La buena voluntad. Ingmar Bergman
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beda (ríe): Me he quedado sin habla.
ebba: Pero ¿de qué estáis hablando? ¿De dinero?
blenda: ¡De que Henrik va a ser catedrático! Y necesita seis mil coronas además de las dos mil que ya le hemos prestado. ¿Entiendes?
ebba: ¿Tenemos todo ese dinero?
blenda: Esa es la cuestión, esa.
Blenda se ríe como rezongando. Beda mira sonriente a Henrik a través de sus largas pestañas oscuras. La palidez de Henrik ha dejado paso a un intenso rubor. Alma respira pesadamente. Blenda se incorpora de repente dando unas palmadas.
blenda: Si hemos de hacer algo, es mejor que lo hagamos ya. Alma y Henrik, ¿queréis ser tan amables de pasar a mi despacho?
El despacho de Blenda tiene entrada directa desde el recibidor y es bastante estrecho. Las estanterías están atestadas de libros de contabilidad. En mitad de la habitación hay un pupitre; junto a la ventana, una mesa escritorio y unas cuantas sillas de madera pintadas de oscuro. En un rincón, un sofá de piel y un butacón, una mesa redonda con tablero de bronce y aperos de fumar. Blenda enciende la luz, saca una llavecita de la cadena de oro que lleva al cuello, abre el cajón central del escritorio, saca unas llaves de metal reluciente y abre la caja fuerte que está escondida tras un biombo, junto a la puerta.
Alma y Henrik no pueden ver lo que hace al otro lado del biombo. Cuando reaparece, lleva un fajo de billetes en la mano derecha. Pone el dinero encima de la mesa, guarda las llaves de la caja fuerte y coloca la llave del cajón en la fina cadena de oro. Luego empieza a contar: son seis mil coronas en billetes. Cuando termina, le da el dinero a Alma, que está como paralizada por un rayo.
alma: ¿Debería, tal vez, firmar un recibo?
blenda: Henrik, ¿quieres hacerme el favor de irte con las tías un momento? Me gustaría hablar a solas con tu madre.
Henrik hace una inclinación y se dirige a la puerta. Tiene la desagradable impresión de que algo ha fallado. Cuando Henrik sale, Alma se sienta. Blenda empieza a hojear un listín de teléfonos.
blenda: Curiosamente, tenemos aquí en la oficina el listín de teléfonos de Upsala. Estoy pensando en llamar al profesor Sundelius para agradecerle en nombre de todos los parientes su misericordiosa ayuda al prometedor vástago familiar. Sí, aquí está el número, quince, cuarenta y tres.
Levanta el auricular y mira sonriente a Alma cuyo rostro se ha vuelto ceniciento. Las lágrimas han empañado su desmesurada mirada azul. Blenda coloca despacio el auricular en su sitio.
blenda: Acaso llame otro día. No es muy cortés molestar a un hombre tan importante después de las ocho de la noche.
Blenda se sienta frente a Alma y la mira con algo que podría describirse como «tierna ironía».
blenda: Supongo que comprendes que tanto yo como mis hermanas estamos orgullosas de poder contribuir a que Henrik tenga un porvenir tan brillante.
Le da unas palmaditas a Alma en su redonda rodilla y en su redonda mejilla, por la que justamente resbala una lágrima hacia la comisura de la boca. Alma balbucea algo sobre su agradecimiento.
blenda: No tienes nada que agradecer, Alma. Hago esto porque tu hijo es cautivadoramente inteligente. ¿O por nada, quizás? ¿O por lo mucho que tú lo quieres? No lo sé. ¿Nos vamos con los demás? Creo que hay que celebrar esta noche con una botella de champán. ¡Ven, Alma! No llores así. No me había divertido tanto desde que nuestro hermano perdió el pleito de la herencia.
El director de Tráfico construyó en sus buenos tiempos una casa para veranear cerca de los ríos, los lagos, los bosques y las azuladas colinas. Todos los años, a mediados de junio, se hace el traslado, empresa enorme dirigida por experimentados estrategas. Se quitan las cortinas, se enrollan las alfombras con naftalina en papel de periódico, se cubren los muebles con fantasmales sábanas amarillentas, se envuelven las arañas en tarlatana, y se carga un baúl con los indispensables artículos de primera necesidad, desde la cama y las almohadas especiales de Johan Åkerblom hasta la casa de muñecas de las niñas y los incomparables moldes para pastas de Siri, los pinceles de doña Martha y las novelas de Anna.
Estamos a primeros de julio y una tranquila somnolencia, acompañada de un centelleante calor, envuelve a las personas y los espejos acuáticos. La pelota de croquet rueda indolentemente. Alguien está tocando el piano, una romanza sentimental de Gade. Lisen dormita en el banco del mirador, sin darse cuenta de que el ovillo se ha caído en la hierba. Doña Karin, la dueña de la casa, está en la galería de arriba, vestida de blanco y de buen humor, con un sombrero de ala ancha que le da sombra a los ojos. Está escribiendo una carta que no terminará. Su mirada gris se pierde en la luz que da sobre las lomas. El director de Tráfico, por su parte, reposa en la hamaca con las gafas en la frente y un libro sobre el vientre. En la cocina, sin embargo, reina una cierta, si bien limitada, aplicación.
Siri y Anna están limpiando fresas. Hay un montón, y lo hacen a buen ritmo. El ambiente es de conversación confidencial: un poco de charla y un poco de silencio. Las moscas zumban en la cinta amarilla del cazamoscas y el orondo gato ronronea medio adormilado en la ventana.
siri: … Pues, sí, yo entré en la casa cuando usted nació. Entré para ayudar a Stava, pero ella ya no tenía fuerzas para nada, así que tuve que hacerme cargo desde el principio. Casi todo el tiempo se lo pasaba acostada en el cuarto, dando órdenes. Nadie sabía lo enferma que estaba, así que una se enfadaba bastante, ¿sabe usted? Y de pronto un día amaneció muerta. Yo ya valía bastante entonces, aunque no tenía más que veinte años. Pero había mucho que hacer. Y la señora Åkerblom no era mucho mayor, no… Con esos hijastros ingobernables. Y el señor no se molestaba mucho en ayudar a educarlos, estaba demasiado ocupado con sus puentes y sus ferrocarriles. Y luego Riken y Runa, que eran buenas chicas y obedientes, pero tontas como gallinas. No, las que tuvimos que hacernos cargo de todo y poner orden en todo el desarreglo fuimos la señora Åkerblom y yo. Y lo hicimos, ya lo creo, a pesar de que la señora se quedó embarazada otra vez —sabrá que se puso bastante mala—, así que le dije: No se mate, señora Åkerblom, no se mate, repose todo lo que pueda, que yo me ocuparé de todo el jaleo, basta que me diga la señora cómo quiere las cosas. Y así lo hice. Y luego la señora se puso bien y otra vez de buen humor, y así ha seguido todo, al orden, me refiero. La señora y yo no siempre pensamos lo mismo, pero las dos combatimos el descuido, la suciedad y el desorden. No soportamos el desorden de ninguna de las maneras, si usted comprende lo que quiero decir. (Pausa). Pues sí, así han sido las cosas y así seguimos.
anna: ¿No se ha enamorado usted nunca, Siri?
siri: Pues claro que sí, hubo uno al principio que quería levantarme las faldas. Pero con tantos apremios no llegué a enterarme nunca de qué intenciones tenía.
Ernst entra ganduleando en la cocina, le tira de la trenza a su hermana, besa a Siri en la nuca y le pregunta si hay zumo de naranja, se sienta a la mesa y come con glotonería fresas limpias. Siri sirve al muchacho. Incluso rompe un trozo de hielo del bloque que gotea permanentemente en la nevera y pone sobre la mesa un vaso de zumo y, además, galletas de pasas. Ernst dice, bostezando, que va a darse una vuelta en bicicleta hasta el lago Gimmen. ¿Quiere ir Anna con él? ¡Con este calor!, grita Anna cuando Ernst le hace cosquillas en el costado. Venga, no seas holgazana, vamos y nos bañamos de paso. Se lo decimos a mamá y nos vamos.
Se encaminan hacia la escalera que sube al primer piso. Ernst grita: ¡Mamá! Karin Åkerblom despierta de sus sueños en torno a la carta a medio escribir, sale al rellano y dice con severidad: Ernst, ¿cómo