La buena voluntad. Ingmar Bergman
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Los tres hijos, que tenían prácticamente su misma edad, reaccionaron con desconfiado rechazo y las estudiadas groserías de la gente educada con rigidez. No se llevaban bien entre ellos, pero, de pronto, tenían un motivo para unirse frente a quien con toda claridad amenazaba su libertad. En el curso de unos meses, sin embargo, los muchachos tuvieron que reconocer que habían dado con la horma de su zapato. Tras unos meses de dolorosos fracasos se decidieron a deponer sus armas y solicitar un armisticio. Karin era una estratega consumada ya de joven, y se dio cuenta de que no debía usar su ventaja para humillar a los adversarios. Al contrario. Los llenó de pruebas de misericordia, no solo por sensatez sino por cariño. Quería a sus buenos, desmañados y confundidos hijastros, y acogió el afecto que empezaba a nacer en ellos con una ternura áspera y regocijada.
Karin tiene ahora cuarenta y cuatro años y dos hijos propios, Ernst y Anna, ambos de veinte. En la casa hay cuatro personas de servicio y una intensa vida social. Además, los dos hermanos mayores, Oscar y Gustav, se han casado, tienen familia y acuden con frecuencia en visitas más o menos improvisadas.
Al casarse, Karin dejó sus estudios de magisterio, algo de lo que nunca tuvo ocasión de arrepentirse. La vida le proporcionó constantes quehaceres. Tenía sentido común, perspicacia, humor, era amable y enérgica. También era irascible, autoritaria, desconsiderada y tenía una lengua mordaz. No se puede afirmar que fuera guapa, pero toda su persona irradiaba encanto y vitalidad física. Es poco probable que el director de Tráfico y su joven esposa se amasen en el sentido normal del término, pero ambos representaban sus papeles sin protestar y con el tiempo se fueron haciendo amigos.
El señor director de Tráfico, Johan Åkerblom, está, pues, descansando. La herencia protestante le impide desnudarse y reposar la espalda y las doloridas caderas en su cómoda cama. Está sentado en el butacón de lectura, con un elegante batín corto y un tratado científico en la mano. No ha hecho más que ponerse las gafas en la frente. La pipa de la tarde, la caja de tabaco y el vasito de ajenjo están en la mesita, al lado del sillón. Bajo los pies, un escabel con cubierta bordada, y una manta sobre las rodillas. La luminosa habitación da al patio, de ahí el silencio. Un alto árbol primaveral se interpone entre el sol y la ventana creando sombras verdes que se mueven por las librerías de las paredes y los cuadros con motivos italianos. Un grave reloj que descansa sobre el suelo mide el tiempo con corteses sonidos. El piso de madera está cubierto por una alfombra oriental de colores y dibujos tenues.
La puerta se abre ahora con mucho cuidado y la otra protagonista de esta historia entra sin hacer el menor ruido. Es una joven que se llama Anna, acaba de cumplir veinte años, es bajita y menuda, pero muy bien proporcionada, tiene el pelo largo de color castaño, un poco rojizo en las puntas. Cálidos ojos castaños, nariz bien formada, boca dulce y sensual y mejillas redondas, infantiles. Lleva una preciosa blusa de encaje, un cinturón ancho en torno a la delgada cintura y una falda larga, elegantemente cortada, de lana fina y clara. No lleva joyas, solo unos pequeños pendientes de brillantes. Los botines son, como marca la moda, de tacón alto.
Así es ella: Anna, que, en realidad, se llamaba Karin. Ni quiero ni puedo explicar por qué tengo esta necesidad de mezclar y cambiar nombres: mi padre se llamaba Erik y la que se llamaba Anna era precisamente mi abuela. Bueno, debe de ser cosa del juego, y esto es un juego.
anna: ¿Duermes, papá?
johan åkerblom: Pues claro. Duermo y sueño que duermo. Y sueño que estoy en mi despacho durmiendo. Y se abre la puerta y entra la más hermosa, la más adorable, la más tierna de las criaturas. Y se acerca a mí y me sopla con su dulce aliento diciendo: ¿Duermes, papá? Y entonces sueño que pienso: Así debe de ser despertarse en el paraíso.
anna: Papá, tienes que aprender a quitarte las gafas cuando reposas la comida. Si no, pueden caer y romperse.
johan åkerblom: Eres igual de sabionda que tu madre. Ya deberías saber que yo lo hago todo con toda intención y después de pensarlo bien. Si me coloco las gafas en la frente cuando me tomo el corto reposo de la comida, da la impresión de que estoy pensando algo con los ojos cerrados. Nadie —excepto tú— puede sorprender a Johan Åkerblom con la barbilla colgando y la boca abierta.
anna: No, no, papá. Dormías muy correcto y elegante y controlado. Como siempre.
johan åkerblom: Bueno. ¿Y qué querías, mi vida?
anna: Vamos a cenar enseguida. Por cierto, ¿me dejas probar el ajenjo? Dicen que es tan perverso… Acuérdate de Christian Krohg y todos aquellos noruegos geniales que se volvieron locos por tomar ajenjo. (Lo prueba). Para tomar ajenjo hay que ser un poco perverso. Estate quieto un momento, que voy a peinarte para que estés bien guapo.
Anna desaparece en otra habitación y vuelve enseguida con un cepillo y un peine.
johan åkerblom: ¿No íbamos a tener un invitado para la cena? ¿No era Ernst el que iba a…?
anna: Sí, es un compañero de Ernst. Cantan juntos en el coro de la universidad. Ernst dice que está estudiando Teología.
johan åkerblom: ¿Qué? ¿Que va a ser sacerdote? Nuestro Ernst, ¿amigo de un aprendiz de cura? Me parece que se acerca el fin del mundo.
anna: No seas bobo, papá. Ernst dice que el chico —se me ha olvidado cómo se llama— es muy simpático, un poco tímido, pero muy simpático. Además, parece que es terriblemente pobre. Pero guapo.
johan åkerblom: ¡Vaya, vaya! Ahora me explico tu inesperado interés por las últimas amistades de tu hermano.
anna: Ahora vuelves a decir tonterías, papá. Yo me voy a casar con mi hermano Ernst. Él es el Único para mí.
johan åkerblom: Y yo, ¿qué?
anna: ¡Y tú también, claro! ¿No te ha dicho mamá que tienes que tener cuidado con los pelos de los oídos? No sé cómo se puede oír con tanto pelo en los oídos.
johan åkerblom: ¡Son muy delicados, se llaman pelos auditivos y no dejo que me los toque nadie! Con mis pelos auditivos tengo un oído especial que me dice lo que la gente piensa. Porque la mayoría de la gente dice una cosa, pero piensa otra. Yo eso lo oigo enseguida con mis pelos auditivos.
anna: ¿Puedes decirme, papá, lo que estoy pensando ahora mismo?
johan åkerblom: Estás demasiado cerca. Los pelos auditivos se recargan demasiado. Ponte allí, en ese rayo de luz, y te digo al momento lo que estás pensando.
anna (se coloca, riéndose): ¡Venga, papá!
johan åkerblom: Estás muy contenta de ti misma. También estás muy contenta de que tu padre te quiera tanto.
Cuando el reloj de la catedral, el reloj del comedor, el reloj de la sala y el reloj ensimismado que descansa sobre el suelo del despacho dan las cinco, se abre la puerta y el director de Tráfico hace su entrada en el salón con Anna a su lado. Ha puesto la mano derecha sobre sus hombros y con la izquierda se apoya en un bastón.
Todos se levantan a saludar al cabeza de familia. Este es, quizás, el momento oportuno para describir a los presentes: de la señora Åkerblom ya hemos hablado, así como del hijo preferido, Ernst, que tiene la misma edad que