Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
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Este pensamiento me asaltó cuando fui consciente de la angustia de Pedro. Él también sentía pena, pero no por Amparo, porque ellos tienen una relación que a veces envidio en secreto, sin tanta lágrima y furia de por medio. Amparo y Pedro simplemente se quieren a la distancia, como se quieren las almas que están conectadas para siempre, las que no necesitan de la inmediatez del tiempo, ni del contacto físico. Amparo y Pedro se acompañan y se cuentan, se ayudan, se enseñan, se abrazan desde lejos y para ellos es casi lo mismo o más especial aún. En realidad, Pedro sentía pena por mí y porque temía que mi tristeza se convirtiera en un baobab gigante que ni siquiera él, con todo el amor y la paciencia que me tenía, pudiera extirpar. Pedro me dijo un día, que mi ausencia era peor que la de Amparo, porque el alma de Amparo estaba con él, con los dos, en cambio de mí ya no quedaba nada más que un cuerpo vacío, un cuerpo despojado de mí. Y era verdad. Necesitaba hacer un trabajo profundo para aprender a llevar esta cruz que juzgaba demasiado pesada y adentrarme en los misterios de la vida entregada, confiando en el poder que habitaba en mí y en la potencia de la oración cuando le pedimos abatidos a Dios que el trabajo duro lo haga Él.
El tiempo fue pasando y aunque todavía me faltaban millones de kilómetros por recorrer, la muerte de Amparo pudo trascender la tragedia y calar hondo en nuestras vidas, transformándolas y haciéndolas nuevas, volviéndolas más auténticas, sentidas y parecidas a Dios. Amparo nos enseñó que no hay que dar nada por sentado, que la vida puede tener giros inesperados aún cuando pareciera que todas las cartas ya están echadas a nuestro favor. Nos entrenó en el dolor y en el sufrimiento. Amparo redefinió las palabras miedo, pena y angustia, pero también redefinió la palabra amor y sobre todo, la palabra vida. Amparo nos mostró cómo hablar con Dios. Nos hizo pequeños y vulnerables, pero también protegidos por su mirada siempre atenta y compasiva.
Muchas noches le pedí a Dios que salvara a mi hija Amparo. Le pedí que la salvara sin darme cuenta de que tal vez era yo la que estaba siendo salvada; que Pedro y yo estábamos siendo salvados e invitados también a vivir una nueva vida a través de ella. Y esto es lo más noble, puro y bondadoso que pudo hacer nuestra hija por nosotros. Nuestra querida Amparo, que tuvo una historia corta pero intensa, que parecía un ángel dormido, incapaz de ser corrompido por ninguna enfermedad, incapaz de ser limitada por ninguna dolencia de este mundo. Dios le dio a Amparo alas para que fuera libre y volara más allá. Pero en su paso supo darse entera. Nos dio su amor y su sabiduría. Me hizo mamá. No sabía cuánto me faltaba rumiar todavía, cuántas noches de oración profunda tendría por delante y cuántas ideas quedaban por madurar y acoger en el alma.
Por eso le agradezco a Dios todos los días por habérmela dado, por haberme elegido para ser la mamá de un ser tan especial como mi Amparo, por ser yo bendita entre todas las mujeres, casi como María, por haber tenido una hija como ella. Amparo nos señaló el camino, porque muchas veces la vida es lo que nos ocurre mientras insistimos en seguir planeándola; nos preparó el corazón para estar atentos, para ser dóciles y mansos a las circunstancias que no podemos cambiar y dejó entrever que la única forma de reponernos y volver a andar, es descansando en Dios, cuya cruz es también soporte, bastón y puente a la morada donde mi hija habita. Amparo me hizo notar que Dios nos habla, todo el tiempo y de diversas maneras. A veces lo hace un poco bajito y el ruido del mundo no nos deja escucharlo; algunas otras solo un corazón ciego y sordo podría pasarlo por alto. Me pregunto, entonces, si Pedro y yo habríamos tenido antes corazones ciegos y sordos.
Leyendo una vez un librito biográfico sobre la historia de la hija de alguien más que se fue de este mundo, encontré una frase que escribió la mamá durante su agonía. Rezaba así: “…María, si la quieres, es tuya, pero cómo nos gustaría que la dejaras con nosotros…”. Me sentí infinitamente identificada con su ruego y a la vez me impresionó tanto su humildad y entrega. Me miré en esas notas como en un espejo, temiendo, suplicando, sufriendo un dolor sin nombre, pero también ofreciendo nuestras hijas a Dios. Es difícil aceptarlo a veces, pero las manos de Dios son incluso mejores que nuestras propias manos, las manos con las que hubiésemos querido protegerlas y acunarlas hasta el fin de nuestros días, no el de ellas. Solo la sensibilidad y la grandeza de una madre que ama profundamente a su hija puede decir en el momento más oscuro, en ese instante extremo donde se desgarra el alma y también el cuerpo: “…María, si la quieres, es tuya…”.
Capítulo
La vida siguió su curso y nos atrevimos a soñar una vez más. Éramos muy jóvenes, recién empezábamos y nos merecíamos otra oportunidad. Sin embargo, algo había cambiado en mí para siempre. Sentía una conexión especial con Dios que me mantenía despierta. Si Él había querido llamar mi atención, ciertamente lo había logrado.
En diciembre del año siguiente nació mi amado Simón. Siempre le pregunto: “¿Ya te dije cuál fue el día más feliz de mi vida? Fue el día que naciste vos”. Quizás con cierto sentido de consideración hacia sus hermanos, Simón me responde tímidamente: “Y el día que nacieron Blas y Santos”. Lo correcto sería decir que sí, pero estaría faltando a la verdad. Los padres rara vez nos permitimos admitir que todos los hijos nos inspiran sentimientos diferentes en intensidades igualmente distintas. Claro que los días que Blas y Santos nacieron fueron súper felices, pero lo que yo sentí cuando nació Simón fue sublime. Mi hijo me había dado el último empujón devuelta al mundo real. Tenía tantas ganas de vivir como nunca antes y ciertamente tanto más desde la muerte de Amparo hasta ese día glorioso. Había llegado la hora de disfrutar. Me lo había ganado, después de tanto tiempo de tristeza y de un embarazo al que había renunciado a percibir como algo bueno en sí mismo y carente de amenazas. Simplemente no había podido hacerlo, solo había esperado con la mayor calma de la que era capaz, que el médico me entregara a mi bebé vivo y aullando. Todos somos hijos de nuestras propias historias, tuve paciencia y piedad conmigo misma por sentir así y aceptaba con resignación que no fuera una opción andar por la vida siendo una embarazada feliz.
Simón me fue sanando con su amor. Su existencia permitía que volviera a sentirme como yo misma. Ya no era una extraña para mí, ni el mundo que me circundaba una amenaza latente. Por el contrario, me sentía orgullosa de lo que había logrado. ¡Miraba hacia atrás y me parecía la vida de otra persona a la cual había sobrevivido!
Cuando un par de años pasaron, sentí ganas de intentarlo una vez más y empezamos a buscar a Blas con muchísima emoción. Blas fue mi único hijo que tardó en venir. Lo invoque meses y meses, que algunos fueron demasiado largos. Realmente quería tener otro hijo y descubrirme en una nueva oportunidad para vivir su espera despojada de toda tragedia. Finalmente un día supe que estaba embarazada. Lo habíamos logrado otra vez. Blas fue mi hijo de la esperanza, mi hijo que trajo consigo la bendición de reescribir la historia y hacerme saber que todo lo que no es, puede llegar a ser. Me hizo redefinirme como mamá, ¡y ver en mí atributos que desconocía absolutamente!
Blas y yo éramos muy distintos, razón por la cual me gustaba mucho estar con él. Siempre fui demasiado tímida e insegura, muy enroscada en pensamientos profundos, que me volvían bastante más compleja de