La frontera que habla. José Antonio Morán Varela
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Le comenté a Silvia que me sentía pequeño al pisar este lugar tan emblemático para Humboldt porque a pesar de que está prácticamente igual, creía que no era capaz de ver ni la décima parte de lo que él percibía, ni de sentir todo el entusiasmo que le inundaría. Todo le interesaba, siempre llenaba sus bolsillos con piedras, plantas o papeles garabateados; por obvio que fuera, como si de un Sócrates total se tratara, lo preguntaba todo. Cuentan los que le conocieron que trabajaba, descansaba y comía con independencia de las horas, que confundía el día con la noche y que dormía lo menos posible ayudándose del café para no desperdiciar un solo instante. Aquí cartografió relieves, describió rocas, fauna y flora, teorizó sobre fenómenos atmosféricos, observó la indumentaria y anatomía de los indígenas, se interesó por los petroglifos que a menudo se ven por las orillas y por las piezas de arqueología, buscó diferencias de sabor entre ríos de distintos colores, identificaba árboles hasta con su lengua y miraba sin cesar las estrellas; nos contó que las orillas del río estaban repletas de enormes cocodrilos —hoy diezmados por la caza—, que se bañaban vigilando para que las boas no les atacaran, que vieron al esquivo tigre, que las islas estaban llenas de garzas, espátulas y flamencos... y también nos dejó por escrito que por mucho peligro que hubiera, en él se imponía sobre todas la imagen de la selva como un conjunto de «voces que nos reclaman que la naturaleza respira». Es un honor para el Parque Natural Nacional del Tuparro saber que fue Humboldt, el prolijo científico que puso su nombre en las más altas cotas de la ciencia, quien publicó los primeros estudios sobre su fauna, flora y afloramientos rocosos del Precámbrico.
Por señalar algunos ejemplos de su espectacular trabajo, de él proceden las isotermas que vemos a diario en los mapas del tiempo, la intuición de la teoría de la deriva continental al señalar que había unas fuerzas subterráneas que movían continentes, el descubrimiento del ecuador magnético y del geomagnetismo terrestre, la visión que imprimió a la botánica para buscar más relaciones que clasificaciones, los consejos tanto a su amigo Simón Bolívar como a los norteamericanos de hacer un canal interoceánico por Panamá y la descripción de los cambios que se experimentan con la altura al ser el primer humano conocido en subir los más de seis mil metros del Chimborazo, la que por entonces casi todos consideraban la montaña más alta del planeta.62
Y —pensé— todo eso germinaba mientras Humboldt contemplaba el raudal ante el que nosotros estábamos ahora. Hasta aquí había llegado en una pequeña balsa porque, junto a su amigo el botánico Bonpland, había diseñado una expedición con los mínimos posibles, algo poco habitual para la época; les acompañaban cuatro indios remeros de la zona y un experto timonel, además de un familiar del gobernador de la provincia y José de Cumaná, criado y amigo de Humboldt. Entre los rústicos pertrechos que portaban eran imprescindibles los que servían para conservar las plantas que recogían (prensas, lonas, lámparas, láminas corrugadas, marcos de secadora, etc.). Se aprovisionaban en las misiones y pueblos de indios que encontraban y pescaban, cazaban o recolectaban huevos siempre que podían; había tan poca gente por las orillas del Orinoco que cuando un misionero les avistó se ofreció de inmediato a ser su guía, lo que aceptaron gustosos. Además, nos cuenta Humboldt, en la pequeña embarcación había que hacer sitio a otros compañeros de viaje, esto es, a ocho papagayos, otros tantos monos, un tucán, un guacamayo, varias aves más y hasta un mastín vagabundo que encontraron, todo un «zoo ambulante» según sus palabras.
Pero hubo otro germen en Humboldt que, rociado por la humedad del Orinoco y tras varios recodos y revueltas, acabaría dando un fruto que cambiaría irreversiblemente la visión que de nosotros teníamos como humanos.
Posiblemente la intuición de esta revolución le llegara a través de ejemplos vividos por estas tierras como cuando en una apartada misión del Orinoco observó que los monjes iluminaban su iglesia con el aceite producido por huevos de tortuga y verificó que debido a ello estos animales estaban desapareciendo en la zona. O al percatarse de que los españoles, para curarse de la malaria, extraían la quinina cortando la corteza de la cinchona matando así a los árboles; era la tala de bosques y el regadío lo que había desecado el lago Valencia en Venezuela y no la existencia de cuevas subterráneas. Y también dedujo que el interés por el índigo para colorear los vestidos había sustituido en muchas partes los cultivos de maíz y encumbrado una planta que empobrecía el suelo.
Poco a poco iba intuyendo que la acción del hombre alteraba el normal proceder de la naturaleza porque en ella todo interaccionaba. De ahí sacó varias conclusiones a cual más profética; una, que el influjo humano, especialmente a raíz del colonialismo, podía generar un cambio climático debido a la vulnerabilidad de las interconexiones de los sistemas naturales y otra —la que más nos interesa ahora— que la naturaleza toda, más que un plácido paraíso, era un lugar en el que animales y plantas tenían que luchar para sobrevivir y que cualquier modificación derivada de esta lucha afectaba al resto del ecosistema.
Cuando años más tarde Darwin leyó estas reflexiones, estiró el germen intuitivo de Humboldt y encontró la clave con la que explicar el cambio que habían ido sufriendo las especies a lo largo del tiempo para llegar hasta nuestros días, cambio que posteriormente se aplicó a la tierra y al universo en su conjunto. Salvo para quien opta por creer en lugar de por comprobar, hoy la evolución es la teoría explicativa de lo que somos y de lo insignificante de nuestro papel en el universo. Darwin, como Humboldt, no veía un mundo estable sino dinámico y cambiante; como se diría con posterioridad, Humboldt era un darwinista predarwiniano. Algo muy grande había cambiado para el humano sobre su propia concepción: ya no habitaba el centro del universo ni era el rey de la creación; ahora, tras la etapa mágica e infantil de la humanidad solo nos queda, para bien o para mal, reconstruir nuestra identidad con las dosis de humildad aportadas por los datos que tenemos delante.
Sin llegar a este nivel de trascendencia, fueron otros muchos los que, personalmente o a través de su legado, han visto en Humboldt una roca sobre la que asentar pilares de su quehacer. Por ejemplo, su amigo Simón Bolívar (quien, por cierto, redactó su primera constitución en una canoa por el Orinoco) utilizó los mapas de Humboldt en sus maniobras militares; Goethe, con quien compartió días, amistad y correspondencia, se inspiró en la cercanía afectiva con que Humboldt trataba a la naturaleza y lo afianzó en la idea de que la poesía era una herramienta más de acceso a lo que nos rodea, algo similar a lo que le pasó a Thoreau quien no escribió «el Walden que hoy conocemos hasta después de que descubriera un nuevo mundo en el Cosmos de Humboldt»;63 Celestino Mutis, el botánico español domiciliado en Bogotá, con la experiencia que le daban los años y las expediciones, le reconoció en persona al berlinés el mérito que tenía; Jefferson, el culto y curioso presidente norteamericano, le pidió opiniones y mapas sobre sus vecinos al sur de su frontera; Napoleón, posiblemente por envidia, lo menospreciaba «¿le interesa la botánica? —dicen que le preguntó de forma capciosa—. Ya, mi mujer también se dedica a ella» se respondió a sí mismo; Lovelock, si bien separado por casi dos siglos, construyó su teoría Gaia basándose en la idea humboldtiana de la tierra como un organismo vivo.
Frente a lo que era costumbre en su época, el científico aventurero también argumentó en defensa de la igualdad contra la esclavitud y la diferencia racial y a favor de los indígenas a los que admiraba porque eran los mejores observadores de la naturaleza que había visto; de ellos veneraba sus lenguas porque podían expresar cualquier tipo de concepto por abstracto que fuera, sus monumentos y su sabiduría cotidiana de la que él era deudor de gran parte de su fama, como la del descubrimiento de la corriente Humboldt de la que decía que simplemente había sido el primero en medir y comprobar lo que los pescadores lugareños sabían desde siempre.
Andrea Wulf nos refleja la importancia de este excepcional hombre a través del reconocimiento que se