La buena voluntad. Ingmar Bergman
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El menú se compone, además de los espárragos, de pastel de salmón con salsa verde, pollo con verduras (difícil de manipular) y la obra maestra de Anna: un tembloroso flan.
Después de tomar café en el salón, se toca música. Va oscureciendo a través de los ventanales. Se encienden velas en torno a los músicos. El andante del último cuarteto para cuerda de Beethoven. Johan Åkerblom toca el violoncelo, Carl es un buen violinista aficionado, miembro de la orquesta de la universidad. Ernst es el segundo violín, con más sentimiento que acierto. A la hora del café y los licores, baja del piso de arriba un músico jubilado que ha tocado en la orquesta de la corte con su viola; es un personaje atento, amable y algo estirado. Le cuesta mucho esfuerzo tocar en semejante compañía, pero el director de Tráfico ha avalado algunas de sus letras de cambio, lo que mitiga el sacrificio.
Música y anochecer, Henrik se sume en meditaciones: todo esto es como un sueño, al margen y lejos de su propia vida gris. Anna está sentada junto a la ventana mirando fijamente a los músicos y escuchando con atención. Su perfil se recorta contra la luz del ocaso. Ella se siente observada, domina su primer impulso, pero cede enseguida y vuelve la mirada hacia Henrik. Él la mira con seriedad, ella sonríe un poco superficialmente, con una cierta ironía, pero luego se pone seria también, devuelve la seriedad de Henrik; sí te veo, sí. Veo.
Es hora de irse y de decir adiós. Henrik se inclina y da las gracias en todas las direcciones, durante un instante tiene a Anna frente a él. Ella se pone de puntillas y le habla bajito al oído, su pelo perfumado, el ligero roce.
anna: Yo me llamo Anna, y tú, Henrik, ¿verdad?
Se aleja enseguida y se pone junto a su padre, lo toma del brazo y apoya la cabeza en su hombro, todo un poco teatral, pero con encanto, y no desprovisto de talento.
Henrik está aturdido. (Se dice así. Resulta banal, pero en este momento no hay mejor palabra: aturdido). Henrik está, pues, aturdido en la esquina de Trädgårdsgatan con Ågatan, sabe que debería irse a casa a escribirle a su madre esa difícil carta que tiene que escribirle, pero aún es pronto y se siente solo. Su amigo Ernst se fue de juerga con muchas prisas, Drottninggatan abajo, agitando los faldones del gabán.
Los castaños están en flor y se oye música militar del parque Municipal. El reloj da las nueve en la catedral y la campana Gunilla contesta con argentinas campanadas desde lo alto, sobre la cúpula de Sture.
Alguien le toca en el hombro. Es Carl. Se muestra muy amable, huele a coñac.
carl: ¿Le parece que vayamos juntos, señor Bergman? ¿Bajamos por esta calle hasta el estanque de los Cisnes a ver los tres cisnes nuevos Cygnus olor o el cisne negro Chenopsis atrata que acaban de importar de Australia? ¿O alargamos el paseo cien metros, nos tomamos una copa y —sobre todo— vemos a las tres putas nuevecitas que han traído de Copenhague? ¡Vamos al Flustret, señor Bergman, vamos al Flustret!
Carl sonríe con agrado y palmea a Henrik en la mejilla con una mano pequeña y blanda.
Se sientan en la terraza encristalada de Flustret; es una noche serena, la gente se ha echado a la calle en este templado crepúsculo de comienzos de verano. Solo unos cuantos profesores universitarios empollan en el interior del restaurante velando en amarga soledad sus whiskies con soda. Una camarera esbelta y muy guapa se acerca a la mesa a preguntar qué desean. Saluda con familiaridad, haciendo una pequeña reverencia.
frida: Buenas noches, señor ingeniero, buenas noches, señor aspirante; ¿qué puedo ofrecerles hoy?
carl: La señorita Frida puede traernos media botella del licor de costumbre y unos cigarros puros.
frida: Voy a avisar a la chica.
Saluda y da media vuelta. Carl la sigue con la mirada azul detrás de los anteojos.
carl: Parece conocer usted a la señorita Frida.
henrik: No… Bueno, quizá. Mi grupo de comedor y yo venimos aquí a veces, cuando tenemos dinero. Pero no, no la conozco.
carl (con ojos penetrantes): El color se le sube a las mejillas al pastor, ¿se avecina una negación? ¿Oiremos cantar al gallo?
henrik: Solo sé que se llama Frida y que es de la provincia de Ångermanland. (Cobra nuevos bríos). Guapa chica.
carl: Guapa, muy guapa. Reputación dudosa, ¿no? ¿Qué opinión le merece a usted? Se dice que los estudios de Teología proporcionan buena vista para las debilidades humanas. ¿O debo decir olfato?
Llega la cigarrera con su bandeja y los señores se proveen de habanos. Carl paga y da una buena propina. La chica corta las puntas de los puros y les da fuego. Echando bocanadas de humo, se recuestan en sus asientos.
carl: Bueno, señor Bergman, ¿qué tal lo ha pasado esta tarde?
henrik: ¿A qué se refiere, señor Åkerblom?
carl: Qué le hemos parecido, para ser breve.
henrik: Es la primera vez en mi vida que estoy en una cena con cuatro platos y tres vinos diferentes. Era como un teatro. Yo estaba allí en medio de la representación y se esperaba que actuase como los demás, pero no me sabía el papel.
carl: ¡Muy bien formulado!
henrik: Todo era atrayente y, a la vez, repulsivo. O mejor dicho, inalcanzable, no es mi intención criticar.
carl: ¿Inalcanzable?
henrik: Si yo desease penetrar en ese mundo de ustedes y aspirase a jugar un papel en su representación, sería, de todas maneras, algo imposible.
Llega Frida con el licor en un enfriador y dos vasitos levemente empañados. Carl contempla a Henrik con discreta atención. Henrik no se atreve a enfrentar la mirada de Frida. ¿Y si se le ocurre darme un beso en la boca o ponerme la mano en la nuca? ¿Qué pasaría? La verdad es que ella, por su parte, también resulta impenetrable. ¿Tal vez es eso, por todas partes? ¿Excluido?, piensa Henrik con amarga voluptuosidad. ¿Excluido?.
carl: