La frontera que habla. José Antonio Morán Varela

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La frontera que habla - José Antonio Morán Varela Nan-Shan

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del campo colombiano —que 2.400 propietarios poseyeran el 53% del territorio mientras que 2,.3 millones de campesinos dispusieran solo del 1,7 %—, ni hacer efectivos los acuerdos constitucionales con los indígenas para recuperar su territorio usurpado por los narcoparamilitares. Por el contrario, se empecinó en convertirse ante su socio y valedor EE.UU. en un adalid de la lucha contra la droga apoyando la fumigación de los campos de coca con glifosato comprado a la multinacional Monsanto; es un veneno para el ecosistema y para las personas y —con los datos en la mano— lo único que consiguió fue desplazar a miles de campesinos e indígenas para sembrar campos en otros lugares; ante estas realidades la Corte Constitucional, dejándose aconsejar por la ONU, prohibió las fumigaciones en 2015.46

      En la actualidad siguen activos los narcoparamilitares del potente Clan del Golfo, también denominado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, al que se han unido algunos exguerrilleros de las FARC. Se dedican fundamentalmente a la cocaína aunque no hacen ascos a otras actividades delincuenciales por todo el país, pero especialmente en el golfo de Urabá. Intentaron acogerse a los mismos acuerdos de paz que las FARC pero estas los rechazaron. Su líder Otoniel, el alias de Dairo Antonio Úsaga, es el hombre más buscado en Colombia; algunas fuentes dicen que cuenta con tantos súbditos a su cargo (solo en 2017 el ejército capturó a doscientos) como guerrilleros hay en el ELN y que mueve más cocaína (mil toneladas en ese mismo año) que Pablo Escobar en sus mejores tiempos.

      • • •

      El venezolano que manejaba la lancha le comunicó a su hermano que había que detenerse porque detectaba irregularidades en el motor. «Parece la hélice, nada grave; creo que tocó una roca en el Atures». No se equivocó; una de las aspas estaba agrietada y se dispuso a cambiar la pieza; «nosotros tenemos que regresar por el raudal y no podemos meternos en él de cualquier manera», explicó a pesar de que todo estaba más que justificado.

      —¿Les provoca un tintico?47 —preguntó el proero mientras desenroscaba el tapón de un pequeño termo.

      —Mil gracias —dijo Silvia aceptando el ofrecimiento—. Es la mejor idea después de tanta tensión. Yo llevo nueces de Brasil ¿quieren?

      La demora con la reparación nos permitió hablar distendidamente con los venezolanos ya que hasta entonces todo había acontecido a velocidad de vértigo.

      —¿Están mejor aquí que en Venezuela? —preguntó Silvia.

      —Son las circunstancias. Ya me gustaría residir en mi tierra, pero se ha puesto jodido; habrán visto que en Puerto Carreño no dejan de llegar compatriotas para buscarse la vida.

      —¿Y por qué han venido a vivir a Casuarito?

      —Porque nuestro papá residió acá y conocía el negocio de las voladoras. Regresó a la patria para hacer la revolución con Hugo Chávez y, por mal que esté ahora el país, no lo quiere abandonar otra vez porque se teme que van a venir tiempos muy complicados; él es rojo, rojito48 ¿saben? —sonrió buscando complicidad— y eso a pesar de que no le gusta mucho el presidente Maduro —apostilló.

      Como los hermanos estaban más locuaces que cuando les preguntamos por la procedencia de la avioneta, aproveché para satisfacer una curiosidad.

      —¿Han oído hablar de la batalla entre los Arroyave y los Buitrago?

      —¿La de la bruja? ¡Como para no conocer esa guerra! Entonces nosotros aún vivíamos en Venezuela, pero nuestro papá nos la relató infinidad de veces porque lo dejó psicoseado. Murieron dos amigos suyos, uno en cada bando, tal vez dándose plomo entre ellos; siempre nos decía que eran personas normales que se ganaban la vida a sueldo de los paramilitares. Ni siquiera pudo compartir su tristeza por miedo a represalias. Nos comentaba también que en aquel tiempo la gente tenía que ser muda y ciega porque todos, los paramilitares y los guerrilleros, querían controlar esta frontera. Como han podido comprobar hace un rato, hoy sigue siendo muy golosa para los narcos —se lanzó a comentar el proero como para contrarrestar su anterior silencio.

      —¡Listo! Volvamos a la voladora —ordenó el mecánico cortando en seco una prometedora conversación.

      4

      El Negro Acacio y la blanca solución

      Las siguientes horas fueron de tranquila navegación a pesar de que nuestros cuerpos cortaban el aire debido a la velocidad de la lancha; eso provocaba una sensación agradable en medio del bochorno del sol que ya comenzaba a calentar. El cielo pareció entender que ya habíamos recibido nuestra dosis de agua en el raudal y no nos enviaba más por el momento. El proero, ahora sin trabajo, encontró una postura en dirección a la popa con la que se adormiló. Aunque sabíamos que más allá de las orillas había sabana, desde el interior del río daba la sensación de que nos desplazábamos por las entrañas de una tupida selva porque cada orilla era una ininterrumpida hilera de grandes árboles, eso sí, inundados en muchos tramos.

      —Me llama la atención que, con todo lo que hemos recorrido, apenas hayamos divisado un par de pueblos desde que salimos de Casuarito. ¿Te das cuenta? Parece que nadie ha tocado las orillas —reflexionó Silvia.

      —Yo creo que es un efecto colateral del medio siglo de enfrentamientos armados, la paradoja de cómo la violencia ha preservado una parte de la naturaleza. Bueno, al menos en las riberas, porque las plantaciones para la cocaína sí que modifican el paisaje —maticé.

      —Es posible. También me extraña que casi no veamos animales. Estos días atrás, leyendo sobre Humboldt, me había quedado con la idea de que encontraríamos anacondas, tigres y cocodrilos por todas partes.

      —Ni es la mejor época para avistar animales ni el ruido del motor facilita la tarea, pero es indudable que desde 1800 cuando tu amigo anduvo por aquí, el depredador humano ha hecho de las suyas. Yo también me he ido fijando y no he avistado ningún cocodrilo; solamente grupos de toninas y alguna pareja de papagayos cruzando el río.

      —Creo que tendremos mucho tiempo para comprobar nuestras hipótesis —concluyó Silvia con emoción.

      Tras un meandro del Orinoco sobre su izquierda hacia aguas remansadas, apareció un poblado con unas quince o veinte casas dispersas entre sí. En los rústicos bancos de los negocios dedicados a la venta de insumos había gente sentada y hablando con ese aire un tanto ajeno de quien se junta cada día con las mismas personas para charlar sobre asuntos intrascendentes; ni se molestaron en mirar quiénes éramos los cuatro forasteros que llegábamos, como si eso formara parte de su vida cotidiana (tanto el no mirar como el que aparecieran foráneos); algo flotaba en el ambiente que apoyaba la corazonada de un pueblo acostumbrado a la invisibilidad aunque en espera de un cambio. Estábamos en Garcitas. Al instante dedujimos que de haber aceptado la opción del lanchero Rusvel habríamos llegado desde Puerto Carreño hasta aquí a través de una larga e incómoda trocha por la sabana llamada Ruta la dignidad; pero afortunadamente nuestro instinto se había decantado por la mejor opción, la de venir navegando.

      El pueblo era el elegido por Mauricio (nuestro contacto para cuadrar el viaje) para que los hermanos venezolanos nos presentaran a las dos personas que habían salido tres días antes de Inírida con su lancha para recogernos y remontar juntos el Orinoco. Allí conocimos a Perry, nuestro balsero, un tipo dicharachero y regordete a quien los ojos le delataban la jarana de la noche anterior y a Luis, un indígena sikuani que perdió a conciencia su tradicional identidad, que sería nuestro guía en el Parque Nacional Natural del Tuparro a pesar de que para él también fuera su primera visita; con ellos llegaríamos días más tarde a Inírida si todo iba como esperábamos.

      —Bienvenidos

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