La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela Nan-Shan

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siguen con la revolución? —oí que le preguntó Silvia después del intercambio de saludos en el mismo tono a medio camino entre divertido y jocoso con que nos recibió.

      —¡No, no, ahora hacemos patria con la gente que como ustedes viene por aquí! —Y volvió a reírse al tiempo que nos ofreció unas sillas.

      Efectivamente, Garcitas había sido zona roja por excelencia debido especialmente al Negro Acacio, uno de los guerrilleros más buscados por la Policía y el Ejército y ahora, tras los acuerdos de paz, había optado por dedicarse a un turismo que no acababa de llegar. Nadie, sin saberlo de antemano, se imaginaría que por esta pequeña aldea pasara una parte de la mayor fuente de financiación de las FARC. Me quedé con las ganas de preguntar in situ al tendero por el famoso guerrillero, pero no me pareció prudente ni educado dada la complejidad del personaje y el poco tiempo que permanecimos en Garcitas; tendría que conformarme con esperar otra oportunidad cuando la ocasión fuera más propicia. Y acabaría llegando.

      • • •

      Asomarse a la vida del Negro Acacio, alias tomado por Tomás Medina Caracas para honrar a un héroe de la revolución cubana, es adentrarse en la trastienda de las FARC y, en ocasiones, llegar a sus cloacas. Inicialmente estuvo destinado en el Magdalena Medio pero, debido a los malos informes de sus superiores —«se dejaba llevar por la emoción», dijeron—, le trasladaron al Frente 16 ubicado en el Meta, Vichada y Guaviare donde acabó siendo comandante con varios cientos de soldados a su mando y convirtiéndose en el principal proveedor de las finanzas de las FARC a través de la cocaína, producto que en ocasiones intercambió directamente por armas. Creó y manejó a su antojo la ruta del Orinoco como vía de entrada y de salida de los negocios del grupo guerrillero.

      En 1998, a la vez que se intentaban los diálogos de paz de San Vicente del Caguán y con el visto bueno de Raúl Reyes y el Secretariado de las FARC, el Negro Acacio diseñó, con dinero proveniente de la cocaína, la compra de 10.000 fusiles rusos AK-47 por un valor de 5.000 dólares cada uno. Las armas procedían de Bielorrusia y, tras pasar por Jordania, fueron arrojadas por cinco aviones rusos junto al Guaviare en paracaídas dotados con la tecnología adecuada para que los recogieran los hombres del Negro Acacio. En la red de tráfico internacional participó el agente encubierto de la CIA y amigo del rey Hussein de Jordania, el libanés Sarkis Soghanalian; también lo hicieron el famoso traficante ruso Víctor Bout y Vladimiro Montesinos (el asesor de Fujimori que al descubrirse el escándalo tuvo que huir y esconderse en Caracas), junto a pilotos estadounidenses y a decenas de ucranianos y peruanos.

      Para el año 2000, el Negro Acacio ya había logrado un incremento del ochenta y seis por ciento en la producción y venta de la cocaína desde que se hiciera cargo de ello, el equivalente a tres cuartas partes de las necesidades financieras de la guerrilla. Focalizó en Barrancominas, en el Guaviare, su centro de actuación; ahí llegaba la base de coca de Puerto Príncipe hecha a su vez con la hoja de coca traída de los distintos lugares de producción y ahí construyó ochenta laboratorios distribuidos en diecisiete mil hectáreas que podían producir entre tres y cinco toneladas de cocaína a la semana alcanzando en el mercado un valor de 250 millones de dólares cada una. En medio del pueblo, enlazando catorce calles sin asfaltar, diseñó una pista de 1.800 metros adonde aterrizaban no menos de ochenta vuelos internacionales mensuales, entre ellos aviones DC-6 y avionetas Alcarabán, que dejaban armas y subían cocaína.

      Garcitas y en menor medida Casuarito, donde nos recogieron los hermanos venezolanos, se convirtieron en lugares estratégicos por los que dar salida a una parte de esa cocaína procedente de Barrancominas; en las rústicas pistas de estas dos poblaciones, aterrizaban avionetas con la mercancía que posteriormente se distribuía a los carteles del Norte del Valle (el más importante en Colombia tras la fragmentación de los de Cali y Medellín) y también a los mexicanos, paraguayos (conectados a su vez con los de Guayana francesa, Surinam y Holanda) y brasileños (especialmente de Río de Janeiro). El Negro Acacio implicaba a la población en el ilegal negocio haciéndola partícipe de una parte de las ganancias. Posiblemente por eso —deduje—– nadie nos miró ni se extrañó al vernos aparecer en Garcitas.

      El ejército trataba de seguir de cerca su pista y de hecho le lanzaron varios ataques que terminaron con la vida de muchos guerrilleros pero no con la suya; era escurridizo. En febrero de 2001 los militares iniciaron la operación Gato Negro, un impresionante dispositivo de 5.000 soldados especializados en la lucha contrainsurgente que se extendió durante más de dos meses. Incautaron armas, dinero, dos mil kilos de químicos llegados de Holanda para fabricar la cocaína, dieciocho toneladas de base de coca y destruyeron cincuenta y cinco cocinas (lugares utilizados para cristalizar esa base de coca); con todo ello pudieron documentar de forma clara los enlaces de las FARC con el narcotráfico, pero el huidizo Acacio, objetivo principal del operativo, se les volvió a escapar. Sin embargo, obtuvieron un premio no esperado, la captura del capo brasileño Fernandinho Beira-Mar tras descubrir que se desplazaba en un helicóptero de las FARC.

      El brasileño desveló detalles del acuerdo que había hecho con el grupo guerrillero por el que, a cambio de su protección y de la de su familia, se comprometía a intercambiar armas por droga; eso sí, los guerrilleros le cobrarían impuestos por kilos de cocaína sacada del país. «Les pagué a las FARC entre diez y doce millones de dólares mensuales —confesó—. Cada mes sacábamos entre dieciocho y veinte toneladas de cocaína que el Negro Acacio mandaba llevar a los DC-6 que aterrizaban en Barrancominas (...) ellos me ayudaban a llevar la droga al sur de Francia (...) los fusiles y pistolas las traía de Asunción, porque allá son más baratos debido a la cercanía de la triple frontera; cada año yo sacaba entre 150 y 200 toneladas de cocaína de Colombia».49

      Tras varios intentos más, el ejército consiguió matar el primero de septiembre de 2007 al huidizo hombre que ahora se recuerda en Garcitas. Una llamada satelital y un infiltrado dieron las coordenadas para que desde aviones Supertucano se lanzaran veintiséis bombas inteligentes que terminaron con su vida y la de dieciséis guerrilleros más y, de paso, diezmaran la infraestructura de narcotráfico que el Negro Acacio había rehecho tras los ataques anteriores; el suceso ocurrió junto al Guaviare, entre San José y Barrancominas, la que había sido su sede central. Los numerosos cuadernos con anotaciones que le incautaron dan cuenta de su inusual y ajetreada vida y de la parte más turbia que rodea al abastecimiento de una guerrilla que llegó a contar con dieciocho mil miembros.

      • • •

      De no ser por el drama que envuelve a la cocaína, resultaría hasta chistoso echar un vistazo a su historia para poner en perspectiva un asunto de primer orden en Colombia y en lo que a economía sumergida y a repercusiones políticas se refiere. De entrada, hay una aclaración que debería figurar en todos los frontispicios de cualquier Universidad y Parlamento porque evitaría confusiones con graves consecuencias: de forma similar a como sabemos que la uva de los viñedos no es lo mismo que el alcohol que se extrae de ella, no hay que confundir la hoja de coca con la cocaína. Algunos pueblos precolombinos ya utilizaban esta hoja hace ocho mil años y, desde entonces, ha sido una constante en sus tradiciones. Los españoles intentaron prohibirla por motivos religiosos hasta que se dieron cuenta de que los indios resistían más trabajando en las minas si se les permitía que la mascaran. En el xix, la coca despertó un inusitado interés en Europa motivado por los comentarios de renombrados naturalistas que viajaron por el continente americano. Paolo Mantegazza, famoso fisiólogo italiano llegó a decir que prefería «una vida de cien años con coca a una de cien mil sin ella». Pero fue el químico alemán Niemann quien puso la primera piedra para cambiar el ancestral derrotero de la hoja sagrada; en 1860 publicó su tesis doctoral en la que describió cómo aislar un alcaloide de la coca al que denominó cocaína.

      A partir de aquí todo se precipitó. Tres años más tarde Mariani, un avispado químico corso con visión comercial, mezcló el extracto sacado de la coca con vino tinto de Burdeos y fundó y difundió el vino Mariani (y el elixir Mariani, una versión más potente) como

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