La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela Nan-Shan

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Ralito —recordó ante un tribunal Diego Rivera, uno de los paramilitares asistentes— se convirtieron en días de rumba, trago y drogas con la presencia de modelos enviadas desde Barranquilla (...) nada era serio, todo al son de los tragos, hablaban y hablaban (...) todas las desmovilizaciones eran un show de prensa y discurso, esa era la estrategia, mostrar al país un ejército antisubversivo que había luchado hombro con hombro para exterminar la guerrilla. Se compraron brazaletes, botas, pañoletas, banderas, en fin, el show había que montarlo (...) y todo se inundó de grandes abogados (...) mientras, mi exjefe (Pablo Sevillano) se había dedicado por completo a la rumba; un día le conté 38 niñas en su piscina de La Vaquita, Diego, ¿cuál querés? me decía».40 «Cuando (mi jefe) se enfiestaba —siguió relatando Diego Rivera— duraba hasta 15 días tomando whisky y hacía llevar hasta quince o veinte niñas, de las normales, criollitas, decía Pablo; a mí me gustan las criollitas, niñas de quince o dieciséis años, sin recursos económicos, lindas y dispuestas a todo».41 «Estar al lado de los comandantes —continuó sincerándose el paramilitar— le pone a uno paranoico, se ve el ambiente rastrero de las intrigas, las puñaladas traperas; a uno lo matan por envidia en el cargo. En ese mundo solo se ve muerte, destrucción, degradación, drogas, alcohol, mentiras, prostitución. Como dijo algún funcionario del gobierno cuando iba a Ralito, ir a ese lugar es como bajar al infierno de Dante».42

      Era obvio que los paramilitares no se tomaron en serio estos acuerdos. Tal vez un poco más los clásicos, los fundadores del movimiento, pero no los de la segunda generación, los traquetos, los que se dedicaban sin escrúpulos ni ideología a emborracharse de poder y enriquecerse con la coca. Vieron en los acuerdos de Santa Fe de Ralito una forma de blanquear plata y crímenes y presintieron tanta impunidad que, tras las imprescindibles y maquilladas desmovilizaciones, volvieron a aparecer por todas partes con otros nombres pero haciendo lo mismo. Su intuición se confirmó con la Ley de Justicia y Paz con la que el presidente Uribe trataba de parar el asunto de la narcoparapolítica que le perseguía obsesivamente y ante la que EE.UU., su máximo valedor, le pedía explicaciones; esta ley, tal como sentenció la ONU, dejaba muchos cabos sueltos porque, a cambio de la entrega y confesión voluntaria, los cabecillas, como mucho, pasarían ocho años en prisión y no serían extraditados a EE.UU. —su máximo temor— a pesar de que dicho país los reclamara por narcotráfico; tampoco contemplaba asuntos de reparaciones a víctimas ni devolución de tierras usurpadas a campesinos desarraigados o indígenas.

      No es de extrañar que, ante esta perspectiva, más de 30.000 soldados paramilitares se desmovilizaran (aunque solo temporalmente) y varios de sus jefes se dejaran apresar en unas cárceles concebidas a su medida. Tal como todos contaron, la prisión de La Ceja —donde se confinó a un grupo— se convirtió en un centro de rumba y hasta la comida les llegaba de un restaurante. Otro grupo, alojado en la cárcel de Itagüy, se encargó él mismo de diseñar sus propios estatutos que especificaban, por ejemplo, que las visitas conyugales serían todos los martes y jueves, aunque los jueves quienes en realidad llegaban eran modelos, quinceañeras y amantes; además «era común llegar el día lunes y encontrar grupos de vallenatos, tríos, mariachis y asados en la cancha de baloncesto; era una locura; hasta matrimonio hubo (...) y se vieron cirugías de liposucción»,43 siguió relatando el paramilitar Diego Rivera.

      Pero no todo fue jolgorio, porque con el paso del tiempo las simples y lógicas rencillas entre ellos pasaron a mayores y en no pocas ocasiones terminaron en ajusticiamientos de mandos medios fuera de la cárcel. Los más jóvenes no querían saber nada de guerras ideológicas; «¿La guerrilla? ...dejémosla quietita», decían; y solamente la atacaban para robarles coca y dólares, no por principios ideológicos. «Ese ejército antisubversivo y anticomunista (el de los paramilitares) era un cuento chimbo; era simplemente un tinte político (...), una organización de narcotraficantes»,44 resumió el locuaz Diego Rivera.

      Ante este panorama, los idealistas de la primera generación, que aún simulaban su entrega a ciertos principios, se plantearon si fugarse y fundar una guerrilla de derechas, pero desistieron al pensar que no eran hombres de monte como los de las FARC o el ELN45 sino comandantes de hacienda. Poco a poco un sentimiento de frustración e inquietud comenzó a hacer acto de presencia en aquellos hombres que habían tenido la seguridad absoluta de que acabarían recluidos a sus anchas en sus haciendas en vez de en cárceles. Ahora se iba viendo el movimiento de ajedrez del astuto Álvaro Uribe que, sin disparar una sola bala, había encerrado a varios capos. Había ganado la primera partida y salvado su pellejo, pero la segunda estaba por disputarse.

      Y se disputó. Los cabecillas paramilitares, tal como pedía la Ley de Justicia y Paz a las que se habían acogido, cuando les tocó el turno se pusieron a denunciar para que las penas que les impusieran, en ningún caso superaran los ocho años. En parte molestos con el presidente Uribe y en parte debido a su arrogancia competitiva, contaron tantas atrocidades que hasta los bienpensantes de la población colombiana no daban crédito a lo que oían.

      Mancuso, antiguo comandante de las AUC, vistiendo traje de corte italiano y ayudado por esquemas y gráficos que llevaba en su portátil, no pareció inmutarse a pesar de que se responsabilizara de 336 asesinatos —incluida una niña de 22 meses— y 87 actos criminales, que confirmara la muerte de 1.100 secuestrados, que atribuyera al Bloque Catatumbo –—del que formó parte importante— la muerte de 5.000 civiles y que señalara —fue el primero en hacerlo— que el 35% del Congreso estaba a sueldo de los paramilitares; y más aún, dijo que organizó un complot junto al entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos (quien aún no sabía que acabaría siendo presidente del país y odiado por Uribe) contra el expresidente Ernesto Samper. Tuvo responsabilidad en la masacre de Miripiram en el Meta, la primera de las AUC donde mataron a 45 campesinos indefensos, en la de Aro por la que, de no haberse sometido a este tribunal, ya tendría una sentencia de 40 años por las 15 víctimas que dejó, en la de La Gabarra donde asesinaron a 35 personas y por la masacre de El Salado, la más brutal de cuantas perpetraron las AUC, con más de cien muertos después de que 450 paramilitares se dedicaran a torturar, violar e incluso degollar a sus víctimas, niños incluidos.

      Jorge 40, otro famoso dirigente paramilitar, además de confesar que por mandato de su asesinado jefe Carlos Castaño había cumplido las cuotas de muerte que le había pedido —mil cada quince días— confirmó los vínculos con la clase política, vínculos que quedaron probados cuando se pudo desencriptar el ordenador de uno de sus subalternos donde abundaban datos sobre el apoyo económico a políticos, extorsiones de todo tipo, mordidas y... ¡más de 500 asesinatos de fiscales, jueces, políticos y policías!

      Don Berna, un mutante que comenzó en la guerrilla y terminó en el paramilitarismo pasando de tener a Pablo Escobar de amigo íntimo a colaborar en su captura, manejaba desde la cárcel de Itagüy toda la cocaína que se movía por Medellín y demostró la implicación del ejército en asesinatos de campesinos que previamente se habían atribuido a las FARC.

      Y hablaron y hablaron... La lista de declaraciones podría aumentarse y la de masacres describirse cuanto se quisiera pero las atrocidades cometidas resultarían cada vez más hirientes. Baste con retener que, según el Centro Nacional de la Memoria Histórica, el ochenta por ciento de los muertos en el conflicto armado, era responsabilidad de los paramilitares. Lo que quedaba claro, además de los asesinatos perpetrados, era que Álvaro Uribe estaba en un gran aprieto al haberse comprobado la existencia de la parapolítica. Y eso no era más que el principio; el presidente, con treinta legisladores en la cárcel y con casi un centenar investigados por tanta barbarie, estaba tocado.

      Tocado pero no hundido porque, como magnífico estratega, haciendo una determinada interpretación de la Ley de Justicia y Paz consiguió que trece de los paramilitares que más le ponían en aprietos con sus declaraciones, entre los que se encontraban los anteriormente citados, fueran extraditados en 2008 a EE.UU., acusándolos de no cumplir los acuerdos establecidos debido a sus incursiones en el narcotráfico; nada como enviarlos lejos para tapar su boca. Indudablemente, en esta segunda partida Uribe llegó a ser gran maestro ajedrecista.

      Eso

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