La buena voluntad. Ingmar Bergman

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La buena voluntad - Ingmar Bergman La principal

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Vaya junto a la mujer que llaman mi abuela y dígale que vivió toda su vida al lado de su esposo sin ayudarnos ni a mi madre ni a mí. Sin enfrentarse a usted. Sabía de nuestra indigencia y nos mandaba pequeños regalos para las fiestas de Navidad y los cumpleaños. Dígale a esa mujer que ha elegido su vida y su muerte. Mi perdón no lo tendrá nunca. Dígale que la desprecio a causa de mi madre y de mí mismo de la misma manera que lo aborrezco a usted y a la gente de su calaña. Yo nunca seré como usted.

      Fredrik Bergman agarra con fuerza el brazo del muchacho y lo sacude despacio. Henrik lo mira.

      henrik: ¿Piensa pegarme, abuelo?

      Se libera y sale lentamente de la habitación, cierra la puerta con cuidado y se aleja por el oscuro pasillo. Unas lámparas de gas parpadean en la tenue luz diurna desde tres ventanas sucias allá arriba, bajo el tejado.

      La primera semana de mayo Henrik se va a examinar de Historia de la Iglesia con el temible profesor Sundelius.

      Son las cinco y media de la mañana de un lunes. El sol luce con fuerza tras la persiana raída en el sencillo alojamiento del joven, donde cabe una cama desvencijada, una mesa raquítica, desbordada de libros y compendios, una silla de escritorio, una librería llena hasta los topes que ha visto tiempos mejores pero no mejores libros, un lavabo con la palangana desconchada, la jarra a juego, cubo y orinal, y una butaca con tres patas apoyada en cuatro volúmenes de la ilegible Exégesis de Malmström. Dos lámparas de queroseno (¡sorprendente lujo!), una en el techo, bajo y lleno de manchas de humedad que dibujan continentes; la otra en el escritorio, velando dos fotografías: la madre, cuando todavía era joven y atractiva, y la novia, blanca y hermosa, de mirada clara y amplia sonrisa. En el piso, irregular, unas cuantas alfombras de trapo de calidad irrompible. En los abollados papeles que cubren las paredes, reproducciones de motivos bíblicos. En el rincón junto a la puerta se eleva una estrecha estufa de azulejos floreados. Este habitáculo estudiantil respira pobreza, pureza luterana restregada con jabón verde y tabaco de pipa agrio. La vista al patio consiste en una pared medianera y siete retretes que se apoyan con zozobra unos en otros y en el muro. En los tilos casi abiertos alborotan los pájaros. El hombre de la leña ya ha empezado a aserrar en el sótano. En algún lugar grita un niño de pecho pidiendo teta. Son, pues, las cinco y media y Henrik se despierta con un hachazo en el estómago: el examen de Historia de la Iglesia. El temible profesor Sundelius

      Justus Bark entra sin llamar. Tiene la misma edad que Henrik pero es bajo y corpulento, de ojos oscuros, nariz grande, pelo negro. Habla con acento de la región de ­Hälsingeland y tiene los dientes mellados. Va pulcramente vestido con un traje oscuro, camisa blanca, cuello y puños postizos, ­corbata negra y zapatos desesperadamente brillantes, pero gastados.

      justus: Ecclesia invisibilis, ecclesia militans, ecclesia pressa, ecclesia regnans y, finalmente y sobre todo, ecclesia triunphans. ¿Sabes qué es lo peor de todo con el viejo Sundelius? Me lo contó Gyllen ayer por la tarde. Gyllen falló en lo ecuménico porque no sabía que la Iglesia católica romana había celebrado veinte concilios, pero que la Iglesia católica griega solo reconocía los siete primeros. ¿Qué concilios reconocían los griegos?

      henrik: Nicea, año 325; Constantinopla, 381; Éfeso, 431; Caledonia, 451. Constantinopla, otra vez años 553 y 680; y Nicea, 787.

      justus: Bravo, bravo, señor bachiller. Gyllen no lo sabía y el temible Sundelius le suspendió. Primera pregunta, respuesta errónea, fuera. Ahora tenemos miedo, miedo de verdad, he tomado demasiado café, de ese brebaje que llaman café. ¿Tienes unas hojas de té que prestarme? Me arde el estómago como el infierno.

      henrik: En el armario, Justus. Nos vemos dentro de diez minutos. Abajo, al pie de la escalera. Y despiertos.

      justus: Gyllen es rico. Le suspende Sundelius a los tres minutos de examen, se encoge de hombros y se va de vacaciones después del baile de la primavera. Y se prepara la Historia de la Iglesia para Navidad. ¿Me harías el favor de…?

      henrik: No, gracias. Amicus.

      justus: ¿Qué es ese cardenal que tienes en el pecho?

      henrik: Es Frida. Muerde.

      justus: Nos vemos dentro de diez minutos.

      henrik: Pax tecum.

      Cuando Justus abandona la habitación, Henrik se queda desnudo unos instantes en la intensa luz solar, trata de respirar despacio y dice en voz muy baja: ¿Me ayudarás, Señor? Como salga mal hoy, será una catástrofe. Ya se podía poner enfermo el viejo Sundelius y mandar al bueno del auxiliar. No sería la primera vez.

      Pero justamente esa mañana, el temible profesor ­Sundelius no está en absoluto enfermo, más bien al contrario. A las ocho menos diez hay tres examinandos esperando sentados en el espacioso vestíbulo. Porque el profesor se ha casado con una mujer rica y vive en un suntuoso piso de doce habitaciones en la plaza Vaksala. La puerta del comedor está abierta, dos sirvientas uniformadas de azul y blanco quitan la mesa del desayuno. La esposa del profesor, majestuosa pero algo coja, se deja ver durante unos segundos. Echa una mirada rápida e impertinente a los pálidos examinandos que se levantan y se inclinan respetuosamente con lisonjera sonrisa —como si fuera a servirles de algo—. El reloj de la sala da las ocho con sordas campanadas: «No escuches el reloj de tu sepulcro que te llama a comparecer ante Dios o ante Satán», piensa Henrik citando a Macbeth, acto segundo, primera escena. El secretario del profesor (porque tiene secretario, es muy rico, se dice que será ministro en la próxima remodelación del Gobierno), el secretario, pues, es una persona bastante desabrida, sufre de soriasis, tiene los ojos acuosos y disfruta en secreto del terror que propaga cuando, con humilde entonación, llama a los tres jóvenes al despacho del profesor.

      El profesor Sundelius es un hombre gallardo de unos cincuenta años, con un rostro franco, cutis sonrosado, abundante pelo entrecano y barba. Viste un bien cortado batín que pone de relieve lo proporcionado de su figura. Anda a paso rápido sobre la alfombra oriental, extiende sonriendo una mano musculosa y saluda cordialmente a los delincuentes.

      El despacho es grande pero bastante oscuro. Pesados cortinajes dejan fuera el luminoso día de primavera. Aquí dentro imperan los olores y el silencio de los libros. Un escritorio enorme como un castillo. Muebles de piel. Tres sillas barnizadas de oscuro con asiento de mimbre y respaldo recto, preparadas, lámparas brillantes, oscuros cuadros de marcos dorados y un tenue resplandor de cuerpos femeninos.

      El catedrático se sienta ante el escritorio e invita a los jóvenes a hacer lo propio en las tres sillas. Escoge un habano (el primer habano después del desayuno) de una caja de plata, le corta cuidadosamente la punta y lo enciende.

      profesor sundelius: No hay nada comparable al puro del desayuno. En confianza les diré que este es un habano auténtico. Fíjense lo bien que prende. Fíjense lo bien que absorben el fuego los finos nervios de la hoja de tabaco y lo suavemente que se convierten en ceniza.

      El catedrático y sus examinandos meditan unos segundos acerca de la belleza de fumar puros, seguidamente Sundelius se inclina y extiende en silencio su manaza. Los estudiantes entienden al momento que deben entregarle sus boletines de notas. El profesor los coloca en fila sobre la carpeta.

      profesor sundelius: ¿Quién de ustedes quiere empezar? ¿Quién quiere parar el primer golpe? Como ustedes seguramente saben, tengo fama de exigente. No es mala voluntad, sino una actitud bien pensada que, con los años, me ha proporcionado muchos epítetos poco halagüeños. Bueno, sea por lo que sea, la cuestión es que hay demasiados teólogos vagos, torpes y mal formados. Yo quiero contribuir a mejorar la fama y la situación de ustedes manteniendo unas exigencias razonables. Con frecuencia se dice: un sacerdote es un pastor de almas, ¿de qué le sirve a sus feligreses

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