La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela Nan-Shan

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capitalina, papá Nicoló como lo conocían en Bogotá, decidió que era imprescindible sacar a los niños de su agresivo entorno y compró una apartada finca en Acandí, en el Atlántico chocoano junto a Panamá, donde construyó lo necesario para acoger a más de cuatrocientos muchachos de hasta doce años dejando que se divirtieran en la piscina a la vez que se «desintoxicaban de cuerpo y alma» e iban aprendiendo los rudimentos para el trabajo en talleres, ganadería y cría de peces. Para completar el círculo formativo de los gamines adolescentes, adquirió también cuatro terrenos en Vichada, siendo la perla de la corona Tambora con 85 hectáreas y con capacidad para 800 muchachos de más de 15 años (aunque nunca llegó a alojar a más de 500).

      Hasta allí llegarían los chicos tras un largo viaje de varios días en camiones y barcas (nada que ver con la comodidad del avión para llegar a Acandí) para comprobar durante tres meses si eran capaces de adaptarse a las reglas de convivencia y a las duras condiciones provocadas por la lluvia, el calor, los mosquitos y, en ocasiones, la escasez de comida. Si lo conseguían, estaban en condiciones de habitar en una comunidad que se autoabastecía trabajando la yuca, los plátanos, los frutales y el pasto para alimentar a los animales. Vivirían en un ambiente lo más parecido posible al familiar y aprenderían oficios y el bachillerato ecológico que se inventó Javier de Nicoló para «que salgan de allá los catalizadores para impulsar ese nuevo proceso de colonización». Cada seis meses unos cien adolescentes iniciaban el proceso. Los monitores serían chicos reinsertados porque conocían como nadie lo que allí se intentaba impartir. Lo mismo que sucedía en Acandí, no había vallas protectoras porque la naturaleza era la barrera más efectiva.

      Pero todo se torció en 2008 cuando un abogado interpuso una denuncia alegando que Javier de Nicoló, que seguía al frente de IDIPRON, había superado en quince años la edad de retiro de un servidor público; a pesar de que no estaba claro si se podía considerar o no funcionario, el octogenario alegó problemas de memoria y cesó en su cargo. En menos de tres meses aquella utopía rehabilitadora se vino abajo sin que nadie hiciera nada por detener el expolio de los muchos bienes con que contaba; lo que durante décadas fue símbolo de regeneración y nueva vida, se convirtió en ejemplo de incompetencia.

      De nada sirvió evaluar lo conseguido con los 1.500 adolescentes que pasaron por Tambora, ni que en ese mismo año doce niños por cada 10.000 personas de Bogotá siguieran habitando las calles, ni que la prensa fuera destapando ejemplarizantes casos de rehabilitados; en el olvido va quedando el cuarto de siglo de trabajo del eclesiástico en Tambora, así como las ilusiones del cura de izquierdas (vivió la renovación del Concilio Vaticano II y los aires llegados a Colombia del Mayo francés) y su visión de los gamines como trapecistas que parece que siempre van a caer al abismo pero que acaban sobreponiéndose. Acandí, aunque con dos años de retraso, sufrió el mismo destino; es lo que suele pasar cuando un proyecto es excesivamente personalista.

      Javier de Nicoló murió el 12 de marzo de 2016, poco más de un año antes de nuestra llegada a Tambora; cuentan las crónicas que en su entierro, al que solo se desplazó un familiar desde Italia, tuvieron que cortar al tráfico de varias calles de la capital ante el gentío que siguió al sepelio; mientras, unos mariachis repetían la canción que el cura cantaba siempre que veía la cara de sorpresa de alguien a quien había llevado a algún encantador y remoto lugar, esa que dice «...pero sigo siendo el reeey».

      • • •

      Perry nos preguntó si nos gustaban los mangos; le indicó a Luis un árbol especialmente frondoso y repleto de frutos y, aunque pendían a mucha altura, el indígena que ya no quería serlo, trepó sin miedo consiguiendo un rico postre para la cena y un suculento desayuno para el día siguiente.

      —¡Miren qué mango tan hermoso! —dijo Perry tan orgulloso como si lo hubiera conseguido él.

      —Está muy bien, pero debemos movernos porque los mosquitos están hambrientos —sugirió Silvia sin dejar de rascarse, tarea en la que llevaba ya un tiempo.

      —Esto no es nada; hay épocas que no se puede ni caminar; pero vayamos a la lancha y verá cómo desaparecen todos.

      «Las personas que no hayan navegado (...) por el Orinoco —se quejaba ya Humboldt— no podrán concebir cuán atormentado puede uno ser a cada paso de la vida por (...) los mosquitos, los zancudos, los jejenes y los tempraneros, que cubren las manos y la cara, que atraviesan los vestidos con su aguijón y que se introducen en las narices y en la boca haciendo toser y estornudar».57

      Arrancó la lancha y nos apartamos del espectro de Tambora y con él, de los mosquitos y de las interminables disputas burocráticas sobre si pertenece a IDIPRON o a la Fundación Servicio Juvenil de la que también era director el salesiano. Mirando hacia el futuro, la parte positiva es que a principios de 2017 se denegó un permiso de explotación minera alegando que Tambora pertenecía a una zona de amortiguación del Parque Natural Nacional del Tuparro; a pesar de la negativa, ya están al acecho las grandes compañías para sacar provecho, aunque sea destruyendo parajes como este.58

      6

      La maravilla solitaria

      Ya casi sin luz llegamos a la isla venezolana (todas las islas del Orinoco pertenecen a Venezuela) de Pedro Camejo, situada en la cabecera del parque Tuparro. Nos alojamos en el campamento La patriarca doña Rosita que consistía en una casa habitada por una humilde familia que se encargaba de hacer las comidas y que contaba con un cobertizo exterior debajo del cual dormiríamos en hamacas. Los mosquitos de Tambora aconsejaban dudar de las indicaciones de Humboldt cuando, al pasar por aquí, comentó que «los indios del Maipures van a dormir a los islotes en medio de las cataratas; allí gozan de algún sosiego, pues los mosquitos parecen huir de un aire sobrecargado de vapores»;59 nosotros colocamos las mosquiteras.

      Y alrededor todo selva, o eso parecía... En las primeras noches selváticas uno está pendiente de cada estímulo antes de dormirse o cuando se despierta entre sueños; resulta muy entrañable escuchar las cigarras, mirar los cientos de luciérnagas que se mandan señales luminosas, escrutar los distintos y a veces inquietantes sonidos y acurrucarse ante las trombas de agua que como diluvios caen varias veces en la noche con una fuerza que atemoriza cuando no estás acostumbrado y más si vienen acompañadas de rayos y temes que el siguiente te elija a ti. Aquí en concreto, al anochecer, el estruendo producido por el raudal contextualizaba todo lo demás; narró el naturalista que nos acompaña que «cuando se oye este ruido en el llano que rodea a la misión a más de una hora de distancia, se cree estar (...) en una costa donde rompe y se levanta la mar. El ruido es tres veces mayor de noche que de día y proporciona un encanto inexprimible a estos lugares solitarios».60

      —Hay días que valen por diez —dijo Silvia desde su hamaca.

      —Sí, qué lejos queda Puerto Carreño; parece que salimos hace una semana.

      —Oye, ¿tú crees que estamos seguros en esta isla de Venezuela? —preguntó acentuando el nombre del país.

      —En realidad desconocemos si es complicado acceder, si hay algún pueblo próximo o si los del campamento son sus únicos habitantes. Confío en que Perry y Luis saben lo que hacen. Hoy vamos a dormir como troncos.

      El cansancio y la falta de práctica con la hamaca contribuyeron a que el sueño se retrasara, pero, cuando apareció, lo hizo de forma rotunda... hasta que un sonido inconfundible retumbó en medio de la oscuridad; era un disparo seco proveniente de un lugar cercano e indeterminado; agucé el oído cuanto pude en busca de más indicios pero no saqué nada en claro.

      —¿Has oído lo mismo que yo? —me llegó la pregunta en forma de susurro desde la hamaca de Silvia.

      —Ha

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