La buena voluntad. Ingmar Bergman
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beda: Una vieja chatarra como tú no debe usar perfume. ¡Es obsceno!
ebba: Ya has vuelto a decir otra maldad. ¿Dónde está mi audífono?
beda: Y si así fuera, que vienen por cuestiones de dinero, ¿de veras tenemos que cerrarnos en banda?
blenda: No te quepa la menor duda, querida Beda. Corren malos tiempos y la gente tiene que aprender a vivir de acuerdo con sus posibilidades.
beda: No parece que tengan muchas.
blenda: Alma no ha sabido nunca manejar el dinero. ¿Recuerdas que le mandamos cincuenta coronas cuando murió el padre de Henrik? ¿Sabes lo que hizo? Comprarse un par de zapatos preciosos para el traje de luto. Ella misma lo contó. ¿Es esa manera de administrarse? Yo solo pregunto.
ebba: Ya salen de la caseta. ¡Hay que ver con qué cariño mira a su madre! Fíjate. Es un muchacho muy bueno, no cabe duda.
El cuarto de estar y el comedor están unidos en ángulo con grandes ventanas orientadas hacia poniente. Todos los colores son claros: ligeras cortinas de verano, muebles hechos a mano en el estilo de Carl Larsson, pintados de blanco, papeles amarillos en las paredes, grandes butacas de mimbre, un piano cuadrado, un aparador color flor de tilo, multicolores alfombras de trapo sobre las anchas y bien fregadas tablas del piso. En las paredes hay una especie de arte moderno: mujeres que parecen flores y flores que parecen mujeres, paisajes y muchachas vestidas de blanco, mirando irresolutas hacia un futuro maravilloso.
Las hermanas entran en fila: Ebba, Beda y Blenda. Alma y Henrik ya están en su sitio, la madre con un vestido de seda violeta demasiado ceñido, sufriendo dentro de la ajustada faja, Henrik con un traje pulcro pero lleno de brillos por el uso, cuello duro y corbata. Blenda invita enseguida a pasar a la mesa y, una vez sentados, toca un timbre eléctrico escondido. Inmediatamente surgen dos jóvenes sirvientas con una sopera humeante y platos calientes: sopa de ortigas con huevos duros.
Después de la cena, toman café en la galería. A Alma y a Henrik los colocan en el sofá de mimbre. Blenda se sienta en la mecedora, estratégicamente situada fuera de la horizontal luz solar. Beda se ha sentado en las escaleras de la galería. Fuma un cigarrillo en una elegante boquilla. Ebba está sentada de espaldas a las vistas y con los audífonos preparados.
Ha llegado, pues, la hora. La respiración de Alma es un poco silbante: si es por la emoción o por la buena comida o por el excelente vino, es difícil decirlo. Henrik está pálido y trenza los dedos en nudos.
blenda: Es de suponer que Alma y Henrik no han hecho este largo camino solo por cariño a la familia. Si no recuerdo mal, la última vez fue hace tres años. La razón de vuestra visita en aquella ocasión fue el préstamo para costear los estudios de Henrik.
Blenda se mece suavemente en su asiento y contempla a Alma con fría afabilidad. Beda cierra los ojos y se deja bañar por los últimos rayos de la puesta de sol. Ebba tiene los audífonos puestos y se chupa la dentadura postiza.
alma: Se ha terminado el dinero. Así de sencillo.
blenda: ¿Cómo que se ha terminado el dinero? Era para cuatro años y apenas si han pasado tres.
alma: Las cosas se han puesto muy caras.
blenda: Tú misma fijaste la cantidad que necesitabas. Yo no recuerdo haber regateado.
alma: No, no, qué va. Fuiste muy generosa, Blenda.
blenda: ¿Y ahora se ha terminado el dinero?
alma: Yo contaba con que el abuelo de Henrik nos ayudaría, puesto que, al fin y al cabo, Henrik iba a continuar la tradición familiar haciéndose sacerdote.
blenda: Pero el abuelo de Henrik no os ayudó, ¿no?
alma: No. Estuvimos todo un día pidiéndole. Solo nos dio doce coronas para los billetes de vuelta. Para que pudiéramos regresar a casa, a Söderhamn.
blenda: Muy generoso por su parte.
alma: Son malos tiempos, Blenda. Yo doy clases de piano, pero no se gana mucho. Y hay alumnos que no van a seguir.
blenda: Entonces, ¿lo que quieres es otro préstamo?
alma: Henrik y yo discutimos a fondo la posibilidad de que abandonase sus estudios para solicitar un puesto en la nueva oficina de Telégrafos de Söderhamn. Porque otra salida no teníamos. Pero entonces ocurrió algo.
ebba: ¿Qué?
alma: Ocurrió una cosa.
beda: ¡Dilo ya!
alma: Una cosa muy agradable.
ebba: ¿Qué dice?
blenda: Que pasó algo agradable.
alma: Yo creo que debe ser Henrik quien lo cuente.
henrik: Pues… me examiné de Historia de la Iglesia con el profesor Sundelius, que es un verdadero hueso. Fuimos tres a examinarnos y el único que aprobó fui yo. Después del examen el profesor quiso tener una conversación a solas conmigo. Me ofreció un habano y estuvo amabilísimo. Totalmente distinto de su acostumbrada actitud sarcástica.
alma (excitada): Le ofreció un habano a Henrik.
henrik: Por favor, mamá, acabo de decirlo.
alma: Perdona, perdona.
henrik: Bueno, hablamos un rato de unas cosas y otras. Él dijo, por ejemplo, que los que son fuertes en Historia de la Iglesia demuestran aplicación, buena memoria y disciplina. Le pareció que yo había dado prueba de una extraordinaria inteligencia cuando expliqué el simbolismo apostólico. Es un tema bastante complicado que requiere un cierto sistema científico.
ebba: ¿Qué dice el chico, Blenda?
blenda: Espera, Ebba (a gritos), luego te lo digo, luego.
henrik: Me propuso que me dedicara a la investigación. Que debía preparar una tesis doctoral. Se ofreció a dirigírmela él. Más adelante yo podría solicitar un cargo docente. En su opinión, la mayoría de los teólogos son unos mentecatos, y hay que aprovechar los talentos sin recursos.
alma: Muy halagador para Henrik, ¿comprendes, Blenda? El profesor Sundelius va a ser nombrado arzobispo o ministro en cualquier momento.
henrik: Entonces yo le dije la verdad, que no tenía recursos. Que ni siquiera me llegaba el dinero para hacerme sacerdote. El catedrático me aseguró que si podía arreglármelas por mi cuenta los primeros años, después me darían lo que llaman una beca de doctorado. Eso es bastante dinero, ¿sabe, tía Blenda? Casi todos los doctorandos están casados, tienen hijos y servicio.
blenda: ¡Caramba!
alma (intercala): Ahora acudimos a vosotras para pediros otro préstamo, sin intereses ni amortizaciones, de seis mil coronas. Es lo que el profesor Sundelius calcula que se necesita, aproximadamente.
blenda: ¡Caramba!
alma: Queríamos decíroslo a vosotras primero. Antes de ir al Banco de Uplandia, me refiero. El catedrático prometió escribir una