La buena voluntad. Ingmar Bergman

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La buena voluntad - Ingmar Bergman La principal

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comportamiento y exigió sufragar los costos de Frida por la limpieza de la falda. Ella no supo qué contestar, porque la falda no se podía lavar, se había estropeado. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Henrik apenas tenía dinero para comprar otra.

      Frida terminó el café, apagó el cigarrillo y guardó la colilla en una cajita de estaño. Luego se levantó y dijo que se le había acabado el descanso, pero que si quería que se vieran, ella terminaba a las dos. Él se sentó en un velador de mármol, fuera, en uno de los grandes cenadores de lilas, pidió un agua mineral y se quedó mirando a la gente y oyendo la música del regimiento, los graznidos de los gansos y la corriente bajo el puente Island.

      Cuando llegó la hora acompañó a Frida hasta el hotel Gillet y allí le besó la mano, cosa que había aprendido de su madre. Le explicó además que estaba solo en ­Upsala, en Suecia, en el mundo y en el universo. Frida se reía asombrada y un tanto desconcertada, y le propuso hacer una excursión a Graneberg. El próximo domingo estaba libre.

      Así empezó una relación que no tardó en convertirse en convivencia. A Henrik le atormentaban el remordimiento de los pecados, la lujuria y unos celos salvajes. Frida se valía de astucias, sentido común, mentiras blancas y estrategia para calmar a esta criatura excitada y confusa. Le enseñó también qué tenían que hacer para evitar consecuencias, lo que a su vez desencadenó un ataque de celos retrospectivos. Frida era dulce y suave, y Henrik armaba escándalos. Pronto fueron inseparables.

      Poco después se prometieron, en secreto. Henrik no se atrevió a hablar con su madre de Frida, pero Frida no se enfadó. Ella esperaba su momento. Convertirse en la acomodada esposa de un sacerdote podía ser un buen porvenir. Soñaba con frecuencia y de buena gana con una vida así, pero esos sueños los guardaba para sí misma. Frida sabía mucho de la vida y era lo bastante sensata para sacar conclusiones y hacer planes. Henrik en cambio no sabía nada, porque una montaña de exigencias le ocultaba el panorama. Vivía hundido en sus propias coerciones y en expectativas ajenas. Al lado de Frida podía sentir súbitas punzadas de felicidad o como se llamara ese sentimiento desconocido que le sorprendía y le hacía brotar cálidas lágrimas bajo los párpados.

      Cuando Frida llegó a casa de Henrik la noche del examen, ya era bastante tarde. Había conseguido cambiar un turno con el indulgente permiso del jefe de comedor. Dieron las diez en la catedral y se encontró la puerta abierta y el cuarto casi a oscuras. Henrik estaba en la cama con un brazo sobre el rostro. Al acercarse ella despacio, él se sentó.

      frida: Pasó Justus y me lo contó. ¿Has comido? ¿No has comido nada en todo el día? Ya me lo temía yo, así que me he traído una cerveza y unos fiambres de la cocina. La señorita Hilda, ya sabes, aquella que nos encontramos en el concierto de la iglesia de la Trinidad, te manda saludos. Dice que le pareciste muy guapo, pero demasiado delgado. Déjame encender la lámpara para poner la mesa. Tendré que apartar un poco los libros.

      Desempeña sus tareas silenciosa y tenazmente. Henrik la mira sintiendo pesar y alivio a un tiempo. Además, tiene unas ganas de orinar terribles.

      henrik: Tengo que bajar a mear. Es que no he meado en todo el día.

      frida: ¡No se puede estar tan triste como para no mear!

      Henrik sonríe a medias, desaparece por el pasillo y se le oye bajar la escalera. Frida sirve la cerveza en el vaso de lavarse los dientes, se sienta a la mesa, enciende un cigarrillo y ­contempla la fotografía de la madre de ­Henrik. Su mirada va a través de la ventana hacia la pared medianera y el patio. Allí está Henrik, a la débil luz de la farola del portal. Se está abotonando los pantalones y debe de sentir que ella lo está mirando, porque alza la cara hacia la luz de la ventana y la ve allí, enmarcada por el cuadrilátero amarillo. Ella sonríe, pero él no contesta a su sonrisa. Entonces ella le hace señas de que suba, levanta el vaso y bebe. Luego se abre la blusa, se baja la camiseta y descubre su seno derecho.

      De madrugada Frida se levanta para irse a su casa.

      frida: No, no te levantes. No tardará en amanecer, y a mí me gusta andar por la orilla del río cuando la ciudad está en silencio y vacía.

      henrik: Tengo que irme a casa la próxima semana. ¿Puedes imaginarte lo que va a ser eso? Mi madre, gorda y expectante, en el andén. Yo me acerco y le digo que no pude aprobar el examen. Y ella se echa a llorar.

      frida: ¡Pobre Henrik! Puedo ir contigo.

      Ríen sin mucha alegría de lo impensable de semejante plan. Henrik se levanta rápidamente de la cama y se viste. Van andando a través de la fría y quieta mañana de mayo. Cuando llegan al puente Nybron se paran a mirar las oscuras aguas que fluyen con fuerza.

      henrik: Cuando era pequeño mi madre le encargó un altarcito a un carpintero. Hizo un mantel de encaje y compró una imagen de yeso del Cristo de Thorvaldsen, puso dos candelabros del comedor en el altar. Los ­domingos celebrábamos misa solemne, yo hacía de sacerdote, revestido y todo. Mi madre y una señora mayor del asilo de ancianos eran la feligresía. Mamá tocaba el órgano y cantábamos salmos. Tomábamos incluso la comunión, figúrate. Más adelante tuve que pedirle a mi madre que acabáramos con ese vergonzoso teatro. Me dio por pensar que estábamos cometiendo un pecado terrible —todo era tan ridículo y tan humillante—, yo creía que Dios iba a castigarnos. Mi madre es, en cierto modo, tan irreflexiva… Se puso muy triste, claro. Había hecho todo aquello por mí, y yo, por lo menos los últimos años, lo había hecho por ella. Fue una pena. Y entonces, un día como hoy, pienso si voy a hacerme sacerdote por darle gusto a mi madre y porque mi padre no quiso serlo pese a que toda la familia decía que debía ser cura. Y me gustaría saber lo que pensaba cuando dejó los estudios que tan prometedores habían sido. Me gustaría saber lo que pensaba. Boticario. Se hizo boticario. ¿Te imaginas al abuelo y al resto de la familia? ¡Y la vergüenza, claro!

      frida: ¿Por qué no ibas tú a ser sacerdote, Henrik? Es un buen oficio. Honrado, bueno y sólido. Puedes ganarte la vida y mantener a una familia. Y, sobre todo, a tu madre.

      Frida lo ha dicho en broma, no cabe la menor duda. O tal vez es su acento el que hace que el problema parezca insignificante. O es la propia Frida la que piensa que su teólogo se embrolla. No es fácil saberlo.

      El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está descansando. Eso significa abreviar con dignidad el aburrimiento de la tarde echando una cabezadita. El señor director tiene, además, todo el derecho a descansar. Ha cumplido setenta años y se ha retirado de los puentes de ferrocarriles, apartaderos ferroviarios y sistemas de señales construidos y levantados durante la gran expansión del tráfico sobre raíles. Siendo muy joven, y con el flamante título de ingeniero recién sacado, se colocó en los Ferrocarriles del Estado, donde pronto dio que hablar por sus ideas expeditivas y prácticas. Avanzó con rapidez y facilidad. A los veinticuatro años se casó con la hija de un acaudalado mayorista, compró el edificio que se acababa de construir en el número 12 de la calle Trädgårdsgatan y se instaló en un piso de diez habitaciones de la primera planta. Casi seguidos nacieron tres hijos: Oscar, Gustav y Carl. Después de veinte años de éxito social y de turbación matrimonial, murió su enfermiza esposa. Johan Åkerblom se quedó solo y sin saber qué hacer con tres hijos a medio criar y supereducados. El hogar estaba en manos de las sirvientas y la desintegración se acercaba a pasos agigantados.

      El señor director tocaba el violoncelo en sus ratos libres y se veía con los Calwagen, cuyo cabeza de familia había escrito una gramática alemana para uso escolar que iba a torturar a los niños suecos durante generaciones: Die Heringe der Ostsee sind magerer als die der Nordsee. Y así todo.

      Junto con el señor director, formó un cuarteto de cuerda que, si lo deseaban, podía convertirse en quinteto, ya que la hija mayor, Karin, era una aplicada pianista aficionada que suplía la falta de musicalidad con entusiasmo

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