta vida: tener una vocación. La frase dice: “Ama lo que haces y no tendrás que trabajar por el resto de tu vida”. Ese era su anhelo mayor.

      A veces le decía que todavía estaba a tiempo, pero la verdad es que no lo expresaba con convicción. Ocuparse de tres chiquitos menores a cinco años supone un desgaste grande y una entrega enorme de nuestro propio tiempo, energía ¡y libertad! Para mí cualquier renuncia valía la pena, porque ellos eran mi sueño completo. Para Pedro también, pero insistía en que una cosa no debería anular a la otra y que ese ruido que sentía diariamente en su interior lo llamaba a hacer algo.

      Para esta época que les cuento, un poco de la magia que había derramado la vida de Amparo, se había diluido. La realidad nos estaba tragando. La rutina, la falta de tiempo y espacio, o mejor dicho el tiempo mal invertido y despilfarrado como si no fuera este un bien escaso que cuidar. Vivimos en un mundo que ha inventado tantas necesidades, ¡tantas! Y nos han convencido que no es posible una vida sin estas necesidades satisfechas, necesidades que no tienen nada que ver con la esencia del ser humano y su capacidad de explotar sus potencialidades. ¡Mucho menos de ser felices! A veces añoraba mi etapa de dolor, porque haber estado recluida del mundo y con el corazón abierto, daba lugar a la conexión con lo que era bueno y sacro. Traer esto a colación me recuerda que el hombre es el único ser capaz de tropezar dos veces con la misma piedra.

      Entonces llegó la Navidad del 2018, el día fatídico que cambió nuestras vidas para siempre. Salimos de casa siendo cinco y volvimos solo cuatro de nosotros. Decirlo y escribirlo, me sofoca el corazón; y vuelvo a experimentar la agonía que sentí ese día y los siguientes, un dolor que no podría nombrar porque es mudo y sordo, un dolor que te atraviesa al medio y te desgarra con la potencia de lo que es mortal y permanente, un dolor que amenaza con destruirlo todo y no retirarse jamás, un dolor que no admite escondites ni fugas, que es amenaza hasta de lo que considerabas conquistado y ya propio; un dolor que te arranca una a una las capas del corazón hasta dejarte desnuda el alma, quizás en el estado más puro que esta haya tenido desde que éramos bebés recién nacidos.

      Los detalles de su muerte no tienen importancia. Blas se ahogó en una pileta el día que todos festejábamos la Navidad el 25 de diciembre. Mientras decía incoherencias y rezos atolondrados detrás de la puerta de un cuarto de RCP en el hospital, comprendí que mi vida pendía de un hilo, que estaba por morir también yo. Mí amado Blas, mi bebé… “Él es mi bebé, no podes llevártelo, no me hagas esto, por favor te lo suplico, no me quites a mi bebé yo no voy a poder vivir sin él, te ruego que no te lo lleves”. Sabía adentro mío que Blas se moría, lo supe incluso cuando por un momento lograron sacarlo del paro cardíaco... Mi hijo se iba a morir.

      Nunca entendí cómo salimos de ese hospital y volvimos a buscar al resto de nuestros hijos a la casa llena de gente en donde estábamos. La llamé a mi hermana con un teléfono prestado y dije las palabras más sufrientes que pronuncié en toda mi vida: “Blas se murió”. Y el corazón se me vuelve a desarmar en mil pedazos, que tengo que detenerme a juntar antes de poder seguir escribiendo esta historia que les estoy contando.

      Volvimos esa noche a casa en estado de shock. Estábamos adormecidos y francamente un poco muertos también. Dijimos algunas palabras desesperadas en el auto. Simón y Santos viajaban en silencio en la parte de atrás. Me di vuelta y vi el lugar de Blas vacío. Tenía sus zapatos en la mano y los abrazaba pensando que aún conservaban el calor de sus pequeños pies en ellos. Reparé en que sus zapatos también estaban vacíos y de pronto sentí que todo, absolutamente todo, estaba vacío de él. Simón se había acurrucado al lado de Santos y le tomaba la mano, quizás como una forma desesperada de calmarse

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