La buena voluntad. Ingmar Bergman
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Alma Bergman vive en un piso de tres habitaciones en la última planta, al otro lado del patio interior del edificio, en la esquina de las calles Norralagatan y Köpmangatan. La habitación de Henrik se alquila durante el semestre de invierno.
Otra habitación, muy pequeña, es el dormitorio de Alma, y luego está el comedor, comunicado mediante un estrambótico antecomedor con una cocina espaciosa. El piso está atestado de cosas, como si sus habitantes se hubieran visto obligados a trasladarse de repente de un lugar mucho más grande y no hubieran tenido el valor de separarse de muebles voluminosos, cuadros y objetos.
Hay por todas partes una viscosa película de orgullosa pobreza orgullosa. De perplejo abandono. De desesperanza y lágrimas.
Mientras Alma prepara algo para comer, Henrik entra en su habitación: la vieja y estrecha cama. El desvencijado sillón de mimbre con los cojines, la mesa escritorio, inestable, con viejas heridas producidas por el cortaplumas, las sillas desparejadas. El armario ropero con la luna rajada, la librería con los libros leídos y releídos mil veces, el lavabo con la palangana y la jarra diferentes, las gastadas toallas. La ventana sucia con la cortina colgando de la barra. Los cuadros de la niñez con motivos bíblicos: Jesús con los niños, La vuelta del hijo pródigo. Sobre la cama hay una fotografía del padre. Un rostro joven y hermoso, pelo fino y flotante, peinado hacia atrás desde una frente despejada, grandes ojos azules; sonrisa un poco arrogante, orgullo, vulnerabilidad, integridad y pasión, los rasgos faciales de un actor.
En un rincón, junto a la ventana, algo empotrado, está el altar con su mantel, sus candelabros, el Cristo de Thorvaldsen y un libro de oraciones abierto. Delante, un reclinatorio para arrodillarse bordado en verde y oro. El mantel es morado, con una cruz de color rojo oscuro. A los pies de Jesús hay un espléndido ramo de primaveras recién cortadas. Henrik se deja caer en una de las sillas. Esconde la cara entre las manos y respira hondo, como si sufriera un ataque de asfixia.
Le cuesta tragar, aunque debería tener hambre, ya que solo ha comido unos bocadillos durante el largo viaje. La madre está sentada a la mesa del comedor, frente a él, la lámpara de queroseno está encendida, fuera anochece.
alma: Últimamente se ha puesto todo carísimo. Claro está que tú no necesitas pensar en esas cosas, pero yo casi no sé cómo salir adelante. Imagínate: el queroseno ha subido tres céntimos y cinco kilos de patatas cuestan treinta y dos. La carne de vaca apenas puedo ya permitírmela, tiene que ser cerdo o carne de puchero. Y el carbón —no te imaginas el invierno que hemos pasado—, el carbón y la leña han subido al doble. Así que a echarse pieles encima, aunque yo no tenía más remedio que calentar esto por los alumnos de piano y me ha costado mucho dinero. ¿Qué te pasa, Henrik? Pareces triste, ¿te ha ocurrido algo malo? Ya sabes que a tu madre le puedes contar lo que sea.
henrik: Suspendí el examen de Historia de la Iglesia.
Hace un gesto de desamparo y clava los ojos en la oreja de la madre. Ella posa con suavidad la taza de té y apoya sobre el mantel su pequeña mano gordezuela, en la que brillan los pesados anillos de matrimonio.
alma: ¿Cuándo ocurrió eso?
henrik: Hace unas semanas. A finales de abril.
alma: ¿Y qué implica ese suspenso?
henrik: Tengo que presentarme otra vez a finales de noviembre. El profesor Sundelius no me deja intentarlo antes.
alma: Entonces, tu licenciatura se retrasa bastante.
henrik: Medio año.
alma: Y ¿cómo vamos a arreglárnoslas, Henrik? El dinero del préstamo se está acabando y todo se ha puesto muy caro. Y la matrícula, y los libros y tu manutención. Yo no sé qué hacer. Yo nunca he sabido administrarme.
henrik: Tampoco yo.
alma: Y el préstamo que prometimos pagar en cuanto te ordenaras sacerdote…
henrik: Ya lo sé, mamá.
alma: Yo trato de conseguir más alumnos, pero las clases de piano es lo primero de lo que se priva la gente ahora que todo ha subido tanto. Ya me entiendes.
henrik: Claro que lo entiendo.
alma: Puedo empezar a hacer limpiezas otra vez, pero estoy mucho peor del asma y se me resiente el corazón.
henrik: Mamá, por favor, tú no vas a hacer limpiezas.
Alma se levanta suspirando y llena de ternura. Abraza a su hijo y lo cubre de besos. Al mismo tiempo, parlotea: mi muchachito, ¡querido mío, corazón mío! Tú eres lo único que tengo, no vivo más que para ti, tenemos que ayudarnos mutuamente, nunca nos separaremos, ¿no es así, hijo queridísimo, no es así?
henrik: Puedo dejar de estudiar, mamá. Dejo de estudiar, busco un trabajo y me vengo para casa otra vez. Y lo primero que hacemos es devolverles el préstamo a las tías de Elfvik. Después, quizá pueda seguir estudiando, cuando haya ahorrado lo suficiente para arreglármelas yo solo sin necesidad de ser una carga para nadie.
Entonces Alma se echa a reír y su risa es grande, sana, una risa que muestra su blanca dentadura. Acaricia la cara del hijo con su blanda mano gordezuela.
alma: Pobre hijo mío, decididamente, tú eres aún más tonto que yo. ¿Cómo se te ocurre que vamos a dejarnos atajar ahora que estamos tan cerca de la meta? ¿Cómo se te ocurre que voy a tenerte aquí haciendo de ayudante de telégrafos o de maestro interino? Tú, que vas a ser mi sacerdote. ¡Mi sacerdote!
La madre vuelve a reírse y se levanta llena de súbita energía. Va al enorme aparador que domina todo el espacio entre las ventanas, saca una botella de oporto y sirve dos vasos. Henrik se echa a reír también —esta es una situación conocida de antiguo y cargada de una curiosa seguridad: él y ella sumidos en la aflicción, y, de pronto, una carcajada irresistible, mamá se ríe—, las cosas entonces no son tan graves. Brindan y beben. Ella se inclina hacia delante, suspirando.
alma: He oído decir que los estafadores verdaderamente inteligentes nunca hacen trampas con calderilla. Van a por un dineral, directamente. Así resultan más dignos de crédito y pueden robar aún más dinero.
henrik: Ahora no te entiendo.
alma: ¿No entiendes? ¡Hemos sido demasiado modestos! Pero esta vez las tías van a tener que soltar dinero en abundancia. Vamos a ir de visita, Henrik. Enseguida. Mañana mismo.
En una casa de madera junto al río Ljusnan, veinte kilómetros al sur de la ciudad de Bollnäs, viven las míticas tías. Son hermanas del abuelo de Henrik y bastante viejas, el abuelo es el hermano menor, nació cuando ya no se esperaba. La mayor se llama Ebba; la del medio, Beda; y la más joven, Blenda.
Lo que pasa con ellas es, en pocas palabras, lo siguiente: el bisabuelo era un hombre que tenía bosques, tierras y talento para los negocios. Cuando empezó en serio la explotación de Norrland, el enérgico Leonhard se preocupó de labrarse una fortuna. A su muerte dejó una herencia considerable. El abuelo Bergman