La buena voluntad. Ingmar Bergman

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La buena voluntad - Ingmar Bergman La principal

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Hägersta, que allí hay bastantes mujeres ante las que hacer melindres. Y en otoño que repita curso. ¿Qué día es hoy? Sábado, 9 de julio. Usted cesa hoy a petición propia con sueldo hasta el viernes 15. Puede usted irse o quedarse, como quiera. ¿Le parece a usted bien así?

      henrik: El señor conde quizá tenga la bondad de recordar que a mí me contrataron hasta el primero de septiembre. Yo carezco de recursos y he contado con este empleo.

      conde svante: ¡Anda, coño! ¿Quiere usted decir que pretende cobrar sin hacer nada?

      henrik: A estas alturas del verano es imposible conseguir otro empleo, y yo tengo que vivir.

      conde svante: Tiene usted muchas pretensiones. Y, además, es usted un descarado. Eso no me lo esperaba de un aprendiz de cura.

      henrik: Lo siento, pero tengo derecho a lo que me corresponde. Si el señor conde se niega, me veré obligado a dirigirme a la señora condesa, puesto que el contrato, en último término, está firmado por ella y por mí.

      conde svante: ¡No se atreverá a hablar con la condesa!

      henrik: No tengo más remedio.

      conde svante: Es usted un maldito granuja al que le han dado pocos azotes de pequeño.

      henrik: Y el señor conde es, con perdón, un bruto de mierda al que probablemente han zurrado mucho de pequeño.

      conde svante: ¿Qué tal si reparo alguno de los pecados de omisión de su padre y le cae una somanta aquí mismo?

      henrik: Hágalo, señor conde, pero no cuente con que vaya a quedarme quieto. Adelante, le dejo la iniciativa, señor conde, usted es, sin duda alguna, más viejo. Y más noble.

      conde svante: Tengo la tensión alta y no puedo agarrar estos cabreos.

      henrik: Ojalá le dé a usted un patatús. La misericordia de Dios libraría al mundo de un animal.

      Svante Svantesson de Fèste se echa a reír y empieza a boxear contra el pecho de Henrik con el puño cerrado. Henrik sonríe desconcertado.

      conde svante: ¡Vaya con el aprendiz de cura de los demonios! Bueno, joven, no ha rugido usted mal, no. Si se quiere hacer algo en este podrido mundo hay que mantener el tipo hasta el final. ¿Hasta el 1 de septiembre, dice? Le debo entonces julio y agosto. Doscientas cincuenta coronas. Concluimos el negocio ahora mismo y ni una palabra a las señoras, ¿estamos?

      henrik: En el acuerdo entraba la comida y el alojamiento hasta el primero de septiembre, pero eso se lo regalo.

      conde svante: ¡No, hombre, no! ¡Quédese! Aquí se está bien. Hay chicas guapas. Buena comida. ¡Reconozca que aquí se come bien!

      henrik: No, muchas gracias.

      conde svante: ¡Hay que ver qué altanero es usted! ¿Rencoroso también?

      henrik (sonriendo): No en este caso.

      conde svante: Pues venga a tomar el café con la condesa y las chicas. Y con su amigo. ¿Cómo dice usted que se llama?

      henrik: Ernst.

      El conde, risueño, palmea al señor Bergman en la espalda.

      El calor empieza a apretar y el polvo vuela en las secas ráfagas de viento. Henrik y Ernst van camino de Upsala en bicicleta. Pedalean uno al lado del otro por el accidentado camino. Sandalias, pantalones un poco remangados, camisa abierta. Mochilas con diversas pertenencias. Chaquetas, ropa interior, calcetines envueltos en impermeables, en el portaequipajes. Gorras de bachiller. Despacio. Han salido a las cinco y entre los muchos descansos y los baños, han llegado solo hasta la iglesia de Jumkil.

      Hay movimiento de gente. Se forman grupos que van siguiendo el borde del camino: hombres endomingados con sombreros redondos, cuello y corbata. De repente, un terrón de tierra le da a Ernst en mitad de la espalda. Se para y se vuelve. Henrik se para un poco más allá. Pasa un grupo de hombres hablando entre ellos, pero sin mirar a Ernst. Un hombre alto y delgado se adelanta corriendo de improviso y le arranca la gorra de bachiller a Henrik, escupe sobre ella, la tira al suelo y la patea. Henrik se queda perplejo. Ernst pasa pedaleando y le hace señas de que se dé prisa.

      Llegan a la estación de Bälinge: un tren especial con muchos vagones está parado en una vía muerta. Alrededor del tren, mucha agitación. Una banda de música saca los instrumentos, se van desplegando banderas. Un centenar de hombres se mueve en la polvorienta explanada de la estación, envuelta en la blanca luz solar.

      ernst: Ya veremos si hay clase este trimestre.

      henrik: ¿Por qué no iba a haber?

      ernst: ¿Es que no lees los periódicos?

      henrik: ¡Como si tuviera dinero para eso!

      ernst: Dicen que va a haber huelga general y lockout. Para agosto, a más tardar.

      Henrik no contesta. Se siente confundido y avergonzado de ignorar, como de costumbre, esos asuntos.

      A eso de la una llegan a una Upsala desierta. El sol cae de plano en la calle Trädgårdsgatan y las sombras se han retirado bajo los castaños. Dejan las bicicletas en el patio empedrado y toman el equipaje. Anna ya les ha visto y sale corriendo. Tiene las mejillas rojas y está morena. El pelo recogido en una gruesa trenza. Sobre el vestido de hilo lleva un gran delantal de cocina con las hombreras plisadas, anchas como alas de ángel. Se abraza a Ernst y le da un beso en la boca, luego se vuelve hacia Henrik y le tiende la mano sonriendo.

      anna: ¡Qué bien que hayáis podido venir los dos! Buenos días, Henrik. Bienvenido a casa.

      henrik: Me alegro mucho de volver a verte, Anna.

      Se tratan con cumplido y un tanto azorados. Esto, en realidad, es tráfico ilegal, sin que lo sepan los padres y sin su permiso.

      ernst: Ahora un baño frío, cerveza fría, dos horas de sueño y una buena comida, y después fiesta con improvisaciones. ¿Os parece bien?

      Arrastran la enorme tina de latón hasta la cocina y la llenan con cubos de agua fría. Henrik y Ernst se refriegan con jabón y esponja. Anna les ha sacado botellas de cerveza de la nevera. Después de secarse —Anna está sentada en la leñera del vestíbulo— y de vaciar la tina en el desagüe, junto a la bomba del patio, se instalan cada uno en su cuarto: Ernst en el suyo de siempre y Henrik en el del servicio, detrás de la cocina. Está orientado al norte, es fresco y un poco oscuro. El papel de las paredes es de color cardenillo y huele a ­arsénico, el techo es alto y adornado con manchas de humedad. Henrik se estira en la estrecha cama crujiente. En la pared hay un cuadro que representa una diligencia parada junto a una posada de pueblo, con gente andando entre coches, carros y casas, perros que ladran y un caballo encabritado. Sobre una cómoda alta, pintada de marrón y con tiradores de bronce, hay un reloj dorado con cuatro patas. Hace un tictac simpático y diligente. Las sábanas y la almohada huelen a espliego. El espeso follaje está inmóvil, casi pegado a la ventana. En esto, sopla un poco de viento, las hojas se mueven con pereza, se oye un rumor durante unos instantes. Después, vuelve el silencio.

      Henrik oye a los dos hermanos riendo y charlando en algún lugar en las profundidades del piso. Súbitamente se siente invadido por una gran paz, apenas sabe qué es lo que hace que se le llenen los ojos de lágrimas. Pero qué es lo que me pasa, murmura para sí mismo. Y se queda dormido.

      Ernst

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