La frontera que habla. José Antonio Morán Varela
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Utopía perdida
Compramos algunos alimentos enlatados al amable tendero de Garcitas y nos embarcamos nuevamente, aunque esta vez en una lanchita que parecía de paseo; tenía dos asientos en la parte delantera, en los que nos situaron a nosotros y dos en la popa de la que sobresalía un renqueante y fallón motor al que Perry y Luis estaban acostumbrados. Enseguida la relación con ellos fue fluida y alegre; constatamos que los cuatro éramos una especie de piezas enlazadas por Mauricio desde Inírida; ninguno teníamos una visión de conjunto y por tanto había que ir improvisando. Así comenzó esta nueva parte del viaje remontando el Orinoco sin posibilidades de comunicación con el exterior, sin lugares habitados durante horas de navegación y sin prisas para nada; dispondríamos a nuestro antojo de todas las horas de los días y de las noches. La navegación con la frágil lancha era más relajada que con la voladora aunque, obviamente, más lenta. Pero no importaba porque el camino en sí mismo era la esencia del viaje; no se trataba tanto de llegar como de disfrutar con los sentidos alerta en medio de aquella embriagadora naturaleza.
Por primera vez en el recorrido percibí que estaba regresando a la selva. El rítmico balanceo de la lancha, como si de un mantra se tratara, me trasladó a otra parte de la realidad, esa en la que uno siempre es principiante porque habla otro idioma, esa que te abre sus puertas para que salgas de la rutina de tu mundo y que te embruja mirándote de frente; esa es la selva. Las márgenes del Orinoco habían dejado de ser simples líneas verdes, como ocurría desde la voladora, para convertirse en imaginativas posibilidades de visualizar los seres que las habitaban. Los árboles se fragmentaban en hojas que curaban, en troncos de los que salían canoas, en semillas que se cocían, en hojas que cobijaban. El follaje era la cortina para que no viéramos a los indígenas que, tras ella, realizaban sus tareas cotidianas. El río se presentaba como fuente inagotable de vida y como constructor natural de vías para desplazarse. Hasta el ruido del motor era una excusa para presentir, desde su ausencia, el sonido de los animales y el rumor de los arroyos. Podía incluso adquirir la visión cenital de los modernos fotógrafos espaciales para percibirnos, miniaturizados, avanzando entre la inmensidad verde; y hasta me permitía, a ratos, reflexionar sobre los efectos del progreso mal entendido que podían dar al traste con todo en el momento que alguien se lo propusiera. El despertar de la imaginación fue el primer indicador de que la selva nos estaba acogiendo, y lo digo en plural porque, cuando le pregunté, Silvia lo corroboró.
Perdimos la cuenta de las horas transcurridas ante el espectáculo de cada curva del río, de cada animal que intuíamos, de cada bocanada de aire, de cada posibilidad sugerida. Por eso nos sorprendió que Perry nos dijera que necesitábamos hacer nuestra primera parada para desentumecernos. Fue sobre la única elevación de los alrededores producida por unas rocas que afloraban en la margen colombiana del Orinoco. Antes ya habíamos divisado lo que parecía un gran busto e indefinibles construcciones. Desembarcamos y vimos un enorme patio flanqueado por edificios, alguno de los cuales tenía cuatro plantas.
Estábamos en Tambora, un lugar donde el tiempo se había detenido, lo que en la selva significa decrepitud. En los bajos de una de las construcciones, junto a una fogata y unos plásticos que protegían de las goteras producidas por los infinitos chaparrones, había tres chicos haciendo algo sin prestar especial atención a los visitantes. Tal vez ninguno llegara a los dieciocho años y todos llevaban un atuendo enrollado en sus cabezas que, unido a la poca y roída ropa que vestían, transmitían una inquietante sensación. Mi imaginación voló a mi visita a Managua dos décadas después del terrible terremoto que en la Navidad de 1972 arrasó la ciudad dejando 20.000 muertos; se me imprimieron de por vida imágenes de niños mugrientos y desesperanzados asomándose entre las grietas dejadas por el seísmo en la catedral, el único edificio de los alrededores que no quedó convertido en escombros y que se transformó en vivienda para los supervivientes.
Sin embargo, nada había de amenazante en la actitud de los jóvenes de Tambora; al contrario, tras pedirles permiso, no sin cierta desgana, nos permitieron ver cuanto quisiéramos, como si su función exclusiva fuera cuidar aquello para que nadie robara más allá del evidente expolio que ya se había consumado. Dentro del esqueleto de los edificios todo transmitía desolación y abandono; la herrumbre se apoderaba a marchas forzadas de lo metálico, la sabana pugnaba por entrar en los locales, no pocas tejas habían dejado de ejercer su cometido y el rastro de animales okupas era más que evidente. Aún quedaban literas en dos grandes dormitorios, restos de lo que fueron talleres con cajones en los que un día se guardaron ficheros, un coqueto puente colgante para sortear un pequeño regato, alguna grada para sentarse en una explanada con impresionantes vistas al Orinoco y extensos campos antaño cultivados y hoy recuperados por la naturaleza salvaje.
Perry y Luis nos explicaron que había sido un centro de recuperación de drogadictos que se clausuró cuando se hicieron trizas las relaciones entre Chávez y Uribe y que aquello era tan majestuoso que hasta construyeron un ferrocarril para acercar a los chicos que llegaban desde Bogotá. Las explicaciones, aunque sinceras y verosímiles, me parecieron en gran parte fruto de la fantasía que aquel lugar debió de despertar durante décadas en los habitantes de las orillas del Orinoco. El caso es que me invadió la curiosidad y decidí investigar sobre el asunto en cuanto tuviera ocasión.
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Tambora había sido durante las últimas décadas un lugar de rehabilitación de gamines, de jóvenes procedentes de las calles de Bogotá que, por trágicas circunstancias personales, habían acabado formando parte de la escoria de la gran ciudad. Me imaginé que entre ellos habría alguno de un grupo que se había afincado en la acera frente a la pensión en que me alojé en mi primera visita a la capital en 1994.
¡Qué impresión ver a aquellos niños tirados en la calle y durmiendo todo el día a pesar del frío, de las incómodas posturas y de las ocasionales lluvias!; a su lado, indefectiblemente, había una bolsita de plástico que contenía boxer, un pegamento industrial que les inducía ese profundo sueño que por momentos los transportaba al paraíso olvidándose de los padres que los abandonaron o de la dramática situación que los vomitó a las calles pero que, irremediablemente, los acercaba al infierno cuando, al despertarse, sentían tristeza, confusión y apatía, síntomas que trataban de dejar atrás inhalando más pegamento.
El infernal proceso era aprovechado por personas sin escrúpulos que proveían a los gamines de droga a cambio de que cometieran los delitos que les pedían; para remate de males, era frecuente que dueños de establecimientos en cuyas puertas se reunían los niños que espantaban a los clientes, contrataran a sicarios para que limpiaran el lugar, esto es, para que hicieran desaparecer para siempre a los muchachos. Todos les temían porque sus reacciones escapaban a su propio control; cuando los transeúntes advertían su presencia cambiaban de acera si estaban dormidos y de calle si los veían despiertos. Aquellos días el dueño de mi pensión estaba muy preocupado por los que se habían instalado en la acera de enfrente.
Este dantesco círculo vicioso era conocido por Javier de Nicoló, un salesiano italiano llegado a Colombia en 1949 quien, tras trabajar con menores en las cárceles y reformatorios bogotanos, decidió acercarse a ellos antes de que fueran capturados. Creó la Fundación Servicio Juvenil e ideó un sistema de acogida repartido en treinta sedes por los barrios de Bogotá en el que, a medida que los gamines tomaban decisiones propias, podían permanecer más tiempo. Su labor comenzó a ser conocida y él mismo describió sus éxitos;56 su método consistía en un proceso escalonado basado en el amor que nunca tuvieron y en la confianza, la motivación, la vida en comunidad y la formación con las que sacar a los niños de las calles. Frente a sus detractores alardeaba de que «lo que no logran psiquiatras y psicólogos en diez años lo logro yo en dos meses» y cifraba su éxito en el noventa por ciento. En 1970 el alcalde de Bogotá, Carlos Albán Holgán que intentaba hacer algo con la alarmante